Por Eric Luna
Una noche de enero del 2020, en el interior de “La 72”:[1]
–Ya son las ocho de la noche y no han llegado tantas personas a la casa –pienso, mientras reviso las tablas de registro en la computadora–. ¡Qué raro!, ayer a esta hora ya habían llegado más de cuatro personas; Mathilde y Sandrine estaban tan atareadas que en un momento tuvimos que relevarlas para que no se estresaran tanto. Al fin, la labor de entrevistar y registrar a quienes llegan a “La 72”,[2] es en ocasiones agotadora, más ahora que llegan las caravanas.[3] Creo que todo lo que hacemos los voluntarios es cansado, pero en particular esto.
[Se escuchan ruidos en la entrada de la casa]
–¡Bueno, ahora sí, tenemos trabajo! –me estiro y levanto de la silla en que estaba. Debo dar la plática de bienvenida y Miguel (el otro chico que le tocó conmigo hacer el registro) salió a cenar algo–. […] bueno, como ya les expliqué –me dirigí a quienes habían llegado, casi todos hombres, algunos niños y un par de mujeres– para que puedan pasar a hacer uso de la casa primero debo registrarlos, así que les pido que, para avanzar rápido, vayan sacando su identidad[4] o la copia de ésta o algún documento en donde se vean sus datos ¿vale? Y pues, paciencia: lo haremos lo más rápido posible, en un momento vendrán más compañeras voluntarias a hablar con todos. Bueno, ¿quién primero? –volteo a mirarlos– ¡Usted! venga, vamos pues –me encamino con el señor que había alzado la mano–.
Nos sentamos: el espacio de registro a “La 72”, es un pequeño cubículo en donde bien cabemos sólo dos personas y el equipo de cómputo sobre una mesa, así como un ventilador empotrado casi en el techo. […] –comenzamos: ¿cómo se llama? –le pregunto al señor, del cual, preguntas más adelante, confirmaría: de cuarenta y tantos años, de oficio agricultor y que no habían pasado más de 48 horas desde que llegó a México, entre otras cosas.
Florencio “N” –me responde con la voz muy baja, pero sin dejar la gravedad de su gesto–. Muy bien Florencio, oye: yo sé que es una pregunta algo tonta, pero: ¿puedes regresar a tu país de nuevo? –le hago una de las tantas preguntas del registro. Entonces noto que su mirada se dirige al muro y más con las yemas de los dedos que con la palma, presiona sus párpados.
–¡No, no puedo! No sé cómo, pero tengo que llegar al norte. ¡Lejos, lejos de aquí! Aquí podemos estar la noche, ¿verdad? –me dice algo preocupado–. ¡Claro! Aquí puedes descansar, pero ¿viene alguien más contigo? –le cuestiono al escuchar que habló en plural–. ¡Vengo con mi hijo, el más pequeño! El que me queda.
En mi falta de pericia, sólo atiné a preguntarle –¿Cómo que el único? A partir de este momento, el relato de Florencio fue una carga de emociones muy fuerte:
–Hace una semana, en el pueblo, llegaron y me pidieron dinero; ¡viera que trabajo nos costó poner la tiendita! Casi ni teníamos nada, allá en el pueblo no hay mucho […] como no les di nada, me mataron a uno, al grandecito (de sus hijos) tenía 17; luego, fueron a la casa y se llevaron al otro, en la noche. ¡Ay! Ya no sabía qué hacer y hace días, –suspira y cierra los ojos– me lo aventaron ahí en la puerta. Desgraciados –solloza–. […] entonces le dije a mi señora: vámonos. ¡Vámonos! No quiero que me quiten al más chiquito. Mi hermana está en Monterrey, allá vamos. Mi señora se quedó en Guatemala, pero no vamos a dejar que se lo lleven.
[Florencio ya no pudo contener las lágrimas]
Me levanté y le puse la mano en el hombro: realmente no sabía qué más hacer ante una situación así. Le invité un poco de café y terminamos la entrevista, no sin antes hacerle mención de que mañana temprano debe pasar con la abogada de la casa[5] para platicar sobre la posibilidad de solicitar refugio para él y su familia […] desde esa noche, pude verle con su hijo, un niño de unos 11 años aproximadamente, al cual no dejaba y se notaba cómo lo cuidaba. Iba con ellos, otro chico de unos veinti tantos que resultó sobrino de Florencio.
