Por Belén Guadalupe Arroyo Quiles
Cuando niña, me enseñaron que mi sangre menstrual era sucia, maloliente y vergonzosa; diez años tenía cuando me dijeron que aquello que nacía en mí debía ser cuidadosamente ocultado y desechado. Descubrí que incluso con dolores, cansancio y miedo tenía la obligación de pararme frente a todos y fingir que nada ocurría.
Aprendí a odiar mi cuerpo por producir aquella suciedad, a odiar el dolor en mi vientre que me partía desde adentro como cuchillas afiladas, a odiar el olor de mi sangre, me enseñaron a odiarme, a rechazar ser mujer. Trece años tenía cuando le preguntaba a la vida ¿por qué no nací hombre?
El tiempo pasó, nada cambió por muchos años, cada mes sentía dolor y rechazo pero al mismo tiempo, cada mes la estrella más hermosa, mi cómplice y alma gemela, mi abuela, cortaba algunas hojas de sus verdes hierbas, las ponía en agua hirviendo y me hacía beberlas. Trago a trago sentía como la infusión de hierbas me acariciaba el alma, el corazón y el vientre, y sanaba mi útero. Me sentía amada y cuidada, creía que nuestro pacto de amor perduraría para siempre, éramos la una para la otra incondicionalmente hasta la eternidad.
Un día esa mujer mágica me regaló una copa menstrual, al principio era difícil de usar, un poco confusa; investigué mucho y escuché las experiencias de otras mujeres, ese fue el umbral de un nuevo ciclo en mi vida. Mi abuela sin darse cuenta, una vez más, me había regalado la sanación de mi alma y el camino a la resignificación de ser mujer, fue ahí cuando mi alma gemela sembró en mí una hermosa semilla que tiempo después de cuidarla florecería llena de vida.
Veintiún años tenía, cuando aquella estrella hermosa se perdió en la luz de un encandilante amanecer. La tristeza fue aplastante ¿y a dónde se iba nuestro amor si ella ya no estaba aquí?; ¿qué me quedaba de ella?; ¿cómo abrazar las cenizas de lo que un día fue?; ¿en dónde encontraría mi refugio si ella era mi hogar?
Fue justo ahí cuando conocí la fragilidad de la vida, la sutileza del dolor y mi parte más vulnerable; cuando las respuestas comenzaron a llegar eran difíciles de hilar, pero poco a poco mi búsqueda de la libertad me llevó a despertar.
Investigando para una clase que debía dar sobre antropología física, descubrí algo llamado ADN mitocondrial, que son básicamente los orgánulos celulares encargados de producir la energía en nuestro cuerpo, sin ellos no seriamos nada. El ADN mitocondrial se hereda clonalmente sólo por línea materna, es decir, que aquello que me mantenía en pie, la energía de vida, me la había regalado mi abuela. ¿Cómo la muerte iba a ser el final si literalmente el mismo ADN que corrió por sus venas estaba también en las mías? Pero eso no era todo, también descubrí que cuando una mujer nace su útero ya tiene todos los óvulos, así que las células que me conforman el día de hoy estuvieron y se crearon en el vientre de mi abuela cuando mi madre se estaba gestando. Al principio esa información fue asombrosa para mí pero no tenía más sentido que el biológico.
Tiempo después empecé a escuchar muchísimas experiencias de mujeres que utilizaban su menstruación para fertilizar las plantas, tampoco le di importancia hasta que un día mientras menstruaba, decidí tomar una ducha tibia, saqué la copa como de costumbre y al mirarla tan llena de sangre, por primera vez me pareció también sentirla llena de vida, tan roja y brillante, se veía hermosa. ¿Cómo iba yo a tirar mi propia sangre al desagüe? ¿Cómo lo había hecho por años? Si aquella sangre no sólo estaba llena de vida y nutrientes, también contaba una historia, contaba mi historia, era parte de mí, no eran desperdicios sino células, nutrientes, emociones, dolores, alegrías, ilusiones, era también la historia de mi madre, las memorias de mi abuela y las de todas aquella ancestras mías que vivían en mi gracias a ese ADN mitocondrial.
Comencé a relacionarme con las plantas, redescubrí y resignifiqué aquel hermoso y medicinal jardín que había dejado mi abuela; ella cuidaba de las verdes hojas que después en una infusión me sanaban el alma. Esa mujer hermosa había dado y dejado más vida de lo que yo habría pensado. Tomé mi sangre y comencé a nutrirlas al principio mi inocente intención era la de cuidar y mantener vivo ese legado de la mujer que yo más había amado.
Con el paso de los meses descubrí que al cuidar de las plantas y nutrir sus raíces, sin haberlo pensado, estaba también nutriendo mis raíces, me di cuenta que desde mi nueva relación con la tierra y mi sangre, donde antes había dolor y ausencia estaban resurgiendo el amor y la sanación, y las respuestas volvieron a llegar.
Las preguntas que me habían atormentado por meses, por fin se disiparon, nuestro amor no podría jamás extinguirse porque el amor a la vida nos sana. Cuando amé la tierra y sus raíces amé también mis raíces, mi cuerpo, mi útero y mi sangre, ahí me encontré y encontré mi hogar, yo era mi hogar. En el hogar que había construido con amor a mi sangre y amor a la tierra, habitaban también mi madre y su abuela, mi abuela y su abuela habitaban conmigo, todas mis ancestras. Entendí entonces que cuando honraba mi vida también lo hacía con su vida y sus pasos.
Las plantas se convirtieron en mis maestras, aprendí que su manera de sanar es mucho más sutil de lo que esperamos y más efectiva y amorosa de lo que imaginamos. Pasó el tiempo y también las estaciones, definitivamente las plantas que cuidaba con tanto amor, esmero y paciencia eran las mismas de siempre, las mismas que cuidó mi abuela, aunque siempre se adaptaron a su entorno, fluían suaves con las estaciones del año y las reconocí cíclicas.
Entonces al mirar mi sangre también me reconocí como una mujer cíclica, cíclica como las flores, cíclica como la luna, cíclica como la vida.
Aquella tristeza era cada vez más pequeña, el invierno estaba llegando a su fin; entonces un día el jardín reverdeció, parecía más vivo que nunca.
Con el jardín también reverdeció mi relación con mi abuela, ella estaba ahí en cada hoja, en cada flor, en cada raíz, estaba no sólo porque fue ella quien lo sembró y cuidó por años, también estaba ahí porque mi sangre es su sangre, sangre de vida y alimento de la tierra. Estaba ahí porque en el jardín encuentro consuelo y refugio. Entonces cuando me supe de nuevo amada, cuidada y refugiada esta vez por mí misma yo también reverdecí.
Reverdeció mi sonrisa, reverdeció mi corazón, y entendí que cuando la primavera llega a mí también llega a todas las mujeres que me precedieron, porque estamos conectadas, porque al final todas somos una y aunque mi alma gemela ya no está aquí en carne y hueso cada día me sigue enseñando cosas nuevas.
Así fue como la niña de diez años que rechazaba su sangre, la niña que fui se resignificó a sí misma, convirtió su debilidad en su fuerza y a partir del dolor pudo sembrar la semilla del amor y reverdecer en una mujer nueva, una mujer cíclica.
Y ahora cuando camino en la vida lo hago con la plena certeza y fuerza de que a cada paso que doy mis ancestras me acompañan, me sostienen, me respaldan.
Ahora me amo, amo ser mujer y amo a las mujeres que me precedieron.