Por Juan de Dios Maya Ávila
Desde que comenzó a impartir clases en la División de Ciencias Biológicas y de la Salud, una pregunta rondaba su cabeza inquieta. Una sola pregunta por sobre todas sus pretensiones médicas, intelectuales…artísticas: ¿Cuántos miembros, órganos y componentes podrían mutilarse al cuerpo humano sin que perdiera la vida? Y por vida debe entenderse también consciencia de la vida, por lo cual el cerebro, así como el corazón, pulmones y etcéteras de herramientas vitales, quedaron descartados por llana deducción. Sin embargo, había una suma de fragmentos que le inquietaban.
Estas ideas…creencias, la doctora Benita Castillejo las compartía exclusivamente con los alumnos de los últimos trimestres; sólo en ellos confiaba, igual que un oscuro general en sus más íntimos centuriones. Aunque la mayoría se burlaba secretamente de ella, algunos pocos de esos escolapios germinaron teorías idénticas con ligeras, perversas variaciones y hubo uno, García Ponce, quien se acercó más íntimamente a su maestra para servir como una especie de aliento a ese tremendo proyecto científico.
Los primeros roces se dieron en la intimidad de un Sanborns (y ahora pienso que quizá ese infame café tuvo algo que ver en esto), luego mudaron sus largas pláticas a la casa de García Ponce en Coyoacán y pocas veces al (más aburrido) departamento de Benita en Villa Coapa. Así resultó que una de esas tardes de domingo en que las galeras de lámina de la UAM Xochimilco parecen un desierto de tiempos apocalípticos, cuando el calor hace mella y el aroma de los animales diseccionados se apodera del aire en los pasillos, la doctora Benita y su alumno predilecto atacaron varias botellas de un alucinógeno merlot queretano mientras garabateaban, en libretas tipo italiano, una especie de manual de cortes.
En plena borrachera convinieron practicar la sesión de mutilaciones a partir de aquellas ¿notas? Botella en mano, salieron en un Impala blanco del exclusivo estacionamiento de maestros sin que ningún guardia en los torniquetes (para variar) cayera en cuenta. Ebrios por el deseo (por la copas y hasta por un extraño lazo que cada vez los acercaba más) cruzaron Calzada del Hueso y en poco tiempo —debemos recordar que era domingo por la noche— llegó la pareja a un oscuro callejón en las inmediaciones de Mexicaltzingo y la Viga. Barriada de antaño que García Ponce escogió por destino. En trimestres anteriores hizo servicio gratuito en el dispendio de la iglesia y allí conoció a quien el vulgo apodaba Nacatl.
Nacatl era igualito —pensó García Ponce— al Puño de Andara de Nazarín, sólo que éste no era enano sino un desdichado (verdadero renacuajo sin patas, citando a la dicha Andara), quien había perdido sus piernas a consecuencia de un trágico accidente de trabajo en el taller de guillotinas donde laboraba. Esto lo supo García Ponce durante las dos ocasiones en que revisó los muñones de Nacatl, el mendigo oficial del templo de San Marcos Mexicaltzingo (así se autoproclamaba amparándose con optimismo en los veinte años de pedir limosnas allí). Y no es que la gente no se diera cuenta de su ausencia bajo el dintel de la iglesia, simplemente, no les importó su abrupta desaparición y en unos meses dejaron de preguntar por el simpático vagabundo; medio año después, llegó una viejita ciega y manca a ocupar el vacante lugar de vagabundo oficial de San Marcos Mexicaltzingo.
Aquella noche de domingo, García Ponce y Benita Castillejo sedaron a Nacatl con un paño (¡sí, como en las películas!) empapado de éter. Un tanto impedidos por la borrachera de los buenos merlots queretanos, a traspiés, arrojaron a Nacatl en el asiento trasero del Impala blanco. Escaparon al poniente por Río Churubusco y en diez minutos llegaron a Coyoacán. En la cochera de su casa, García Ponce encontró las herramientas precisas: un hacha, varios cuchillos en modalidades y tamaños diversos, el infaltable escalpelo, pinzas, tijeras (de las mal llamadas polleras), papel celofán, sedantes y anestésicos varios. En la biblioteca —el recinto más aislado y escondido de la casa— García Ponce limpió con el brazo la superficie de su bello escritorio austriaco, sin importar que el tintero, la Olivetti y varios papeles y documentos dieran con todas sus letras en el suelo. Allí tendió sobre el fino roble al aún dormido Nacatl. Benita, mareada, balbuceante, solicitó bolígrafo, regla y escalpelo, y señaló un criterio básico: no dejar a su presa desangrarse. El alumno buscó un maletín atestado de hemostáticos y ungüentos, hilos, ganchos y agujas.
