La Metalmorfosis

La Metalmorfosis

Por Damián Damián, sociólogo

Mi nombre es Damián. Vampiro desde que crucé la universidad. Y como personaje escritor, Mr. Sadness. Tres individuos de hábitos distintos residiendo en el mismo cuerpo, por así decirlo.

La primera vez que escuché el término Metalmorfosis fue con la agrupación pionera del heavy metal español, Barón Rojo. Álbum de 1983, que junto a su antecesor Volumen brutal de 1982, y en especial a su composición Los rockeros van al infierno, dentro del mismo, radicalizaron las tendencias letrísticas y musicales del género en España y consagraron a la escena del heavy con la subcultura underground de aquel momento, del rock duro.

Barón Rojo junto a otras agrupaciones como Obús, Muro, Ángeles del infierno, V8 en Argentina y Lvzbel y el TRI en México, entre muchas otras, fueron el parteaguas entre las nuevas olas del pensamiento juvenil, las cuales buscaban libertad de expresión que también iban en contra de los tintes políticos y económicos conservadores del momento. Estos jóvenes adeptos al rock en sus diferentes expresiones, vivieron y atravesaron una metamorfosis: un proceso histórico y social que cambió sus mentes y los orilló a ser bunker de contrachoque ante la música de habla hispana convencional, siendo este encuentro el responsable de constantes diferencias con las múltiples esferas sociales, las cuales limitaban al pensamiento artístico y humanístico de América y España, que a su modo y tiempo, se gestó a lo largo del globo terráqueo, al grado de ser perseguidos por el gobierno y la religión en muchos casos.

Ahora, el término Metalmorfosis fue, como se puede apreciar y el cual invito a conocer en el álbum homónimo, un juego de palabras que hacen referencia al título de la novela corta de 1915, La metamorfosis de Franz Kafka. Este escrito relata la historia de Gregorio Samsa, un joven que sufre la repentina transformación en un insecto. Entre cucaracha o escarabajo, esta metamorfosis le dificulta la comunicación con su entorno tanto social como ambiental, hasta ser considerado intolerable y despreciable por su familia, y finalmente muere víctima de un suplicio.

Esta novela, considerada un clásico y canon de la literatura contemporánea, ha sido sometida a diferentes análisis artísticos, psicológicos y sociológicos, buscando una resolución a los cuestionamientos y enigmas que intrigan después de su lectura y que, sin dejar de lado la apreciación personal del lector, uno no cae en cuenta de que a lo largo de nuestra vida tenemos una metamorfosis. De hecho, si se piensa, nada nos aleja de ella. La metamorfosis es la transformación de un estadio a otro, una transición, el cambio que, empezando por nuestra mente, nos lleva a cambiar el cuerpo.

Para el caso de Mr. Sadness, la metamorfosis sucedió al contacto con el ambiente. Trabajamos en torno a éste y nos adecuamos para sobrevivir. Es parte de nuestra naturaleza humana adoptar el cambio. Cuando ingresé a la preparatoria y después a la universidad, comenzó la mía. Las aperturas ideológicas mudaron mis conductas irreflexivas de forma aparente. Me dieron la conciencia de entender que lo inapropiado necesita cautela y vileza. La estancia en la universidad me formó carácter y disciplina tanto personal como profesional. Los espacios en los que me adentraba eran desconocidos para mi docto, pero esa incertidumbre me impulsó a seguir adelante cultivándome. Mis habilidades cognitivas y sociales vociferaban. Mi identidad, esa parte del self [1] que nos coloca en el mundo, entraba en sintonía.

Durante mi crisálida, todos me miraban distinto. Entendiendo por ilustrarme el tener convicción. Convicción que fue puente para que mis ideales transformaran mi apariencia física en una coraza que ha sufrido grandes transgresiones al paso del tiempo y que, sin embargo, sigue en constante cambio. Aquí hago hincapié en el hecho de que todo cambio mental transgrede al cuerpo. De ser un chaval gordinflón y recatado pasé a ser alguien extrovertido, extravagante —extraño—, evidenciando contundentemente las desviaciones sociales. Y con el tiempo, las heridas benevolentes y pictóricas en mi piel, las cuales representaban en aquel momento mi paso a la adultez, también me crucificaron y bañaron con el estigma —término que, en sociología, limita y contrapuntea a la persona con sus interacciones sociales—. Las atribuciones simbólicas de dicha práctica redefinieron mi identidad, una y otra vez, como he dejado claro (y lo seguirán haciendo).

