Por Félix Quispe Osorio

Alguna vez vi a un perro mirando por horas una pared. La gente pensaba que el animal estaba enfermo o enloquecido, pero yo desentrañé lo que otros no podían sin las legañas. Desde entonces las personas me decían: “Maldito niño”, observándome con miedo y horror.  Solo algunos me acariciaban el cabello y la faz. “Tú no tienes la culpa”, “Todo estará bien”. Y así se pasaban los días, mi madre incrédula me daba deberes, me enviaba por los mandados a la tienda, hasta que una noche, tan oscura y sin estrellas, sucedió que a mi regreso perdí el vuelto. Es que el tiempo vuela cuando se quiere jugar, uno va y viene como cuete para salir a la calle a divertirse. Ahora había perdido el vuelto y sabía que sería castigado.

Buscando con lágrimas las monedas que me faltaban, tuve la suerte que un señor adivinara mi desgracia y me propusiera un trabajito a cambio de recuperar lo perdido. “Allasito, niño, en esa casa casi derruida hay un paquete en el segundo piso. Lamentablemente no tengo llave para entrar, pero sé que podrías treparte por los muros”. “Claro, señor, cómo no”.

Entramos al jardín de la casa por la parte trasera. Todo estaba a oscuras. Las escaleras para el segundo piso yacían sobre el suelo de polvo. Por ello me subí a un muro y de allí al balcón, y del balcón a la puerta de un dormitorio. Y en efecto, estaba un paquete sobre una mesa, con tantas cintas que tuve que desamarrar algunas y, descendiendo con cuidado, llevárselas al señor. “Muy bien, muchacho”, sonrió el viejo extendiéndome un billete de diez soles. “Ahora, por favor, lleva este paquete a la casa de al lado. No te preocupes, el zaguán está abierto. Entra por el corredor y en la primera puerta a la derecha deja el paquete sobre la cama”. Así lo hice y al salir de esa casa sin ser visto me di cuenta de la cruz de lazos negros en el umbral. Me pareció extraño, pero más raro aún que el viejo se esfumara y no esperara mi regreso.

Llegué a casa y no estaba mamá. Al día siguiente, en el desayuno, ella se olvidó del vuelto y me contó sobre el velorio de la vecina al cual había asistido. Después, otras noches al ir a la tienda por más mandados y ganarme permisos para jugar en la calle, miraba a otros hombres y mujeres, todas ellas pidiéndome cosas y yo haciéndoles favores. Por ejemplo, había quien me pedía escribir una carta y dejarla debajo de una puerta; otro que fuera a tal descampo a desenterrar un cofre; y así, trabajitos y oficios de la vida que fueron aumentando hasta toparme con un personaje, otro anciano, de ojos tristes, mirada decaída y sombrero raso.

“Me aconsejan que tú puedes ayudarme”, me dijo él. «Tienes que ir a la casa de mi esposa, decirle que la amo y que se quede tranquila”. “¿Por qué no va usted mismo, señor?”, le pregunté. “No hombre, no estoy en condiciones. Mi esposa vivía hace poco con nuestros hijos, pero ellos ya partieron buscando sus vidas, por eso mi mujer, de sola, se llora hasta quedar dormida. Anda pues”. “¿Es urgente, señor?”. “Claro, mi mujer ya intentó suicidarse dos veces. Aunque nadie sabe, pues aparenta ser feliz. Yo sé que siente un dolor insoportable que agota sus lágrimas y seca su corazón. Por eso terminó en el hospital, mi doñita; luego sus hijos se la llevaron a Lima y ella se enfermó más. El bullicio y la gente le dieron otra agonía”. “¿Quiere que vaya hasta Lima a hablarle, señor?”. “No, hombre, eso está lejos. Mi mujer llegó ayer nomás. Vive en el pueblo de Paca, en el campo, entre los animales y los puquiales. Allá quiero que vayas”.

El anciano se fue y después de pensarlo toda la noche, en la tarde del otro día decidí ir con mi bicicleta al pueblo. Era octubre y empezaban las lluvias. Los campos se rellenaban de riachuelos. Así, pedalea que pedalea por el canto de la laguna, logré llegar. Tras caminar por varios minutos alrededor de la plaza, observé los jardines hermosos, los toros surcando las tierras, las casas de adobe y teja. Todo era un paisaje hermoso. Al acercarme a la casa donde me había indicado el viejo llamé a la puerta y me atendió una jovencita muy bonita, quien me hizo pasar al patio para hablarme de su abuelita Rosa. Dijo que la quería mucho, me contó de sus enfermedades, sus penas; lo mismo, de sus actitudes extrañas que no entendía.

A pesar de mi edad, me sorprendió la confianza con la que me hablaba. Por eso, después de tanta cháchara, le pedí sin temor hablar con la abuela. “Claro, al fondo, en la última habitación”, me indicó. Al estar de pie en la puerta pensé que estaba cometiendo un absurdo, pero escuché de adentro un: “Pasa, hijo, te estaba esperando”, que me animó. “¿Esperándome?”, hablé. Mis ojos nictálopes iban acostumbrándose a la oscuridad. “Sí, pues veo que te tardaste en decidir”, me dijo la anciana tendida en su cama y sonriéndome. “¿Y sabe quién me envió y para decirle qué cosas?”. “Sí, sí, pero no importa, muchacho. Ya lo sé. Más bien, acércate al closet, saca tu vestidura y herramienta, y vámonos”.

Ahora visto túnica negra y porto una guadaña. Siempre salgo a cumplir mi trabajo diario.

Jauja, 28 de noviembre de 2019