Por David Arteaga Quintero
Eliza salió de su departamento hacia su trabajo. El viaje fue tranquilo y breve. Su trabajo no era encontrar la cura del cáncer ni mandar una sonda espacial, pero era igual de importante, pues ella atendía a víctimas de violencia familiar. Personas envueltas, por no decir secuestradas, por un amor que literalmente destruye y carcome, que transgrede hasta el alma y arranca las lágrimas. Parecen versos y metáforas de un poema, pero no lo son, se asemejan a una prosa dura y real, una narración que no aparece en cuentos, sino en reportajes de periódicos de nota roja.
Eliza llegó rápido y se sentó, intercambió tres puntos de vista con su vecino de escritorio, Jorge. El primero sobre la “vieja confiable” opinión del clima, el segundo sobre el incremento del precio del jitomate como toda una premio nobel de economía, y la última fue más bien una pregunta: ¿por qué el amor es así? No hubo tiempo para la respuesta, pues su supervisor había puesto sobre su escritorio el primer expediente del día. Era de una señora de mediana edad que recién había cumplido trece años de casada. Eliza pensó que estadísticamente el promedio de vida de un matrimonio en México era de trece años, la fecha de caducidad del amor.
El expediente contenía, entre otras cosas, fotos, testimonios de vecinos, reportes del oficial Perenganito y el teniente Merenganito y una contundente conclusión de un médico psiquiatra. Eliza se saltó todo eso para aterrizar en la declaración de la mujer, en la cual encontró algunas frases reiteradas como “no sé qué hacer para que cambie…. pedir ayuda no cambiará las cosas… me lo merezco… él estaba arrepentido…” etc. Pero una en particular le llamó la atención “mi marido me decía que lo nuestro era el amor o la muerte”. Se detuvo un instante, frunció el ceño y cerró el expediente. En ese momento se levantó y caminó hacia la cocineta de la oficina con el deseo de prepararse un café, mientras tanto una interrogante flotaba en su cabeza, no como una mariposa en armonía con el aire, sino como una avispa, zumbando y siendo disruptiva. ¿Qué tiene que ver el amor? se preguntó.
Eliza siempre se había sorprendido que la ciencia había canalizado todos sus recursos naturales, humanos y económicos en responder tres preguntas principales: ¿Existe Dios?, ¿Estamos solos en el universo? y ¿Para que la humanidad vino al mundo? Pero nunca había escuchado a científicos esforzarse por descifrar qué es el amor. No hay materias en las universidades sobre ese tema, no hay instituciones gubernamentales que contemplen departamentos destinados a ese fin y no había symposium nacionales para debatir sobre ello.
Mientras Eliza terminaba de preparar su café, vio venir la sombra de su buen amigo David, que se acercaba, justo para el mismo propósito que Eliza. Fue en eso que ella se interpuso y lo saludó –Hola Mr. D, ¿por qué te ves tan feliz? –irrumpió para saltarse los saludos convencionales–. David contestó con una sonrisa y posteriormente adornó con un comentario –Creo que como ayer, hoy amanecí más guapo, es mi maldición. Eliza, con mucha familiaridad, le regresó la sonrisa y arremetió con una pregunta
–David, ¿alguna vez has estado enamorado?
A lo que David le contestó en pose solemne –Carajo, todo el tiempo, ¿qué no sabes que el amor está en todos lados? –hizo una pausa y remató– amor por tu pareja, amor por tus padres, amor por tu mascota, amor por lo que estudiaste, incluso, amor por tomar un café.
Eliza, en ese momento se puso seria y le preguntó –Entonces entiendo que sabes qué es el amor.
David, se quedó inmóvil y recitó –Obvio no, nadie lo sabe, pero, ¿eso importa? Eliza se retiró dándole una ligera palmada de condescendencia en el hombro y dirigiéndose a su lugar pensó. –Claro que eso importa.
Eliza había pasado unas horas sentada en su escritorio sin abrir el expediente, lo único que hacía era golpear la pluma contra la mesa varias veces. Reflexionó en que la ciencia sólo había minimizado el concepto del amor a un proceso biológico-evolutivo cuya única función era la conservación de la especie, y por medio del cual, las sociedades aseguraban los vínculos psicológicos entre los individuos, es decir, el pegamento social. Dicho pensamiento fue rebanado por los perdigones de haces de luz que atravesaron la oficina desde la ventana poniente del piso y se posaban en el escritorio de Eliza. En ese momento se dilataron sus ojos, no por la tintineante luz, sino por la epifanía que estaba teniendo. Volteó al cielo y susurró –claro, esto no puede explicarse con la química de las hormonas, ni con los histogramas estadísticos basados en probabilidad, y mucho menos con el bombardeo cultural de caricaturas restregando la idea del príncipe azul; tiene que haber algo más, algo que está más allá de la razón. El destino, concluyó.
La desprestigiada metafísica que no te puede otorgar lógica alguna, pero, a cambio, te otorga la magia en los aromas de las delicadas flores y en el coloso movimiento de los astros. A Eliza le vino la idea de Fe, después de todo, en la biblia, Jesucristo, fue crucificado y sacrificado por un acto de amor, un amor a la humanidad, la historia de amor más conocida del planeta.
Ya era tarde, Eliza había leído y releído el caso, hablado y consultado con el personal calificado de su división. Mañana llegaría el momento de la entrevista con la víctima, su única oportunidad para conseguir la aceptación de iniciar un proceso judicial, la mecha por la que el engranaje de la Ley se encienda. Pensaba que todas estas reflexiones le ayudarían al momento de entrevistar a la víctima. Cuando llegue el momento no habrá lugar a dudas, tendría que ser empática y al mismo tiempo contundente; con conceptos sencillos pero al mismo tiempo reveladores, ser cariñosa para que se abra y al mismo tiempo mostrarse decidida para que se sienta protegida.
Desgraciadamente para Eliza, no se sentía ni empática ni contundente ni cariñosa, pero, eso sí, decidida. Hasta ese momento el concepto de amor, explicado por la ciencia, no la había convencido, pero el ideal de la religión del amor le había vibrado el alma. Eliza recargó sus codos y cruzó los dedos, mordiendo ligeramente su mano derecha y pensó –¿Siempre las cosas se dividen en extremos? ¿Siempre es blanco o negro? ¿O eres políticamente de izquierda o eres de derecha? ¿Se debería pelear sin tregua la ciencia y la metafísica? ¿Todo se reduce a amar o morir?
Eliza salió del trabajo a su departamento, esta vez, era un viaje largo y agitado. Abrió la puerta del departamento con un movimiento autónomo de su muñeca. En ese momento estaba tan cansada que decidió sustituir la cena por unas horas más de sueño; así que se dirigió directamente a ponerse la piyama. Recostada y con la conciencia entre despierta y dormida, se percató que hay un punto medio, una disciplina que siempre ha existido, conviviendo con la ciencia y la religión, desde hace miles de años. Una disciplina que se da en las universidades más prestigiosas y se crean departamentos gubernamentales para investigarla, le otorga la magia a nuestras vidas, no sólo a las flores ni a los astros, sino a la misma existencia humana.
Eliza se levantó segura de una cosa, que en su entrevista hablaría de una cosa, y sólo una, la única forma de entender e imaginar lo que es el amor. El amor es arte. Una figura atemporal que no es propiedad de la razón ni de la religión, pero al mismo tiempo las exalta. El amor no es una fórmula ni tampoco una fuerza divina. El amor se explica con la música, el cine, la escultura, la pintura, la poesía, la danza y por qué no, con una narrativa de tres páginas.