La fiesta

La fiesta

Por Luis Mario Alfonso Silva Gurrola

La fiesta era como todas las demás, es decir, una monótona representación de los mismos rostros, temas similares de conversación y sopor total. Así transcurrían las personas en casa de Lucía, caminando entre pequeños espacios y buscando un lugar en el cual sentarse.

―Hola, Verónica, querida. Tiempo sin verte, pero mírate que estás hecha toda una fantasía.
―José Luis, qué milagro, mira, mira, déjame presentarte a mi novio, se llama Arnulfo, tenemos 3 años juntos.

***

El sol se despierta residiendo en los cerros que rodean al pueblo, José Luis camina como moribundo hasta la ducha, el agua caliente cubre su cuerpo, es como una dádiva. Mientras está ahí piensa en él, en la idea de poseerlo y de estar en la intimidad parece lejana pero no extinta; al vestirse se le ocurre llamarle, aunque sería un atrevimiento, es mejor esperar al reencuentro.

La ciudad es un laberinto de tristezas que han construido personas sumidas en la misma soledad, todo ello en un intento de agruparse en sociedad, sólo para creerse más civilizados. Pero basta un simple acto de individualidad para que el grupo rechace al sujeto; así vaga José Luis por las calles sin esperar una mirada amable.

Se detiene en una pequeña puerta con enrejado color negro, llama varias veces por el timbre y la puerta se abre, las escaleras eternas se presentan y mientras las sube, José Luis espera que Lucía no esté borracha; entra a la pequeña estancia, ahí hay un olor de humedad característico de los piscis, la mujer sale de un cuarto arrastrando los pies, fuma lentamente y se sienta a su lado:

―¿Qué pues?, ¿lo has visto?
―No, no, he pensado en llamarlo, digo, para algo me dio su número.
―No digas mamadas.
―Vamos, siento que le daría gusto escucharme.
―Ja, ¿con esa voz de pito que tienes? Nombre, sosiégate, José Luis.

***

Verónica se gira, frente a ella está Arnulfo. Ella con las manos acaricia sus brazos, quisiera besarle como en la Bella Durmiente para ver si despierta, pero aún es muy temprano, así que se pone de pie; la casa está helada, como siempre, hay un halo de polvo que recubre los muebles, como si el tiempo se hubiese detenido entre los resquicios del amor.

No hay agua caliente, como siempre. Verónica cierra los ojos y suspira con pesadez, discutió hace días con Arnulfo para que arreglara eso; los chorros de la regadera son irregulares y arden al contacto con la piel, para no perder tiempo, Verónica se mete de golpe y al cabo de unos minutos se aclimata al cambio.

Mientras está sentada sobre el tocador abre un pequeño cajón, ahí hay pruebas de embarazo, parece un recordatorio de un logro que anhela y no ha alcanzado. Consumida por el desasosiego, comienza a peinarse, escucha en el piso de arriba las pisadas de su novio.

―Me hubieras despertado, es tardísimo.
―No tengo complejo de reloj.
―¿Tan temprano y con tus chingaderas?

Suena el teléfono, Verónica corre a contestarlo, quizás es su madre, hace tanto tiempo que no habla con ella, desde que se fue a vivir con Arnulfo. El día que se lo comentó, Engracia, miró a su hija con repulsión:

―Vivir alejados del santísimo matrimonio es fomentar la lujuria, Verónica, sí continúas empecinada en ello, no quiero volver a saber de ti.

La esperanza hace responder de golpe, pero no se escucha nada, sólo hay una respiración breve que se interrumpe cuando cortan la llamada.

***

Lucía observa desde el rincón a ese par, podrá estar borracha, pero jamás ha sido estúpida; ¿debería detenerlos? No, no debe meterse en asuntos que no le llaman. ¿Por qué habrá invitado a tanta gente? Todo el mundo se ha colado, siempre es así y ella como anfitriona debe estar de aquí para allá tratando de complacer a todos.

―¿No me das un vasito, Lucy?
―¿Tú eres la dueña de la casa?
―Lucy, Lucy, consígueme un cigarrito, anda, anda.
―Ay, amiga, óyeme, hay dos viejos allá en tu cuarto besuqueándose, qué vulgares.

Lucía camina por la casa, lleva un trago en su mano, después de todo, si ella no se divierte, ¿cuál es el objetivo de tal mitote? Se sienta unos segundos en el sofá, ve de reojo a las personas, todas parecen más felices que ella.

