Por Damián Damián, sociólogo
Mi nombre es Damián. Vampiro desde que crucé la universidad. Y como personaje escritor, Mr. Sadness. Tres individuos de hábitos distintos residiendo en el mismo cuerpo, por así decirlo.
La primera vez que escuché el término Metalmorfosis fue con la agrupación pionera del heavy metal español, Barón Rojo. Álbum de 1983, que junto a su antecesor Volumen brutal de 1982, y en especial a su composición Los rockeros van al infierno, dentro del mismo, radicalizaron las tendencias letrísticas y musicales del género en España y consagraron a la escena del heavy con la subcultura underground de aquel momento, del rock duro.
Barón Rojo junto a otras agrupaciones como Obús, Muro, Ángeles del infierno, V8 en Argentina y Lvzbel y el TRI en México, entre muchas otras, fueron el parteaguas entre las nuevas olas del pensamiento juvenil, las cuales buscaban libertad de expresión que también iban en contra de los tintes políticos y económicos conservadores del momento. Estos jóvenes adeptos al rock en sus diferentes expresiones, vivieron y atravesaron una metamorfosis: un proceso histórico y social que cambió sus mentes y los orilló a ser bunker de contrachoque ante la música de habla hispana convencional, siendo este encuentro el responsable de constantes diferencias con las múltiples esferas sociales, las cuales limitaban al pensamiento artístico y humanístico de América y España, que a su modo y tiempo, se gestó a lo largo del globo terráqueo, al grado de ser perseguidos por el gobierno y la religión en muchos casos.
Ahora, el término Metalmorfosis fue, como se puede apreciar y el cual invito a conocer en el álbum homónimo, un juego de palabras que hacen referencia al título de la novela corta de 1915, La metamorfosis de Franz Kafka. Este escrito relata la historia de Gregorio Samsa, un joven que sufre la repentina transformación en un insecto. Entre cucaracha o escarabajo, esta metamorfosis le dificulta la comunicación con su entorno tanto social como ambiental, hasta ser considerado intolerable y despreciable por su familia, y finalmente muere víctima de un suplicio.
Esta novela, considerada un clásico y canon de la literatura contemporánea, ha sido sometida a diferentes análisis artísticos, psicológicos y sociológicos, buscando una resolución a los cuestionamientos y enigmas que intrigan después de su lectura y que, sin dejar de lado la apreciación personal del lector, uno no cae en cuenta de que a lo largo de nuestra vida tenemos una metamorfosis. De hecho, si se piensa, nada nos aleja de ella. La metamorfosis es la transformación de un estadio a otro, una transición, el cambio que, empezando por nuestra mente, nos lleva a cambiar el cuerpo.
Para el caso de Mr. Sadness, la metamorfosis sucedió al contacto con el ambiente. Trabajamos en torno a éste y nos adecuamos para sobrevivir. Es parte de nuestra naturaleza humana adoptar el cambio. Cuando ingresé a la preparatoria y después a la universidad, comenzó la mía. Las aperturas ideológicas mudaron mis conductas irreflexivas de forma aparente. Me dieron la conciencia de entender que lo inapropiado necesita cautela y vileza. La estancia en la universidad me formó carácter y disciplina tanto personal como profesional. Los espacios en los que me adentraba eran desconocidos para mi docto, pero esa incertidumbre me impulsó a seguir adelante cultivándome. Mis habilidades cognitivas y sociales vociferaban. Mi identidad, esa parte del self [1] que nos coloca en el mundo, entraba en sintonía.
Durante mi crisálida, todos me miraban distinto. Entendiendo por ilustrarme el tener convicción. Convicción que fue puente para que mis ideales transformaran mi apariencia física en una coraza que ha sufrido grandes transgresiones al paso del tiempo y que, sin embargo, sigue en constante cambio. Aquí hago hincapié en el hecho de que todo cambio mental transgrede al cuerpo. De ser un chaval gordinflón y recatado pasé a ser alguien extrovertido, extravagante —extraño—, evidenciando contundentemente las desviaciones sociales. Y con el tiempo, las heridas benevolentes y pictóricas en mi piel, las cuales representaban en aquel momento mi paso a la adultez, también me crucificaron y bañaron con el estigma —término que, en sociología, limita y contrapuntea a la persona con sus interacciones sociales—. Las atribuciones simbólicas de dicha práctica redefinieron mi identidad, una y otra vez, como he dejado claro (y lo seguirán haciendo).
Entonces pasé de ser una persona normal a un ser del bajo mundo: un outsider.[2] Sin embargo, mi presencia e imagen tuvieron fuertes consecuencias: social e institucionalmente. Mi familia empezó a rechazarme en los primeros momentos de mi cambio, aunque posteriormente y a regañadientes, se resignaron, me aceptaron y apoyaron.
Mi desviación de la conducta normativa y habitual fue el foco de atención y de infección para varias interrogantes de la gente en general. Hablaban de mí y eso me gustaba. Mis grupos de amigos se redujeron pues les desconcertaban mis prácticas y hábitos. Conocí la soledad en un mundo de apariencias: a veces, me decían por miedo, y en las calles ni se diga: era un renegado, un criminal. Pocos compañeros y amigos que tuve fueron relaciones estrechas, fuertes: apechugando la disidencia conmigo. Había una aceptación del otro, pero era tratado como alguien especial (como un discapacitado o un extranjero), alguien al cual su imagen no encajaba con el estereotipo de un joven.