Entonces pasé de ser una persona normal a un ser del bajo mundo: un outsider.[2] Sin embargo, mi presencia e imagen tuvieron fuertes consecuencias: social e institucionalmente. Mi familia empezó a rechazarme en los primeros momentos de mi cambio, aunque posteriormente y a regañadientes, se resignaron, me aceptaron y apoyaron.

Mi desviación de la conducta normativa y habitual fue el foco de atención y de infección para varias interrogantes de la gente en general. Hablaban de mí y eso me gustaba. Mis grupos de amigos se redujeron pues les desconcertaban mis prácticas y hábitos. Conocí la soledad en un mundo de apariencias: a veces, me decían por miedo, y en las calles ni se diga: era un renegado, un criminal. Pocos compañeros y amigos que tuve fueron relaciones estrechas, fuertes: apechugando la disidencia conmigo. Había una aceptación del otro, pero era tratado como alguien especial (como un discapacitado o un extranjero), alguien al cual su imagen no encajaba con el estereotipo de un joven.

Mis amores también se vieron afectados. De ahí mi dúctil corazón. El estigma sobre mi persona era demasiado peso para compartir una vida afectiva conmigo, y la presión social por parte de las familias de mis parejas terminó socavando las relaciones, por lo cual mis romances eran efímeros. Ser como fui, como soy, en imagen y apariencia, conllevan un cúmulo de experiencias que me ayudaron a desarrollarme, intelectualmente, sobre todo, y valerme de todas mis aptitudes, como bien he dejado claro. Mi identidad tiene varios roles en juego: soy hijo de familia, padre, trabajador, alguien desconocido que va a algún lugar profano. Esa variación de roles tuvo como primera característica el de un escudo protector. Me valía de ello para ganar más confianza en territorios a los que la ‘gente normal’ no asistía. Salir de la norma implica actuar en torno a ella marcando la diferencia, ser mejor en lo que hago.

La sociología siempre me cobijó con su conocimiento para llevar a cabo todas las prácticas de interacción en un mundo de jóvenes donde era el anímico. Toda la teoría y práctica aprendidas me enseñaron el porqué, cómo, cuándo y dónde de mi condición, solidificando mi identidad poco a poco. Es así que he conocido a un número formidable de personas con distintos modos de vida, abiertos y cerrados criterios. Siempre busqué amalgamarme a las distintas condiciones de clase y estatus, pero a pesar de que todos tienen formas distintas de percibir el entorno en el que se desarrollan, era inevitable evidenciar en sus ojos el tormento que mi presencia pronunciaba ante su conservación moral y que terminaba por acrecentar su sugerida mácula. Empero, y continuando, debo dejar en claro lo siguiente: si no he hablado de mi guitarra, no les he contado nada de mí. El Rock & Roll cambió mi vida.

La primera vez que escuché a una banda de heavy metal fue a los dieciséis años. Antes de aquel momento sólo escuchaba la música que ponían mis padres en casa o los amigos en las fiestas, y no le ponía ningún interés a ello. Cuando salí de la secundaria, mi gusto por la música pesada comenzaba a gestarse. Un camarada vecino que me dobla la edad me enseñó todo lo referente a la bandera que ahora llevo de metalero. Y dado que no tenía muchas obligaciones me dejé llevar por aquella corriente subversiva y radical. Era una maquinita de consumo, escuchaba todas las bandas que me recomendaban, iba a los conciertos, las disqueras y compraba disco tras disco.

Estimado lector, aquí es donde la pupa se empieza a abrir. La Metalmorfosis libera las alas. Mi interés sobre la cultura musical comenzó a evidenciar su influencia sobre mi cuerpo. Empecé a adoptar la imagen de un rockstar a través de las imágenes que veía en las portadas de los discos o en las fotografías de las agrupaciones. Los jeans cada vez eran más ajustados, como la lealtad a mis pensamientos, y las playeras se empezaron a teñir, junto con los escenarios nocturnos, al color de mi piel.