A lo lejos en un rincón, cerca de la única ventana de la casa, está Verónica, la amiga de José Luis, ¿cómo llegaría esa mujer a un lugar así? Quién sabe, pero parece estar desesperada por aire fresco, sí, quizás ella es más infeliz que Lucía.

***

La anfitriona golpetea la puerta de madera antes de abrirla, la obscuridad impide que se vea del todo la verdad, pero ahí están: José Luis sin camisa al lado de Arnulfo. De pronto la respiración agitada parece ser el único ruido en toda la casa, Lucía no dice nada, pero también eso es indicio de algo.

Luego de un rato sale Arnulfo como si estuviese jugando con la pena, pero sin importarle la vergüenza.

La fiesta termina; a la mañana siguiente Lucía sabe que José Luis irá para querer llamar al muchacho ese, ¿qué no se suponía que la otra chica era su amiga?

En fin…

Mamá, papá: ¡soy heterosexual!

Mamá, papá: ¡soy heterosexual!

Por Emmanuel Medina

Era una tarde de verano de 2011, con apenas 17 años, mi cuerpo se sentía extraño, con un vacío en el estomago y la adrenalina al mil. Por fin me decidía a expresarle a mi mamá mis ideas y preferencias. Llegué a mi casa, con una voz temerosa, pero convencido, invité a mi mamá a sentarse en el comedor y mis palabras fueron las siguientes: Mamá, en el mundo hay mucha diversidad de personas, he tenido la oportunidad de conocerlas y he tomado una decisión, por lo cual es de gran importancia tu apoyo. Me gustan las personas de mi mismo sexo, y me gustaría formar una relación estable y duradera con alguien

Mi madre se quedó callada y sólo escuchaba atenta. Le pregunté sobre su punto de vista y me respondió: Yo te apoyo hijo porque sé que la sociedad es muy dura con ustedes.

En ese momento no comprendí la frase que ella dijo, no fue hasta que entré a mi primer trabajo en el cual me presenté como lo hace cualquier persona: Hola, mi nombre es Emmanuel Medina, tengo 19 años y es un gusto entrar a trabajar con ustedes

De entre el murmullo sale una voz:

¿Eres gay?

Me quedé pasmado ante esa pregunta pues no es algo que te esperes. 

¡No, no lo soy! les contesté.

Ahí fue donde comenzó a tomar sentido la frase que mi madre dijo: «Yo te apoyo porque la sociedad es muy dura con ustedes.»

Con el tiempo conocí a más personas con las mismas preferencias y siempre les preguntaba: ¿Cómo reaccionas ante este tipo de preguntas? 

Siempre encontré respuestas variadas, pero todas llegaban a la misma conclusión: a la sociedad mexicana le gusta el morbo, y no sólo en este tipo de temas sino en cualquier tema y de cualquier índole. 

Sin embargo, es una problemática que se debería atender, no podemos ir por la vida poniendo etiquetas, clasificando y discriminando a quienes son diferentes. Nos queda claro que puedes preguntar, pero te invito a repensar tu cuestionamiento: ¿Por qué lo pregunto? ¿Qué quiero saber? 

Sin duda, la clave de una buena comunicación y el buen entendimiento estará en el cómo me dirijo a los demás 

No llegas un día a tu casa y dices: «Mamá, papá: ¡soy heterosexual!»

Antípoda

Antípoda

Por Grizel Delgado

Antípoda

Me alimentas tú, Antípoda,
tábanos mis ojos solazados.

Me alimentas tú, Antípoda,
los cocuyos de los tuyos me inspeccionan.

Y en mi vientre fecundas
-indecisa- secretas palabras
a decirse.

Los marfiles de tu cuello erizado
susurran los segundos de un tiempo inasequible.

Hirsuto en un ovillo está el deseo
recostado en resquemores femeninos.

Tiéndete tú con tus gotitas de rocío
y ásete bien de mis pupilas,
mientras la luz esperpéntica
se extingue.

Sigilosas se acurrucan nuestras sombras,
nimias figuras quebradizas.

Respírame tú, mujer reflejo,
porque mis palmas ciegas no te encuentran
y regresan vacías a mi cuerpo.

Aliméntame tú, Antípoda,
mis tobillos se enraízan en la tierra,
víctimas conscientes de tu trampa.

Presa
tuya en tus jardines.

 

Caracola 

Déjame dormir, mujer
sobre tu pecho.

No me preguntes nada.
No me digas nada.

Sólo déjame cerrar los ojos.
Allá afuera hace frío
y no quiero salir.

