Por Ricardo Hernández Vázquez

Hagamos una óptica construida de alcachofas y faroles de luz mercurial,
con el sonido del agua ligera corriendo
en el punto central de una calle oblicua,
para quebrar las palabras de Jacinto
en cientos de manifiestos ensordecedores.
A una canción fatigada, quitémosle su aliento de mares andados,
de plumas y de cuerdas para romper el ruido y señalar.
Ya basta de sonrisas de mazapán en el corte de una cebolla blanca,
de los sacrificios en semáforos con tráfico y fuego.
Haremos con todas las manos
un manantial de credos hedonistas
para vencer el miedo de concretar
la simple ocurrencia de los brazos,
sujetos a ellos mismos y a su jovial entendimiento.
Hagamos brotar la pauta de los silencios bajos,
llenos de paz de muerto
y bosque emancipado
a la luz de estrellas con galaxia vieja.
Y por cada lamento que se deshaga
jugaremos debajo de nuestras propias faldas y mentones
a las escondidas con gritos y señas pueriles,
para mirarte la cara y reconocerte
cómo lo mismo que yo:
con barbilla y genitales
con pudor ecléctico de oficio nuevo.
Quemémoslo todo sin medir sus fases con termómetro
con azufre y con las piernas entumecidas
acortemos la distancia hasta tu sexo,
encontrémosla en la esquina, en el ángulo de la silla
con oficio de cura cercenado y moribundo,
sin la culpa cristiana y con las montañas en alabanza
al desfile de tus recuerdos de trapecio en trapecio.