Me sumergí en los infortunios de la virtud [3] y comprendí entre sus vericuetos un estilo de vida. El desenfreno y libertinaje que encontré en el rock limpiaron mi identidad de escrúpulos. Ser rocker es sinónimo de excesos, pasión sin pecado, romance, deseos, satisfacción. Ir en contra de algo que considero sistema daba pie a la irreverencia e independencia que vi en la música rock y su modo de vivir. Pertenecer a este grupo segregado me mostró que cualquiera puede ir a contracorriente de la expresión tradicional de una sociedad que se limita a ser lo que a uno le plazca: saber quién soy y buscar lo que quiero.

Un día, sin pensarlo demasiado, compré una guitarra, aprendí a ejecutar el instrumento y de bar en bar participé en concursos estatales que me llevaron a conocer muchas partes del país. El rock ahora era parte de mí. Lo llevo en la sangre.[4] Mi vida, ahora, gira en torno a muchas disidencias. Paso entre las calles como un indeseable. Cuando portas una apariencia con la etiqueta de un antisocial todo el mundo se abre de tu camino. La anomia, esa condición me dio las facultades para poder realizar muchas prácticas juveniles sin ningún reproche por parte del sistema. La desviación intersubjetiva que tiene esa apariencia en muchos casos (particularmente en el mío), implica respeto o temor a lo desconocido por parte de la otredad. Es como una hermosa maldición.

La cultura hegemónica tacha al rock de ser una moda que desvirtúa a la juventud, pero la verdad, eso es una mierda. El rock es más que eso: es vivir, soñar, reír, llorar, crecer, conocer, experimentar. Es emociones, poesía, literatura, amor, noche libre, un modo de vivir. Es la carne propia, concordando con Oscar Sancho cuando grita: “(…) el cuero que yo visto forma parte de mi piel, porque no vivo corriendo llevo botas en mis pies. Me he casado con la vida, soy amante del placer. Por morir no tengo prisa y me gusta vivir bien”.[5] Apreciados lectores. Disfruten sus interminables metamorfosis porque como diría el cantautor Jesús María Hernández Gil, en uno de sus muy conocidos poemas: “(…) el amor sólo recobra la cordura para morir”.[6] Y con toda razón, como sucede con el mundo natural, uno mismo sólo recobra la cordura para morir.

[1] George H. Mead, sociólogo estadunidense, define el self como la capacidad del ser humano para formarse una identidad a sí mismo y poder considerarse como objeto además de sujeto. Este desarrollo se lleva a cabo mediante un proceso social concreto: la interacción.

[2] Howard Becker, sociólogo estadunidense, define el término outsider como una etiqueta de desviación social a las normativas establecidas. Un outsider es considerado un marginal, anormal, extraño o anómico, de ahí la conducta de los otros, por decirlo así, distinta.

[3] Canción perteneciente a la pentalogía ópera rock inspirada en la vida y obra del escritor Edgar Allan Poe, Legado de una tragedia. Circulo II: infortunios de la virtud, canción de la segunda presentación (Acto I: descenso a los abismos) describe un tortuoso diálogo que sostiene el escritor Marqués de Sade y el poeta Virgilio respecto a sus infortunios en vida.

[4] Canción de la agrupación española de heavy metal Zenobia incluida en su álbum Alma de fuego del año 2010.

[5] Fragmento de la canción «No soy carne de cañón» de la agrupación española de heavy metal Lujuria. La cual, peculiarmente, se denomina en el género como Heavy Sex Rock.

[6] Fragmento del poema titulado «Si tú, yo», publicado en el audio libro El cementerio de los versos perdidos del año 2006.

Manual rápido de mutilaciones

Manual rápido de mutilaciones

Por Juan de Dios Maya Ávila

Desde que comenzó a impartir clases en la División de Ciencias Biológicas y de la Salud, una pregunta rondaba su cabeza inquieta. Una sola pregunta por sobre todas sus pretensiones médicas, intelectuales…artísticas: ¿Cuántos miembros, órganos y componentes podrían mutilarse al cuerpo humano sin que perdiera la vida? Y por vida debe entenderse también consciencia de la vida, por lo cual el cerebro, así como el corazón, pulmones y etcéteras de herramientas vitales, quedaron descartados por llana deducción. Sin embargo, había una suma de fragmentos que le inquietaban.