Habrán pasado unos tres días desde que registré y conocí a Florencio. Él ya había pasado con la abogada y al parecer le estaban ayudando con la solicitud de trámite de refugio. –¡Buenos días! –me saluda desde una mesa: era la hora del desayuno–. Buenos días, Florencio, ¿cómo van? –le regreso el saludo–. Pues todo bien, oiga: ¿y cuándo pasa el tren? Me dijeron que no ha pasado –me pregunta mientras sorbe la sopa–. Pues creo que pasó temprano, antes que llegaras a la casa –le respondo–. ¡Ah mire! Es que estaba viendo irme, yo sigo con miedo y no quiero que le hagan nada –haciendo alusión al niño–. No, pues ya estás tramitando el refugio, ¿no? –le pregunté–.
[…]
Hoy por la tarde, cuando regresé a la casa (había salido a hacer mi despensa), me encontré a Florencio afuera de la casa solo y con los ojos muy irritados. –Pero ¿y ahora?, ¿qué pasa? –le pregunté tratando de no parecer sorprendido–. ¡Ya se fue!, pasó el tren y lo subí con su primo; allá en Coatzacoalcos los está esperando una tía –me respondió mientras se sentaba en una piedra, de las muchas que hay en el camino a la casa–. ¿Cómo crees?, ¡si está bien chiquillo! –no pude evitar preguntar y casi, reclamarle–.
Sí, lo sé, lo sé: yo lo cargué y lo subí al tren. Le agarré sus manitas y le pedí que se agarrara fuerte –me decía mientras, hacía movimientos con sus manos como si recreara la escena–. Es el único que me queda, yo le dije que lo iba a cuidar y es lo que hago. Ya mi corazón no puede más, ¡a mí que me hagan lo que quieran!, ¿pero al niño? ¡No! Ya no… me duele saber –decía todo esto y las emociones se revolvían–.
En el silencio entre todo el murmullo de este espacio que es lugar de llegada y tránsito de personas que migran de manera irregular desde Centroamérica, pensaba en lo difícil que es ser padre en una situación así; lo que hizo Florencio ¿fue un acto de amor o es sólo una actitud egoísta que se tomó en un contexto de riesgo? El amor de Florencio como padre le hizo tomar una decisión con la cual busca la sobrevivencia de aquello que es el depósito de sus esperanzas o es que, ¿este mismo amor lo cegó y así consideró que nadie más que él, sabe qué es lo mejor para su hijo?
Amor filial, amor de familia. Todo el bagaje teórico sobre el amor podría caer ante algo como lo que veo ahora. ¿Es amor? ¿De verdad es amor esto? –me preguntaba mientras Florencio seguía sentado y al parecer ya se había tranquilizado–. Y bueno, pues ya: ¡se fue! –le dije–. Y así, mientras Florencio se volvía a erguir con ese semblante duro, de alguien que ha trabajado de sol a sol y ha tenido una vida difícil me dijo, casi susurrando, como hablando para sí:
[…] –le dije que lo quiero. Se fue el tren y el gritó: ¡te quiero! No escuché más por el ruido de la máquina.
NOTAS
[1] El siguiente relato etnográfico es parte del diario de campo con el que se ensambló la tesis de maestría: Actor -red, espacio social y migración irregular en tránsito por México. Etnografía del Hogar Refugio para Personas Migrantes: La 72. Una casa de migrantes en la frontera sureste, presentada en octubre del 2020, como parte del programa de posgrado en Ciencias Antropológicas de la UAM-Iztapalapa. Actualmente, sigo la labor etnográfica en el Doctorado en donde me centro en espacio social, cuerpos y emociones, y migración transnacional.
[2] El Hogar Refugio para Personas Migrantes: La 72, es una casa de migrantes localizada en la frontera sureste de México con Guatemala, concretamente en Tenosique, Tabasco; la única casa de migrantes en esta parte del país, se ubica a casi 70 kilómetros de distancia entre El Ceibo y la mencionada. Para razones prácticas, me refiero a este espacio como “La 72” o la casa de migrantes. Es en este espacio en donde he colaborado como voluntario en varias ocasiones.
[3] La etnografía se realizó en el contexto de la última Caravana migrante del año 2020, justo antes de la pandemia por coronavirus.
[4] Identidad: la identidad es la credencial de identificación oficial en países centroamericanos. Es similar a la credencial de elector que proporciona el Instituto Nacional Electoral (INE) en México.
[5] “La 72”, como varias casas de migrantes tiene áreas de atención profesional siendo una de estas el asesoramiento humanitario y jurídico, el cual regularmente se centra en apoyar y acompañar a las personas migrantes que desean hacer una denuncia (por algún crimen que hayan padecido) o de asesoramiento en la solicitud de refugio o visado humanitario.