Como si no te lastimara,
como si no hubiese cambiado nada.

Sobre tu pecho no has de notar
que sigo rota, quebrada, partida.

Que traigo la cabeza anudada a los pies
y las tripas de fuera.

Que por mis orejas pasean las olas del mar
y que de mis manos penden sílabas inconexas.

Que me retraigo, caracola sin casa.
Huérfana, hueca, trashumante.

Déjame habitarte
un instante. Un momento.

Arañas 

Seguíamos abriendo heridas
en el cuerpo de la otra,
en la mente de la otra,
en las frases que hilvanaba
la otra en una conversa cualquiera.

Seguíamos tendiéndonos trampas
con las manos atadas por detrás
y por delante dos sonrisas inocentes.

Nuestras sombras seguían acariciándose
y nuestros pasos continuaban
estorbándose.

Estábamos allí cual arañas,
ambas caminando cuidadosas,
alertas de las vibraciones,
pendientes de la presa.

Seguíamos allí, avanzando
en círculos concéntricos
con las patas aferradas
a los anillos de tela.

Seguíamos allí, cuidando
que la otra no cayera,
defendiéndole al andar
de su salida
sin darnos cuenta
que nuestras finas patas
formaban una elipsis ya.

Ruta 79

Ruta 79

Por Jorge Alberto Vázquez Rodríguez

Salgo de mi casa con tiempo suficiente para dedicarlo a cualquier entretenimiento, como observar al polluelo recién eclosionado en el nido que una paloma torcaz construyó en la palmera de mi patio, también disfruto las sorpresas que distraen. Camino hasta la esquina donde aguardo el transporte público, ese lugar se ha convertido en sala de espera al aire libre. Puedo darme el lujo de elegir la combi de mi agrado para hacerle la parada y subirme. Dejé pasar dos, el tres es número primo, impar o non, quizá simplemente porque la tercera es la vencida. Hice una seña al conductor. En el asiento que está de espaldas a él había un lugar entre la puerta y una persona a la cual le pedí recorrerse un poco; mis muletas justifican mi solicitud. El pasajero hizo un espacio para que cupiera, me senté, la puerta se cerró y todos avanzamos.

Con casi dos meses de retraso, la primavera ha llegado a las calles, hoy floridas y perfumadas. Desde temprano mucha gente las invade: hombres y mujeres que van, vienen, pasan o se quedan un poco más.

De pronto, uno de mis compañeros de asiento se halló apretado y decidió buscar un lugar cómodo. Imaginé que, si fuéramos microscópicos, esto sería un desorden molecular. La entropía me obligó a percibirme dentro del vehículo. El ambiente ya no era fresco, ahora el sol me llegaba filtrado por un vidrio, inclusive mi olfato había reaccionado porque ya no olía fresco. En cuanto vi al pasajero, ignoto hasta ahora, abandonando el sillón que compartíamos sin vernos, comprendí por qué su gran cuerpo estaba presionado.

Lo seguía con la mirada, pero me detuvo un rojo que estaba en la calle. Desde que recuerdo, en estos días las banquetas se ven con montones de rosas rojas y girasoles, flores aún, pero muertas desde hace tiempo. Es curioso que se demuestre amor con un espejismo, con algo sin vida.

El mancebo que se cambió de lugar quedó frente a mí y pude verlo con descaro imperceptible, gracias a mis lentes oscuros. De pronto, abrió la mochila que descansaba en sus piernas y sacó un libro; en ese momento mi apreciación fue diferente, ahora empezó a resultarme atractivo e intrigarme la curiosidad de conocer el título de su lectura. No dejaba de verlo sabiendo segura mi imprudente mirada tras estas gafas de sol. Automáticamente me recordé hace más de veinte años.

Las expresiones en su rostro cambiaban en sincronía al texto, al igual que el movimiento de los ojos, a veces veloz y otras más lento, también la celeridad de la boca; el clima de esta estación y el brincoteo de la camioneta hacía más seguido el acomodo de gafas, un movimiento casi mecánico. Su complexión era gruesa, no obesa, el cuello anunciaba una piel de textura tersa y suave, bronceada por el sol del caribe; imaginé el olor en su entrepierna y esos labios siendo avasallados por mi… No soy el único con imaginación lúbrica, ese otro par de anteojos polarizados y esa apenas perceptible erección lo confirman. De repente, el efebo levantó la vista, gritó al conductor mientras guardaba el libro, tomó sus muletas y bajó veloz de la combi. No supe el nombre.