Estas ideas…creencias, la doctora Benita Castillejo las compartía exclusivamente con los alumnos de los últimos trimestres; sólo en ellos confiaba, igual que un oscuro general en sus más íntimos centuriones. Aunque la mayoría se burlaba secretamente de ella, algunos pocos de esos escolapios germinaron teorías idénticas con ligeras, perversas variaciones y hubo uno, García Ponce, quien se acercó más íntimamente a su maestra para servir como una especie de aliento a ese tremendo proyecto científico.

Los primeros roces se dieron en la intimidad de un Sanborns (y ahora pienso que quizá ese infame café tuvo algo que ver en esto), luego mudaron sus largas pláticas a la casa de García Ponce en Coyoacán y pocas veces al (más aburrido) departamento de Benita en Villa Coapa. Así resultó que una de esas tardes de domingo en que las galeras de lámina de la UAM Xochimilco parecen un desierto de tiempos apocalípticos, cuando el calor hace mella y el aroma de los animales diseccionados se apodera del aire en los pasillos, la doctora Benita y su alumno predilecto atacaron varias botellas de un alucinógeno merlot queretano mientras garabateaban, en libretas tipo italiano, una especie de manual de cortes.

En plena borrachera convinieron practicar la sesión de mutilaciones a partir de aquellas ¿notas? Botella en mano, salieron en un Impala blanco del exclusivo estacionamiento de maestros sin que ningún guardia en los torniquetes (para variar) cayera en cuenta. Ebrios por el deseo (por la copas y hasta por un extraño lazo que cada vez los acercaba más) cruzaron Calzada del Hueso y en poco tiempo —debemos recordar que era domingo por la noche— llegó la pareja a un oscuro callejón en las inmediaciones de Mexicaltzingo y la Viga. Barriada de antaño que García Ponce escogió por destino. En trimestres anteriores hizo servicio gratuito en el dispendio de la iglesia y allí conoció a quien el vulgo apodaba Nacatl.

Nacatl era igualito —pensó García Ponce— al Puño de Andara de Nazarín, sólo que éste no era enano sino un desdichado (verdadero renacuajo sin patas, citando a la dicha Andara), quien había perdido sus piernas a consecuencia de un trágico accidente de trabajo en el taller de guillotinas donde laboraba. Esto lo supo García Ponce durante las dos ocasiones en que revisó los muñones de Nacatl, el mendigo oficial del templo de San Marcos Mexicaltzingo (así se autoproclamaba amparándose con optimismo en los veinte años de pedir limosnas allí). Y no es que la gente no se diera cuenta de su ausencia bajo el dintel de la iglesia, simplemente, no les importó su abrupta desaparición y en unos meses dejaron de preguntar por el simpático vagabundo; medio año después, llegó una viejita ciega y manca a ocupar el vacante lugar de vagabundo oficial de San Marcos Mexicaltzingo.

Aquella noche de domingo, García Ponce y Benita Castillejo sedaron a Nacatl con un paño (¡sí, como en las películas!) empapado de éter. Un tanto impedidos por la borrachera de los buenos merlots queretanos, a traspiés, arrojaron a Nacatl en el asiento trasero del Impala blanco. Escaparon al poniente por Río Churubusco y en diez minutos llegaron a Coyoacán. En la cochera de su casa, García Ponce encontró las herramientas precisas: un hacha, varios cuchillos en modalidades y tamaños diversos, el infaltable escalpelo, pinzas, tijeras (de las mal llamadas polleras), papel celofán, sedantes y anestésicos varios. En la biblioteca —el recinto más aislado y escondido de la casa— García Ponce limpió con el brazo la superficie de su bello escritorio austriaco, sin importar que el tintero, la Olivetti y varios papeles y documentos dieran con todas sus letras en el suelo. Allí tendió sobre el fino roble al aún dormido Nacatl. Benita, mareada, balbuceante, solicitó bolígrafo, regla y escalpelo, y señaló un criterio básico: no dejar a su presa desangrarse. El alumno buscó un maletín atestado de hemostáticos y ungüentos, hilos, ganchos y agujas.

