Por Tonatiuh Vladimir Romano Ramírez
En otras partes de México también se les suele conocer como los “teporochos”, indigentes, los desahuciados o como el temido “escuadrón de la muerte. Nombramientos que bien podrían ser ciertos, y lo cierto también es que detrás de sus rostros enrojecidos por la charanda y el sol se encuentran historias desgarradoras y puntos de quiebre que los llevaron a caminar los senderos de la calle y la soledad.
Sus historias de vida suelen ser confusas, pues constantemente mezclan la realidad, la fantasía y la enfermedad. Las razones que les llevaron a esa vida se encierran en lo más profundo de su cuerpo y solo ellos las saben o las olvidan. En el estado de Tlaxcala, un punto de reunión de las personas que padecen esta afección suelen ser los panteones municipales; en donde comparten espacio con la muerte ajena y quizás también con el destino de su muerte misma. Detrás de sus ojos lejanos se esconden sueños como los de cualquier otra persona, detrás de su sombra hay una familia que dejaron atrás, amistades y lugares que ocupaban antes de caer en las fauces del alcohol.
El vivir en un estado de existencia que es parecido a estar muerto, es casi como ser un autómata que mantiene algunas funciones vitales para pasar el día a día, es un estado de letargo y ansiedad por la necesidad de beber su elixir de aguardiente. Se podría entender que el simbolismo detrás de morar entre tumbas es significativo, puesto que asumen no solo su muerte biológica, sino también la muerte social y cualquier otra muerte. Los “vivos-muertos” suelen ser acompañados por su propia jauría de perros, deambulan por las banquetas en las noches frías, se encuentran cara a cara con el hambre y su oscuridad.
Entre las flores marchitas y el olor a tierra húmeda, la muerte en pandemia se ha vuelto más recurrente y cada vez más “vivos-muertos” se refugian en los panteones para servir de cuidadores y sepultureros a cambio de un plato de comida y unas botellas de tequila. Se han vuelto los testigos de primera mano de la constante de esta vida: tiempo y muerte. Entre sus balbuceos y palabras inconexas, entre líneas y sin decirlo, nos platican de sus azares y a gritos claman ayuda, pero inútilmente pues las cartas están echadas, porque además el ser humano suele ser incapaz de empatizar con el otro. Entonces solo miramos hacia otro lado y seguimos nuestro paso.
Otra certeza es que son expresión de un sistema de exclusión y desvalorización de la vida, son las secuelas que ha dejado la imposición de un modelo que hemos aceptado, que nos habitúa a tener que subsistir y adaptarnos ante el panorama de lo que podría resumirse como el capitalismo, el capital por encima de todo. Los “vivos-muertos” son resultado de no seguir los parámetros de la normalidad, el no ambicionar con la mejor casa, un auto y un empleo estable. El alcohol se ha vuelto el sentido diario y han rechazando así la promesa del bienestar que brinda el trabajar arduamente, a cambio de un poco de olvido y mareo.
Es también un reflejo de “nosotros”, es el temor ir contra lo establecido, ya que podemos ser devorados por el sistema y despojados de nuestra humanidad, ser un “muerto”, un desarraigado, un ente innecesario para el capital. Son producto de la desigualdad porque demarcan los límites sociales; no queremos pertenecer a la configuración del “teporocho”, entendido como portador de la suciedad, la holgazanería y la vergüenza. Quizás entonces podemos hablar de “castas” o clases sociales, sectores o grupos de riesgo, la clasificación y la exhibición son elementos de esta realidad que nos aqueja desde hace siglos.
No pretendo dar un juicio de valor acerca de las decisiones de cada persona, puesto que cada quien percibe su propia realidad, carga con sus propios fantasmas y transita su propio viaje. Tal vez su misión sea acelerar el ciclo vital, acercarse de una forma más rápida al fin inevitable de la existencia, no dar tantos rodeos al tiempo y entregarse así a la guadaña segadora de la Muerte, compañera muerte. Si bien se ha dicho que en México se toma a la muerte como una amiga y como algo alegre, lo cierto es que es todo lo contrario, puesto que en México la muerte se asume con un dolor muy profundo y los días de duelo se extienden por meses, convirtiendo la ausencia del ser querido en una herida que nunca termina de cerrar.
Entre los camposantos, la música fúnebre, las últimas palabras de despedida y los sollozos constantes son los elementos que acompañan el vals que han elegido los “vivos-muertos”. El alcohol como el veneno de una serpiente que recorre el cuerpo y lo va matando poco a poco, y con ellos también se mueren sus más hermosos sueños, sus anhelos, sus neblinas y ríos internos en donde se ahoga el pasado de su infancia, tras el velo de sus ojos se esconde el misterio y la nostalgia.