Por Fabiola Hernández
Me asusta parecerme a mi padre en algo más que en la piel o en el cabello; mi piel, un disperso mapa que he llenado de cicatrices cuando la espuma de mi espejo no podía borrar el dolor; mi cabello, el contacto con las nubes que me gusta cortar por el placer de volver al suelo. Sin embargo, además de mi rostro femenino que en ocasiones repite una escena rilkeana y se queda entre mis manos, también porto, por mucho que me asuste, sangre densa que me impide hablar y me empuja hacia el subsuelo.
Ahí entonces brota mi voz: su aspereza masculina cubre de tierra mis ojos, y de pequeñas flores blancas los recuerdos de mi infancia.
Estas imágenes son la herencia de la sombra por la que estoy aquí, la sombra de mis padres. Tan luminosa como incurablemente oscura, femenina y masculina, una tumba sobre mi cuerpo vivo y una inocencia animal incansable.
Se podría decir que esta sombra no es completamente ni la presencia ni la ausencia de hechos, situaciones o vivencias en la realidad, sino quizá, parafraseando a Leonard Cohen, la materialización del mundo en la carne, es decir, en una cicatriz que llamamos ‘yo’. Y luego, una interrogación a lo invisible o la persecución eterna de una estación fantasma entre el ser y la nada.
En los últimos días he estado escuchando “Un hombre rubio” de Cristina Rosenvinge y me parece encontrarme con ella en un viaje hacia un lugar espectral y remoto, cuyo origen es la figura de nuestros padres y el destino, la renuncia a ella. El disco analiza el atavismo paternal, e incluso patriarcal, desde una visión integral, es decir, de la parte por el todo y viceversa; por ello la voz masculina y el nombre genérico del título, que me parece le dan un alcance muy profundo.
Con ello Cristina logra tocar un punto que solemos desterrar de nosotros porque quizá naturalmente tendemos hacia lo luminoso, hacia la seguridad y hacia lo concreto. Buscamos la tierra por las flores, pero no nos gusta ensuciarnos. No nos gusta saber que llegaremos a comprender a nuestros padres algún día; queremos con todo alejarnos si su presencia ha sido negativa en nuestras vidas.
Por eso digo que me asusta parecerme a mi padre en algo más que en lo físico aunque lo que tengo de él sea mucho más, cuestiones tan simples como mi inclinación hacia el silencio se han vuelto trascendentes y tan negativas como positivas. Precisamente este tránsito entre estados diferentes es lo que nos hace ser capaces de movernos y avanzar abarcando visiones distintas a la de un solo ‘yo’ y un tiempo rígido como una carretera.
Incluso la estructura del disco me hace pensar en que la propuesta de replantearse un orden distinto va mucho más allá del simple cambio de ciclos, pues crea un espacio similar al de un grabado de M.C. Escher, como una dislocación del mundo. La canción de inicio “La flor entre la vía” lo ejemplifica a la perfección, sí, un inicio desde el final, pero además desde abajo porque la flor que nace atraviesa la vía en un sentido distinto al de la naturaleza de ésta.
También creo que esa imagen es significativa por nuestra naturaleza terrenal que tiende hacia el cielo, no obstante estemos anclados al mundo por fuerzas intangibles. Mi cabello crece buscando el suelo y yo le impido alcanzarlo aunque con ello también me aleje de las nubes; afortunadamente por más que lo corte volverá a crecer y yo empezaré de cero cada vez que sea necesario.
Mi afán con todo esto es tan claro como una cortina de gasa, busco el estambre de la flor y su encuadre con el exterior; como Cristina, respeto el legado de renuncia de mi padre y sin embargo, quiero la plata de una lágrima que cae hacia arriba, tiempos y espacios circulares paralelos que atraviesen el concreto de mis tumbas y me hagan comenzar el viaje siempre, no importa cuantas veces lo repita, siendo la flor entre la vía.