Benita sacó del bolsillo de su bata blanca las corrugadas páginas de libreta que conformaban su manual de mutilaciones. Decidieron comenzar por ambos brazos. Puesto que adolecía de la falta de piernas, les pareció armonioso y además cortaron de tajo las extremidades, negándose a parcializarlo desde los dedos: no se trababa ni de tortura ni de fetichismo, sino de ciencia. Pocos en el mundo sabrán la sensualidad que experimentaron alumno y maestra cuando sus dedos limpios de guantes quirúrgicos (a los verdaderos cirujanos les gusta sentir la carne desnuda) se encontraron accidentalmente en la comisura de los labios de Nacatl; ambos buscaban el mismo objetivo: la lengua. La cortaron y siguieron los labios entonces convertidos en recinto propicio a los encuentros. Y aunque eran casi un símbolo, terminaron en la basura: la poesía no penetra en los duros cascos de los científicos imparciales.

A ella se le ocurrió no dejar los dientes y para ganar tiempo mientras los extraía, ordenó a su alumno rebanar el pabellón de las orejas, cortarle la nariz y quizá trabajar en algunos cachos de las mejillas y el mentón. Él obedeció respecto a las orejas y un limpio tajo deshizo la nariz, pero cuando su filo acariciaba la mejilla sangrante, cayó en cuenta en la obsesión que tenían por el rostro (qué significaba eso, qué extraño trauma escondían) y preocupado lo externó a su maestra. ¿Acaso un olvidado pudor religioso les había impedido pensar en otras áreas, digamos (sólo por decir, eh): los genitales?  Tras largas discusiones debatieron episodios del Génesis referentes a la desnudez y la hoja de parra y se impuso al final el argumento en pro de las ciencias de Benita Castillejo: resolvieron castrarlo. Solamente así entreabrió los ojos el anestesiado Nacatl ¡mucho apreciaría su miembro! Y aunque García Ponce inyectó mayor cantidad de drogas los ojos del mendigo seguían rencorosamente entreabiertos. Malo. Eso motivó a sus verdugos a retirárselos, pues, aunque ninguno de ellos lo aceptara, les molestaba aquella (semi) mirada acusatoria. Cuánto sería el peso del remordimiento, que Benita, con saña, le cortó hasta los párpados y eso a su alumno ya no le agradó. Igual que Lázaro de la Tumba, volvió en sí del aletargamiento y la borrachera. Miró a Nacatl: monstruo mutilado. Monstruo vivo y eso —lo supo entonces— ellos no lo tenían contemplado, pensaban que el sujeto moriría pronto. En cualquier experimento, lo común era fallar un par de veces antes de dar con el triunfo. Hermes les era contrariamente benéfico legándoles tan rápido éxito, se dijo.

Durante el breve minuto de pánico en que volvió a ser hombre decidió entregarse a la policía. La voz pausada, linda, de su maestra lo calmó poco a poco; ella, incluso, quiso demostrarle que no pasaba nada, cogió la navaja diestramente y comenzó a rasurar el cabello de Nacatl, las cejas, el escaso vello del pubis. García Ponce cerró los ojos. Benita, al presentir el final, pretendió motivar el morbo (hambre intelectual) de su pupilo y le rogó retuvieran a Nacatl un par de días. Mientras la carne cicatrizaba ensayarían sobre las costras. García Ponce se horrorizó y apartándose del escritorio de operaciones, gritó que se habría de entregar a la autoridad y la entregaría también a ella. La maestra no respondió; resignada, bajó la cabeza; apretó en su mano el manual de mutilaciones y lo guardó de nuevo en el bolsillo de la bata.

