Por Ale Montero

La observaba fijamente durante horas, se llamaba Rosa. Amó su fulgurosa piel que reflejaba límpida los penetrantes rayos solares. Todas las mañanas se levantaba para escrutarla, le acariciaba el cuerpo. Le preparó comida todos los días y en una ocasión la sorprendió con una serenata. La bañaba todas las tardes, dedicó su vida entera a ella. 

En su casa había platos rotos y ropa desperdigada sobre un suelo lleno de suciedad, únicamente salía a comprar regalos para ella. Sus vecinos se preguntaban si había renunciado a su trabajo, pues dejó de ser la persona sonriente que saludaba a todos al salir de su hogar. 

Cuando sus familiares fueron de visita, encontraron un altar dedicado a Rosa. Le suplicaron asistir a terapia, incluso consultar a un psiquiatra: no entendían cómo alguien podía enamorarse de una planta. Vieron aterrados cómo le acariciaba los pétalos, el tallo, las pequeñas hojas.