Por Hugo Díaz
Desde la cama lo vio cruzar la puerta, mastodóntico e insustancial a la vez. Daba el efecto de los recuerdos. Mateo soltó la poca leña que había encontrado y cerró la hoja de madera con llave y gancho de hierro como si el viento de afuera se hubiera envenenado. Con languidez, pero sin tristeza, dijo que ya estaba encima de ellos. Los meteorólogos aseguraban que la lluvia intensa duraría entre diez y doce días. El cambio climático ya no era sorpresa ni provocaba consternación, la noticia se generaba en el tiempo que persistiría la sequía o los aguaceros.
La pequeña cabaña se encontraba en una abrupta ladera que, mirada con distancia, era el simulacro de una nube estática, grisácea y espesa enmarcada en un elevado desfiladero. Ana, reclinada sobre algunos almohadones, tampoco experimentó aflicción alguna cuando Mateo anticipó lo inevitable. Sólo se tocó el vientre con requiebros y sonrió tratando de amplificar el sentimiento. Él captó los movimientos de ese silencio y se acercó a ella, le susurró que después de la tormenta estarían en un lugar mejor y más espacioso. La hambrienta salamandra que tragaba leña sin parar estaba a corta distancia de la cama, y detrás de ellos, una diminuta ventana que no se abriría hasta que se manifestaran los primeros rayos de un sol crudo y sonrosado. Para llegar al baño había que rodear la mesa con las dos sillas. De a poco, el crepitar de la estufa fue absorbido por el ruido marcial de la lluvia golpeando la cabaña. Mateo miró el reloj del celular sin cobertura, era para lo único que servían los teléfonos hasta que pasara la tormenta. No era tarde, pero se acostó junto a Ana y fue durmiéndose respirando el vapor del aguacero.
Lo primero que vio Ana al despertar fue a Mateo haciendo café y tostadas encima de la salamandra encendida. Se abrigó y caminó al baño. Al regreso preguntó cómo se llamaban los rayos solares que atravesaban las nubes. Él, alcanzándole una tostada con mermelada, respondió que solían denominarse rayos crepusculares y se hacían visibles debido a las partículas de polvo o agua, dando un efecto de rampa. Ana creía recordar que también tenían una connotación religiosa. En su juventud, obedeciendo al mandato familiar, sus padres católicos practicantes la metieron a estudiar Teología, aprendizaje que se esforzaba en olvidar. Dijo que había soñado con esos tubos lumínicos que llegaban hasta una laguna de aguas quietas y escuchaba como si granos de maíz ascendieran por ellos petrificando lentamente el agua amarronada; Mateo contestó que el ruido de la lluvia seguramente había influido en sus sueños. Mientras que ella bebía el café y el suplemento vitamínico, él se reclinó en la silla, tomó el libro de medicina y empezó a leer.
Cerca del mediodía, Ana dejó la revista de moda a un costado de la cama y se acercó a Mateo que empezaba a cocinar. Tomó el cuchillo y corrigió los movimientos para cortar los trozos de zanahoria y apio, él la dejó hacer, se secó las manos y de una mochila negra sacó una fotografía. En ella había un chico de pelo rizado, pecho potente, con una rodilla levantada y expresiones solidificadas a la urgencia; su mirada se fijaba en una pelota de futbol suspendida en el aire. Se la enseñó a Ana que, pletórica, describió la sonrisa angelical y el semblante cándido del púber, honrando no sólo a su pareja sino también al bebé que esperaba. Él le habló del momento de la captura de la foto y ella experimentó un pasado común que los unía aún más.
La quinta noche de lluvia la despertó el mismo sueño de los rayos crepusculares emitiendo un escandaloso sonido de maíz ascendiendo, y sumado al vértigo de los ojos abiertos en la oscuridad, hizo que se pegara más al cuerpo de Mateo, quien al poco tiempo se levantó sigilosamente sin que ella lo notara. De uno de los bolsillos de la mochila negra sacó un paquete de cigarrillos de diez que sólo contenía dos. Tomó uno y lo olfateó deseoso. Miró la estufa encendida por unos segundos y dejó el tabaco en su lugar.
Días después Ana aguantó algunos dolores mientras Mateo recordaba las vacaciones de años anteriores en el bosque, en pleno temporal de nevadas. Aquella cabaña era más grande y tenía una ventana donde los amaneceres se reproducían, en primera instancia, azules de llamas de gas, para tonificarse en celestes diáfanos. Una mañana, mientras ella dormía, había visto un ciervo algo famélico que al parecer buscaba comida. Había salido y lo había seguido hasta un claro donde el animal se detuvo a comer hojas verdes y fuertes. En ese momento, numerosas águilas habían atacado al distraído animal dándole muerte en corto tiempo. Evocó que sólo había podido retroceder y mirar desde lejos ese reclamo de dominio de las especies en el desorden ecológico que estaban viviendo. Ana mencionó que ese día lo había visto entrar raudamente y con los gestos como paralizados, fumando. Y preguntó si tenía deseos de fumar, sabía que desde que lo dejó de vez en cuando encendía uno a escondidas. Él lo negó con la cabeza y le recomendó que se fuera a la cama a descansar, pues se hacía tarde.
Despertar fue como si la realidad se hubiera amontonado súbitamente en la mancha de sangre de las sábanas que tenía entre las piernas. El dolor punzante la hizo lanzar quejidos finos, incompletos y verticales. De un salto Mateo se incorporó y encendió todas las luces. La examinó y rápidamente dijo que debía llevarla al hospital, en la cabaña no tenía cómo tratarla. Ella se negó diciendo que estaría todo inundado, podía esperar un poco, estaban en el décimo día, la lluvia cesaría en cualquier momento; pero él se vistió y, con voz endurecida, prometió que volvería pronto y con todo lo necesario.
No tardó en experimentar la piel tensa y ardiente. Los dolores se intensificaron. Percibió la luz de los faroles cruda y acuosa que aparentó neutralizar sus movimientos. Dejó de sentir el peso del vientre, todo se volvió volátil. Imaginó a Mateo abriéndose paso entre desaforados animales hambrientos. Se secó las lágrimas con las sábanas. El silencio pareció caer del techo. Pensó que la lluvia por fin había cesado. La tranquilizó escuchar la voz blanda de Mateo como un sueño débil o un recuerdo. Al instante, un ruido de maíz ascendiendo la entumeció, y el dolor y la respiración se detuvieron.