Acto seguido ensayó su escapatoria: se atrevió a decirle que los hombres no tendrían por qué juzgarlos si de todos modos ya tenían seguro el infierno y eso era suficiente castigo. Además enumeró uno a uno los horrores de la cárcel y quizá fue esto, más que el recelo moral o religioso, lo que hizo a García Ponce desistir de su intención redentora y en cambio le dio el vigor y la claridad necesarios para encontrar una solución que los dejara satisfechos. Así que arrojó las llaves del Impala a su maestra y él cargó con el bulto de Nacatl. También la dejó manejar y se limitó a indicarle la caracolera senda de callejones que los sacó de Coyoacán. Ya el lunes amanecía en todo su esplendor. En Insurgentes ella tomó por cuenta propia el camino y manejó sin parar con rumbo a Tres Marías. Allí también hay una iglesia, ¿qué no? Así le podría ir bien a Nacatl en su nuevo hogar o fuente de trabajo, pensó la desdichada mujer. 

La danza del cuerpo

La danza del cuerpo

Por Yessika María Rengifo Castillo

Los ríos de sangre recorren el azul
que las venas le han robado al profundo cielo.
El corazón es el rojo carmesí
de las tardes que el sol acaricia la luna
en juegos de amor.

El color de los ojos seduce al negro de las noches
o quizás al verde de las esmeraldas
que en ocasiones besan al marrón
de las primaveras de abril.

Las manos son el himno de la seda
que viajan en caricias
del dulce de la miel.

Los cabellos son eco de los vientos
en las estaciones de otoño
que traen los sueños. 

La danza del cuerpo
canto de las estrellas
que entonan la vida
en el pasado y el presente
de las rosas. 

Hacia una nueva concepción del cuerpo desde la antropología

Hacia una nueva concepción del cuerpo desde la antropología

Por Fabiola Hernández

Si bien el cuerpo puede ser entendido desde múltiples perspectivas, en el afán por comprenderlo dominó por mucho tiempo la biología, hasta que en la década de los setenta se comenzaron a esbozar una serie de estudios del cuerpo como construcción socio-cultural. Con el cambio de paradigma también se abrieron campos de abordaje desde la sociología y la antropología que lo privilegiaron como eje central en análisis relacionados a la cultura, la identidad y la experiencia, por mencionar algunos. 

En este sentido, la antropología indaga el papel de lo corporal en su dimensión sociocultural y su relación con el sujeto y el lenguaje. De acuerdo con Mariana del Mármol y Mariana L. Sáez (2011), se pueden destacar tres tendencias en los estudios del cuerpo: la primera lo caracteriza como símbolo mediante el que se explican y comprenden la sociedad, la cultura y la naturaleza; la segunda remarca la relación del cuerpo con los discursos y el control; y la tercera pretende redefinirlo como elemento activo, creador y constituyente de la vida social.

Aunque cada una de estas visiones busca comprender una parte fundamental del cuerpo, es indudable que ninguna existe aisladamente, por ello es necesario proponer análisis transdisciplinares que consideren a la par la dimensión simbólica, material, discursiva, lingüística e incluso biológica del cuerpo. Sin embargo, aunque la teoría propone la comprensión integral, en la realidad sucede algo muy distinto: sigue dominando la percepción dualista que separa lo material de lo inmaterial en el ser humano.

Con el colonialismo occidental este pensamiento se afianzó y extendió de tal forma que aún hoy estructura y determina nuestra relación con el cuerpo. En el caso de México es especialmente llamativo cómo la cultura se ha forjado a partir de las relaciones binarias y de oposición que los españoles fundamentaron en motivos biológicos, simbólicos y materiales del cuerpo, y el individuo, como unidad social.

En este sentido, conviene señalar el concepto de colonialidad del ser, que Nelson Maldonado-Torres (2007) dice “se refiere a la experiencia vivida de la colonización y su impacto en el lenguaje” (p. 130). Si el colonialismo implica relaciones económicas, políticas y de poder entre naciones, la colonialidad -que surge de él- se extiende a los más variados ámbitos de la vida moderna, quizás más evidentemente a lo corporal y al lenguaje.  

La colonialidad se refiere a un patrón de poder que emergió como resultado del colonialismo moderno […] la forma como el trabajo, el conocimiento, la autoridad y las relaciones intersubjetivas se articulan entre sí, a través del mercado capitalista mundial y de la idea de raza (p. 131).

