Por Juan Martin Paris
A último momento casi me cancelás la cita, pero final y felizmente, pudimos encontrarnos; tal como habíamos acordado, un martes por la noche, en la esquina convenida y a la hora exacta. En el medio de mi sueño…
Cuando te vi esperando a lo lejos, querida María, sonreí y me devolviste la sonrisa. Estabas hermosa, fresca. No sé por qué razón te recriminé que no llevaras barbijo. Podría en cambio haberte elogiado el nuevo vestido o tu corte de pelo. Pero no…
Al acercarme advertí un gesto de preocupación en tu rostro. Cuando te iba a besar me hiciste señas de que guardara silencio.
—¡Cállate! Si haces ruido nos descubren— me dijiste susurrando—. Ya sabes que nadie nos puede ver juntos… y mucho menos tu esposa. Sería muy, muy difícil explicarle lo nuestro… y mucho más difícil que lo entendiera.
La misma advertencia de siempre. Abrazándote te di un beso. Fue en ese momento que te dije lo del barbijo. De inmediato me di cuenta de lo estúpido de mi comentario, pero no me prestaste demasiada atención, continuaste con tu discurso.
—Prometéme que si nos descubren te despertás— continuaste hablando nerviosa en voz baja—. Me lo tenés que prometer. Por ningún motivo deben vernos a los dos juntos. ¡Te despertás!
— Pero… con lo que me costó encontrarte. Años buscándote…
De muy mal humor me desperté para ir al baño. Maldita vejiga. Cosas de viejo.
A mi lado durmiendo estaba María. Idéntica a la de mi sueño, idéntico el cuerpo, idéntico rostro, ninguna diferencia exterior, salvo que era real. La verdadera, de carne y hueso. ¿Realmente la verdadera? Sí, con más de veinte años de matrimonio, con sacrificios, historias y recuerdos de todo tipo. Y acostumbrada a lidiar con mis mañas.
Sin embargo, la mente es caprichosa y no siempre agradecida con quien debiera, y mientras caminaba hacia el baño, pensaba que la idea de María era aún más seductora que María misma.
En definitiva, una mujer real no es competencia para un ideal, que construimos a imagen y semejanza de nuestros deseos, con pequeños trozos de sueños.