Por Ailton Téllez Campos
El olor rancio de las frituras y el rechinar de los botones nos envolvía mientras jugábamos una ronda de Mortal Kombat. Una vez que terminamos de jugar, mi amigo agarró de entre la basura acumulada en el fondo de su mochila, un Walkman que había adquirido de segunda mano en un bazar; a la carcasa azul le faltaba viveza, sin embargo, seguía funcionando. Para comprobarlo, del clóset de mis padres tomé a escondidas una caja de madera donde el viejo conservaba recuerdos de su juventud, entre ellos, unos cuantos casetes.
Cuando aprendimos a usarlo correctamente, esperábamos cada quien su turno para utilizarlo, mientras unoveía al otro mover la cabeza con los audífonos puestos. Al percatarse de que el cielo estaba oscuro, mi amigo volvió a guardar el Walkman en su mochila y chocamos los puños sabiendo que al otro día en la preparatoria seguiríamoshaciendo lo mismo durante los recesos. Así fue por un par de semanas, hasta que una tarde se le olvidó que lo había dejado en mi casa.
El acné desapareció. Cursando la universidad nos seguíamos reuniendo en mi casa para platicar, pero cierta distancia nos hacía ver cada vez más como dos extraños entablando una conversación por primera vez.
Años más tarde, me asombra que, al día de hoy, la carcasa siga manteniéndose intacta, exceptuando una que otra rayadura. Desafortunadamente, el mecanismo no soportó la batalla contra el tiempo.
El tiempo y los mecanismos de nuestras memorias. Un cuento de ida y vuelta.