La superioridad racial encontró fundamento en el binarismo excluyente y diferenciador de la esfera biológica del cuerpo; los conquistadores blancos asumieron el papel dominante sobre las “nuevas” razas. Así justificaron la estructura en la que cabía la esclavitud y el control de todo recurso, en suma, la dominación. Para comprender la importancia de este principio baste recordar que a indios, negros y mestizos no siempre se les considero humanos.

Las características físicas que sirvieron de base a la colonialidad fueron reforzadas con simbolismos que, en el plano del discurso, permitieron crear y reproducir los mecanismos de control que hasta hoy se mantienen vigentes. La oposición entre blanco y negro o entre conquistador y conquistado se puede entender desde la separación cuerpo/mente, donde el cuerpo determina lo mental que es también lo humano; los negros e indígenas no era humanos porque no eran blancos y, por tanto, eran un recurso más al servicio del hombre civilizado.   

En este sentido, también puede decirse que la diferencia entre hombre y mujer se vuelve un aspecto fundamentalmente de exclusión y control, que además en el contexto de la colonialidad adquiere matices más agresivos si consideramos que la guerra (con valores propios de un tiempo y espacio especiales) permitió extender el dominio desde el campo material al simbólico y así ejercer sobre el cuerpo otro tipo de control. 

La violencia sexual se instaura como el heredero de ese colonialismo fuera del contexto de la guerra. Pero, aunque el dominio sexual se da en primer lugar sobre la mujer, no se limita ni a lo femenino ni mucho menos a lo físico, sino que como en la raza, la diferenciación se vuelve simbólica y se asienta en el lenguaje. ¿por qué hasta hoy seguimos usando expresiones como chinga tu madre, puto, marica, pareces niña con el afán de ofender a alguien y darle a entender que está por debajo de nosotros? 

No nos sorprenda tampoco la repulsa a las luchas feministas u homosexuales. Y del aborto ni hablar, mucho menos si es a causa de violencia sexual porque eso atenta a la ideología del dominio con la que seguimos viviendo. “En la modernidad, ya no será la agresión o la oposición de enemigos, sino la “raza”, lo que justifique, ya no la temporal, sino la perpetua servidumbre, esclavitud y violación corporal de los sujetos racializados” (Maldonado-Torres, 2007, p. 140). Y más aún:

A la vez ocurrirá que cualquier acecho o amenaza, en la forma de guerras de descolonización, flujos migratorios acelerados o ataques “terroristas,” entre otros acechos al orden geo-político y social engendrado por la modernidad europea (y continuado hoy por el proyecto “americano” de los Estados Unidos), hace movilizar, expandir y poner en función el imaginario racial moderno, para neutralizar las percibidas amenazas o aniquilarlas. (p. 140)

Ahora bien, lo anterior se da en la relación entre el cuerpo y el sujeto, y quizás ahí esté la clave para ir un paso más allá. Como mencionan Mariana del Mármol y Mariana L. Sáez (2011), la última vertiente de los estudios antropológicos apunta a desmantelar el constructo sociocultural del cuerpo como sujeto pasivo, por ejemplo, Judith Butler propone la noción de agentes performativos basada en una metafísica contra-imaginaria que, entre otras cosas, permitiría reinventar constantemente la identidad (p. 6). 

Ante esta lógica de lo material y lo simbólico que conduce a formas esencialmente privativas de libertad para entender, conocer y vivir la experiencia del cuerpo, es necesario proponer un nuevo racionamiento que se asiente más que en la teoría, en la práctica y que permita explorar el cuerpo desde horizontes nuevos. Un ejemplo que permitirá concluir este texto dejando abierta la reflexión es la performance de la artista peruana Victoria Santa Cruz, en la que responde al grito abrumador de la cultura de la exclusión:

 

Referencias:

del Mármol, M., & Sáez, M. (2011). ¿De qué hablamos cuando hablamos de cuerpo desde las ciencias sociales?. Question/Cuestión, 1(30). https://perio.unlp.edu.ar/ojs/index.php/question/article/view/1058

Maldonado-Torres, N. (2007). Sobre la colonialidad del ser: contribuciones al desarrollo de un concepto. En R. Grosfoguel & S. Castro-Gómez (ed.), El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global (pp. 120-167). Siglo del Hombre Editores.