Benita sacó del bolsillo de su bata blanca las corrugadas páginas de libreta que conformaban su manual de mutilaciones. Decidieron comenzar por ambos brazos. Puesto que adolecía de la falta de piernas, les pareció armonioso y además cortaron de tajo las extremidades, negándose a parcializarlo desde los dedos: no se trababa ni de tortura ni de fetichismo, sino de ciencia. Pocos en el mundo sabrán la sensualidad que experimentaron alumno y maestra cuando sus dedos limpios de guantes quirúrgicos (a los verdaderos cirujanos les gusta sentir la carne desnuda) se encontraron accidentalmente en la comisura de los labios de Nacatl; ambos buscaban el mismo objetivo: la lengua. La cortaron y siguieron los labios entonces convertidos en recinto propicio a los encuentros. Y aunque eran casi un símbolo, terminaron en la basura: la poesía no penetra en los duros cascos de los científicos imparciales.
A ella se le ocurrió no dejar los dientes y para ganar tiempo mientras los extraía, ordenó a su alumno rebanar el pabellón de las orejas, cortarle la nariz y quizá trabajar en algunos cachos de las mejillas y el mentón. Él obedeció respecto a las orejas y un limpio tajo deshizo la nariz, pero cuando su filo acariciaba la mejilla sangrante, cayó en cuenta en la obsesión que tenían por el rostro (qué significaba eso, qué extraño trauma escondían) y preocupado lo externó a su maestra. ¿Acaso un olvidado pudor religioso les había impedido pensar en otras áreas, digamos (sólo por decir, eh): los genitales? Tras largas discusiones debatieron episodios del Génesis referentes a la desnudez y la hoja de parra y se impuso al final el argumento en pro de las ciencias de Benita Castillejo: resolvieron castrarlo. Solamente así entreabrió los ojos el anestesiado Nacatl ¡mucho apreciaría su miembro! Y aunque García Ponce inyectó mayor cantidad de drogas los ojos del mendigo seguían rencorosamente entreabiertos. Malo. Eso motivó a sus verdugos a retirárselos, pues, aunque ninguno de ellos lo aceptara, les molestaba aquella (semi) mirada acusatoria. Cuánto sería el peso del remordimiento, que Benita, con saña, le cortó hasta los párpados y eso a su alumno ya no le agradó. Igual que Lázaro de la Tumba, volvió en sí del aletargamiento y la borrachera. Miró a Nacatl: monstruo mutilado. Monstruo vivo y eso —lo supo entonces— ellos no lo tenían contemplado, pensaban que el sujeto moriría pronto. En cualquier experimento, lo común era fallar un par de veces antes de dar con el triunfo. Hermes les era contrariamente benéfico legándoles tan rápido éxito, se dijo.
Durante el breve minuto de pánico en que volvió a ser hombre decidió entregarse a la policía. La voz pausada, linda, de su maestra lo calmó poco a poco; ella, incluso, quiso demostrarle que no pasaba nada, cogió la navaja diestramente y comenzó a rasurar el cabello de Nacatl, las cejas, el escaso vello del pubis. García Ponce cerró los ojos. Benita, al presentir el final, pretendió motivar el morbo (hambre intelectual) de su pupilo y le rogó retuvieran a Nacatl un par de días. Mientras la carne cicatrizaba ensayarían sobre las costras. García Ponce se horrorizó y apartándose del escritorio de operaciones, gritó que se habría de entregar a la autoridad y la entregaría también a ella. La maestra no respondió; resignada, bajó la cabeza; apretó en su mano el manual de mutilaciones y lo guardó de nuevo en el bolsillo de la bata.
Acto seguido ensayó su escapatoria: se atrevió a decirle que los hombres no tendrían por qué juzgarlos si de todos modos ya tenían seguro el infierno y eso era suficiente castigo. Además enumeró uno a uno los horrores de la cárcel y quizá fue esto, más que el recelo moral o religioso, lo que hizo a García Ponce desistir de su intención redentora y en cambio le dio el vigor y la claridad necesarios para encontrar una solución que los dejara satisfechos. Así que arrojó las llaves del Impala a su maestra y él cargó con el bulto de Nacatl. También la dejó manejar y se limitó a indicarle la caracolera senda de callejones que los sacó de Coyoacán. Ya el lunes amanecía en todo su esplendor. En Insurgentes ella tomó por cuenta propia el camino y manejó sin parar con rumbo a Tres Marías. Allí también hay una iglesia, ¿qué no? Así le podría ir bien a Nacatl en su nuevo hogar o fuente de trabajo, pensó la desdichada mujer.
Excelente cuento…
Excelente narración, felicitaciones.