Por Grizel Delgado

Antípoda

Me alimentas tú, Antípoda,
tábanos mis ojos solazados.

Me alimentas tú, Antípoda,
los cocuyos de los tuyos me inspeccionan.

Y en mi vientre fecundas
-indecisa- secretas palabras
a decirse.

Los marfiles de tu cuello erizado
susurran los segundos de un tiempo inasequible.

Hirsuto en un ovillo está el deseo
recostado en resquemores femeninos.

Tiéndete tú con tus gotitas de rocío
y ásete bien de mis pupilas,
mientras la luz esperpéntica
se extingue.

Sigilosas se acurrucan nuestras sombras,
nimias figuras quebradizas.

Respírame tú, mujer reflejo,
porque mis palmas ciegas no te encuentran
y regresan vacías a mi cuerpo.

Aliméntame tú, Antípoda,
mis tobillos se enraízan en la tierra,
víctimas conscientes de tu trampa.

Presa
tuya en tus jardines.

 

Caracola 

Déjame dormir, mujer
sobre tu pecho.

No me preguntes nada.
No me digas nada.

Sólo déjame cerrar los ojos.
Allá afuera hace frío
y no quiero salir.

Como si no te lastimara,
como si no hubiese cambiado nada.

Sobre tu pecho no has de notar
que sigo rota, quebrada, partida.

Que traigo la cabeza anudada a los pies
y las tripas de fuera.

Que por mis orejas pasean las olas del mar
y que de mis manos penden sílabas inconexas.

Que me retraigo, caracola sin casa.
Huérfana, hueca, trashumante.

Déjame habitarte
un instante. Un momento.

Arañas 

Seguíamos abriendo heridas
en el cuerpo de la otra,
en la mente de la otra,
en las frases que hilvanaba
la otra en una conversa cualquiera.

Seguíamos tendiéndonos trampas
con las manos atadas por detrás
y por delante dos sonrisas inocentes.

Nuestras sombras seguían acariciándose
y nuestros pasos continuaban
estorbándose.

Estábamos allí cual arañas,
ambas caminando cuidadosas,
alertas de las vibraciones,
pendientes de la presa.

Seguíamos allí, avanzando
en círculos concéntricos
con las patas aferradas
a los anillos de tela.

Seguíamos allí, cuidando
que la otra no cayera,
defendiéndole al andar
de su salida
sin darnos cuenta
que nuestras finas patas
formaban una elipsis ya.