Por Silvina Maiuli
Sé qué es una lámpara de soldar. Sé que mi abuelo era plomero. Sé todo lo que pude saber sobre él hasta que estuve por cumplir quince. No fue tanto. Pasó mucho tiempo. Me caía bien. Tenía algo en los ojos, algo con su bigote que lo hacía parecer un buen hombre. Lo era. Sé que fue a la guerra, a una guerra. Sé que nunca estuvo en el frente, se hizo amigo de un médico, se hizo su ayudante. Sabía si alguien tenía fiebre tomándole el pulso. Sabía dar inyecciones. Sabía cómo se amputaba una pierna, aunque le hubiese gustado no saberlo.
Tenía las manos ásperas, a veces. Le echaba la culpa al trabajo, sin quejarse. Nunca se quejaba del trabajo. Tener trabajo, el que fuere, era algo bueno. Tener una huerta en la terraza, una casa levantada con sus manos, también. Los tomates de la huerta, incluso, eran algo bueno. La ensalada con orégano y el tuco con albahaca. Mojar el pan en el tuco. El pan en el vino con soda. Sé que frotarse azúcar y aceite de oliva en las manos las deja suaves. Él me mostró una tarde en la cocina de mi casa, vino a arreglar los caños del lavadero. Me dijo que no le gaste todo el aceite a mi mamá y que, si ensuciaba, lo tenía que limpiar. Sé que era hombre y sabía limpiar, cocinar, hacer la cama. Los demás no sabían. Sé que extrañaba su país y hablaba mitad y mitad. Sé palabras en dialecto calabrés. No me acuerdo de muchas. No tengo idea de cómo se escriben.
Sé que vino hasta acá en barco, buscando algo, esperando que todo fuera mejor. Tardó ochenta y ocho días en llegar. Sé que el mar le daba náuseas, que llegó con doce kilos menos y ya era mucho decir para alguien que venía de la guerra. Sé que tenía hijos altos, más que él. Tres varones y otro que no vivió. Sé que le hubiera gustado tener una nena también. Sé que vino primero y solo, sé que mi papá nació allá mientras él se mareaba en el barco. Sé que tardó casi un año en conocerlo, que esperó a mi abuela y a mi papá en el puerto, que cuando lo vio por primera vez ya caminaba. Sé que salía a trabajar antes que el sol y que los días de lluvia el barro se le metía en la casa. Sé que hacía más de veinte cuadras con botas de goma y un bolso pesado lleno de herramientas para llegar a la parada del colectivo. Sé que todo lo que hacía, lo hacía por el futuro. Sé que nunca llevó a sus hijos al trabajo ni les enseñó más de lo necesario para poder arreglar una canilla rota en sus casas. Estudiar y no ser plomero también era algo bueno.
Sé que se parecía a mi papá. En la cara, en la forma de fumar, de pararse y de levantar una sola ceja por vez; también en la falta de pelo en la parte de arriba de la cabeza. Sé que él sabía que fumar no era bueno. Sé que tenía cardiólogo y remedios en la mesita de luz y en los bolsillos. Íbamos en tren al parque. Llevaba una pelota debajo del brazo, pero no podía correr. Sé que quería tener cuerpo de veinte y cabeza de setenta. Sé que nació cerca de un acantilado, en un pueblo de roca frente al mar, un pueblo viejo que se está por morir desde hace años. Es un pueblo sin hijos ni nietos. Regalan las casas vacías para que alguien vaya y se quede. Quizá alguna sea la suya. Nunca fui. Sé que él nunca pudo volver o quiso dejar los recuerdos como estaban, allá lejos y mejores. Vi en un álbum las fotos del pueblo, de las calles de piedra angostas, de mi abuelo sin color, sin bigotes, sin canas; las fotos cubiertas con papel celofán. Quizá era otro tipo de papel. Translúcido, amarillento, crujiente. Papel manteca. Papel de seda.
Sé que se puede volver de la escuela en un Fitito celeste sin caño de escape. O en un Citroën 13v con olor a nuevo. Y que, además, se puede comer galletitas en el asiento de atrás. Sé que los domingos lavaba el auto en la vereda, aunque no estuviese sucio. Sé que tomaba cinco cafés por día. En taza chica. Sé que igual podía dormir toda la noche sin desvelarse.
Sé que a veces cuanto más lejos se tiene a alguien, más se escucha su voz. Más vuelven sus ojos, sus manos. Sus palabras que no están. Sé que me dejaba ganar en la Casita robada y que me hacía creer que yo era su favorita. Sé que cada una de mis primas también creía lo mismo. Sé que mi papá lo extrañaba. Ahora sé que yo también lo extraño. Sé que el tiempo de un abuelo no alcanza. Sé por qué mi papá recorría tiendas de antigüedades los fines de semana para conseguir lámparas de soldar viejas y oxidadas. Sé por qué las restauraba, las dejaba brillantes y las acomodaba en una estantería. Hasta que se quedaba sin estantes y hacía lugar en otra parte de la casa para traer otra estantería y más lámparas. También sé por qué mi mamá no se quejaba de eso.
Sé cómo se cargan las lámparas con aceite, cómo se limpian si se chorrean, cómo se ajustan y se encienden. Sé que mi papá tenía que encenderlas, al menos una vez cada una, para comprobar que funcionaran; aunque nunca iba a darle uso a ninguna. Decía que cuando él ya no estuviera y quisiéramos venderlas, iban a tener más valor si funcionaban. Sé que lo que quería era ver la llama anaranjada y sentir el olor del aceite quemado cada vez. Sé que, además de soldar cañerías, tubos y canillas, esa llama sirve para iluminar recovecos oscuros. Mi abuelo me lo dijo cuando metió la cabeza en el bajo mesada ese día en el lavadero. Sé que esos momentos luminosos hay que guardarlos por si todo se apaga; para arrimar las manos y sentir el calor de la luz.
Sé que una mañana de enero mi mamá me despertó demasiado temprano. Llamaron por teléfono. El abuelo se había ido. Hacía mucho calor.