Por Miguel Ángel Acquesta
No es que yo pierda todos los recuerdos,
es que recuerdo lo que a nadie le importa.
El mundo iluminado. Ángeles Mastretta. 1998.
Buenos Aires, otoño de 2018
Era un tiempo difícil para Manuel. Hacía ya algunos años había dejado la actividad académica o tal vez la actividad académica lo había dejado a él. Con bastante tiempo libre, por primera vez en su vida, retomó un viejo amor: escribir. Llegó a publicar dos libros de cuentos, los que tal como era de esperar, no tuvieron impacto alguno en el mundo literario. Hay ya demasiados libros y poca gente para leerlos. Desde varios meses atrás intentaba escribir una novela, cuya acción situó en un periodo de oro para él, los setenta.
En ese proyecto se le personificó algo que ya lo venía acompañando desde hacía algunos años y que prefería ignorar. Cada día le costaba más encontrarse con los recuerdos y también con las cosas. Olvidaba desde cómo se llamaba el bar donde se reunían casi todas las tardes en aquella época o el nombre de algunos de los amigos que serían los personajes de la novela, hasta dónde había dejado el dispenser para el jabón líquido o las llaves de la cochera. Las cosas aparecían en lugares inesperados. Un paquete de galletitas en el cajón de los cubiertos. Un libro en el cesto de la ropa sucia. Los nombres se evaporaban de su cerebro en el mismo instante en que los iba a poner en palabras. Sabía de quién se trataba, incluso podía visualizar el rostro, pero no había forma de poder pronunciar su nombre o apellido. La técnica de Freud de la asociación libre para recordar nombres olvidados, que alguna vez usó, ya no le era útil.
Se iba hundiendo en una incierta nebulosa que de a poco lo cubría. Prefería pensar que perdía las cosas porque ya no veía tan bien como antes y además su cuerpo no respondía a las necesidades de la búsqueda de los objetos que, en su maldad intrínseca, se empeñaban en esconderse. Que al no tener que preparar las clases, como había hecho casi toda la vida, había dejado de entrenar su mente y ese era el resultado. Bastaría con ir a resolver crucigramas a los bares como hacían otras personas de su edad para superar la situación. En momentos de lucidez agradecía estar jubilado y no tener justamente que preparar clases, ¿cómo haría para desarrollarlas si ya no recordaba el nombre de casi ningún autor? Estar desbarrancando, cada vez a mayor velocidad, en dirección a un universo de desconocidos y olvidados le provocaba demasiada angustia como para prolongar esos momentos de lucidez.
Hacía semanas estaba tratando de escribir un capítulo de la novela. Luchando minuto a minuto para poder sacarle sucesos y nombres a la memoria endeble o tal vez tan poderosa que se los quería quedar todos para sí. Peleaba, palabra por palabra, para rellenar lagunas cada día más extensas. El capítulo se basaba en un hecho real. Un atardecer de primavera todos los personajes se reunieron en la estación Martínez del Ferrocarril Mitre. Subieron esperanzados en el último vagón del tren que iba hacia Retiro. Ellos querían llegar al Hipódromo de Palermo, cercano a la estación, que gracias a Google recordó se llama Lisandro de la Torre. Iban a jugar un caballo en fija. El hijo del remisero cuyo nombre no recordaba, el Chino, Pachi, uno de los yeseros del que tampoco podía recordar el nombre y algún olvidado más, sostenían que no podía perder. En realidad, medio Martínez lo tenía en fija.
El vareador de los Giovanetti, un jockey fracasado, que no había llegado a salir de la categoría de aprendiz, pero que por ser muy buena persona y leal, era el vareador oficial de los hermanos Giovanetti, no podía parar de decirle a todos que ese sábado él iba a correr uno que no podía perder. Era feliz. ¡Iba a cruzar primero el disco haciendo postura en el Hipódromo de Palermo! Ganaría por fin una carrera oficial. Reía feliz por el barrio luciendo su raleada dentadura. Todos lo querían y todos iban a hacer fuerza por él. No era necesario tal apoyo, el caballo andaba tan bien que Juan Giovanetti les había pedido a los propietarios, justo los Martínez de Hoz, que se lo dejaran correr a él, a modo de premio. Y don Alfredo había aceptado. Pero Manuel estaba trabado totalmente en la escritura, ya que el vareador oficial de los Giovanetti, el flaquito de pelo castaño lacio, el que siempre sonreía, con el que se cruzaba a cada rato en el bar por las calles del barrio o en el Hipódromo…
Sí, el personaje del cuento era…Nomeacuerdo. Días y semanas enteras dándole vueltas al asunto y no había forma de rescatar ese nombre de la nada para seguir adelante con el relato. Google, el salvador de los desmemoriados, no era de ayuda en esta ocasión, el hecho había sucedido entre 1972 y 1974 y ni en la página del Hipódromo de Palermo había registro de carreras comunes de esa época. Y allí estaba, frente a la computadora, trabado, peleando contra las faltas, mientras se perdían cosas, recuerdos y personas. Luchando para no perderse él mismo junto al vareador, las llaves, el hijo del remisero y el nombre de ese político.
El caballo efectivamente ganó, vino siempre sobre la carrera y, a poco de entrar al derecho, tomó a media cancha y pasó de largo. Llegó al disco tres cuerpos antes, con el vareador Nomeacuerdo mirando hacia las tribunas, con su sonrisa desdentada y el corazón que le explotaba de alegría. Flotaba la chaquetilla rosa con mangas negras del Stud Comalal. Toda la barra de Martínez festejaba gritando y abrazándose en la Tribuna Popular. Los Giovanetti lo iban a buscar a la redonda para la foto. Alfredo Martínez de Hoz no estaba en el hipódromo. Y el caballo, que después ganó cinco carreras, se llamaba Sin Olvido.
*Como no podía ser de otra manera, según investigaciones posteriores el jockey Nomeacuerdo se llamaba Barrera.