Por Kalton Bruhl
La escena parecía sacada de una comedia ligera: un obeso sacerdote avanzando a grandes zancadas mientras se recoge la sotana con ambas manos y mantiene un enorme paraguas bajo el brazo. Algunos metros atrás, el monaguillo, cargado de libros y papeles, se esfuerza por no quedar rezagado.
El crimen parecía implicar a cierto personaje allegado a la familia real, así que la sala del tribunal estaba tan atestada como una lata de sardinas. Entraron cuando estaban por finalizar los interrogatorios de los testigos.
La noche anterior, después de tres días de largas meditaciones, había logrado resolver el crimen. En el momento en que se disponía a alzar la voz, una ancianita se acercó al estrado, causando un gran revuelo.
La anciana, bajo juramento, expuso, una a una, las mismas conclusiones a las que había llegado el sacerdote, demostrando la inocencia del acusado.
Al finalizar el juicio, ambos se encontraron a las puertas del tribunal.
–¡Padre Brown! –exclamó la anciana–. ¿Qué hace por acá?
–Recibí una llamada del arzobispo –mintió– y, antes de visitarlo, decidí entrar.
Dio la vuelta de prisa. Lo último que deseaba era ver la maliciosa sonrisa en el rostro de esa condenada miss Marple.