Corpus Krispi

Corpus Krispi

Por Diego R. Hernández

Con luces tripulantes de noche
la nave se abre camino,
recorre pero nunca llega
a destino donde mande un rey. 

Máquina con calcetines,
a veces con ramas de cerebro
pero con sombrero
para asegurar la sombra.

Ley interna de asamblea
que controla lengua y mueve dedos,
aunque entre calma y peligro
por apagones y desconectes.

Desvelo de tierra eléctrica,
cápsula de sangre o costal de risas,
cuya herencia de gusanos
es ceniza de basurero.

Carne vieja colgada
en cruz de carnicería.
Piel encerrada en trapos,
planchados para ir a trabajar.

Nalgas que rugen y espantan
si no son para dar me gustas.
Tetas y máscaras que venden,
corazones que se regalan. 

Humo que se siente plata
por aquello del color plateado.
Árbol en macetita
que se mueve más, pero crece menos.

Sueño de ser mar,
nada más por amanecer mojado.
Envase retornable relleno
de coca, meados o sal.          

Nuestro cascarón es recuerdo
de que un día animales fuimos,
aunque la Lupe siga
con el coño clausurado.

Dualidad

Dualidad

Por Ale Montero

Sirvió el café lentamente con su brazo tembloroso. Salió de casa. Su pierna izquierda impulsaba ansiosa su cuerpo a casa para revisar que todo estuviera en orden, mientras su pierna derecha permanecía relajada. 

Llegó a su oficina. Ordenó papeles sobre su escritorio con extremidades trémulas. El brazo izquierdo continuaba ordenando papeles; el derecho palpaba el teclado de una computadora. 

Al llegar a casa colocó sus llaves en un llavero. La parte izquierda de su cuerpo insistía en comprobar que las llaves estuvieran en donde fueron colocadas. La parte derecha quería seguir avanzando. Permaneció inmóvil. Sentía relajada la mitad derecha de su cuerpo. La mitad izquierda le enviaba punzadas de inseguridad. Revisó las llaves. Posteriormente, caminó con frustración. 

Durante la mañana siguiente, su mano izquierda aprisionó una caja de cereal por no haber llenado completamente un recipiente. Con todas sus fuerzas intentó abrir su mano izquierda con la derecha. El brazo derecho jaló al izquierdo. De manera inesperada, logró arrancar a la mano izquierda. De repente, sintió una tormenta de chispas y una herida de electricidad abriéndose como flor en su estómago. Regresó a llenar perfectamente el plato. Su mano izquierda por fin se aflojó y sintió un alivio en el abdomen. Fue por una caja de leche. Dejó a su brazo izquierdo servir el líquido de manera perfecta en el recipiente. Tomó asiento con gran frustración.  

Fue con un psicoterapeuta. 

—Háblame de tu pasado.

—Tengo pocas experiencias. Trabajo, como, duermo. Lo que haría cualquiera. No tengo familia. No vivo con nadie, pero eso no me afecta. Mi problema es la coordinación de mi cuerpo. Creo que es psicológico. 

—Me gustaría saber más de tu infancia para conocerte mejor. 

Terminó la sesión. Pagó y se fue. Decidió no volver. 

Regresó a casa. Colocó las llaves en el llavero. Enseguida el brazo izquierdo impulsó su cuerpo hacia la mesa. Quedó inmóvil. Hizo caso a la mitad izquierda de su cuerpo. 

Durante la mañana siguiente, su mano izquierda no soltaba la caja de cereal. Alentó a su mano a sostenerla por más tiempo. La mano se aflojó enseguida. En su interior sintió cómo a su parte izquierda la dominaba la pereza. Cada vez que la mitad izquierda de su cuerpo deseaba asegurarse del orden, alentaba su deseo y al final dicha mitad dejaba de estar empecinada. La parte izquierda se tornó relajada, y la derecha más estresada.

A la mañana siguiente, salió de casa avanzando con tranquilidad. Renunció a la idea de ir a la fábrica en la que había nacido para ser arreglado: el robot se había reparado.