Mis amores también se vieron afectados. De ahí mi dúctil corazón. El estigma sobre mi persona era demasiado peso para compartir una vida afectiva conmigo, y la presión social por parte de las familias de mis parejas terminó socavando las relaciones, por lo cual mis romances eran efímeros. Ser como fui, como soy, en imagen y apariencia, conllevan un cúmulo de experiencias que me ayudaron a desarrollarme, intelectualmente, sobre todo, y valerme de todas mis aptitudes, como bien he dejado claro. Mi identidad tiene varios roles en juego: soy hijo de familia, padre, trabajador, alguien desconocido que va a algún lugar profano. Esa variación de roles tuvo como primera característica el de un escudo protector. Me valía de ello para ganar más confianza en territorios a los que la ‘gente normal’ no asistía. Salir de la norma implica actuar en torno a ella marcando la diferencia, ser mejor en lo que hago.
La sociología siempre me cobijó con su conocimiento para llevar a cabo todas las prácticas de interacción en un mundo de jóvenes donde era el anímico. Toda la teoría y práctica aprendidas me enseñaron el porqué, cómo, cuándo y dónde de mi condición, solidificando mi identidad poco a poco. Es así que he conocido a un número formidable de personas con distintos modos de vida, abiertos y cerrados criterios. Siempre busqué amalgamarme a las distintas condiciones de clase y estatus, pero a pesar de que todos tienen formas distintas de percibir el entorno en el que se desarrollan, era inevitable evidenciar en sus ojos el tormento que mi presencia pronunciaba ante su conservación moral y que terminaba por acrecentar su sugerida mácula. Empero, y continuando, debo dejar en claro lo siguiente: si no he hablado de mi guitarra, no les he contado nada de mí. El Rock & Roll cambió mi vida.
La primera vez que escuché a una banda de heavy metal fue a los dieciséis años. Antes de aquel momento sólo escuchaba la música que ponían mis padres en casa o los amigos en las fiestas, y no le ponía ningún interés a ello. Cuando salí de la secundaria, mi gusto por la música pesada comenzaba a gestarse. Un camarada vecino que me dobla la edad me enseñó todo lo referente a la bandera que ahora llevo de metalero. Y dado que no tenía muchas obligaciones me dejé llevar por aquella corriente subversiva y radical. Era una maquinita de consumo, escuchaba todas las bandas que me recomendaban, iba a los conciertos, las disqueras y compraba disco tras disco.
Estimado lector, aquí es donde la pupa se empieza a abrir. La Metalmorfosis libera las alas. Mi interés sobre la cultura musical comenzó a evidenciar su influencia sobre mi cuerpo. Empecé a adoptar la imagen de un rockstar a través de las imágenes que veía en las portadas de los discos o en las fotografías de las agrupaciones. Los jeans cada vez eran más ajustados, como la lealtad a mis pensamientos, y las playeras se empezaron a teñir, junto con los escenarios nocturnos, al color de mi piel.
Me sumergí en los infortunios de la virtud [3] y comprendí entre sus vericuetos un estilo de vida. El desenfreno y libertinaje que encontré en el rock limpiaron mi identidad de escrúpulos. Ser rocker es sinónimo de excesos, pasión sin pecado, romance, deseos, satisfacción. Ir en contra de algo que considero sistema daba pie a la irreverencia e independencia que vi en la música rock y su modo de vivir. Pertenecer a este grupo segregado me mostró que cualquiera puede ir a contracorriente de la expresión tradicional de una sociedad que se limita a ser lo que a uno le plazca: saber quién soy y buscar lo que quiero.
Un día, sin pensarlo demasiado, compré una guitarra, aprendí a ejecutar el instrumento y de bar en bar participé en concursos estatales que me llevaron a conocer muchas partes del país. El rock ahora era parte de mí. Lo llevo en la sangre.[4] Mi vida, ahora, gira en torno a muchas disidencias. Paso entre las calles como un indeseable. Cuando portas una apariencia con la etiqueta de un antisocial todo el mundo se abre de tu camino. La anomia, esa condición me dio las facultades para poder realizar muchas prácticas juveniles sin ningún reproche por parte del sistema. La desviación intersubjetiva que tiene esa apariencia en muchos casos (particularmente en el mío), implica respeto o temor a lo desconocido por parte de la otredad. Es como una hermosa maldición.
La cultura hegemónica tacha al rock de ser una moda que desvirtúa a la juventud, pero la verdad, eso es una mierda. El rock es más que eso: es vivir, soñar, reír, llorar, crecer, conocer, experimentar. Es emociones, poesía, literatura, amor, noche libre, un modo de vivir. Es la carne propia, concordando con Oscar Sancho cuando grita: “(…) el cuero que yo visto forma parte de mi piel, porque no vivo corriendo llevo botas en mis pies. Me he casado con la vida, soy amante del placer. Por morir no tengo prisa y me gusta vivir bien”.[5] Apreciados lectores. Disfruten sus interminables metamorfosis porque como diría el cantautor Jesús María Hernández Gil, en uno de sus muy conocidos poemas: “(…) el amor sólo recobra la cordura para morir”.[6] Y con toda razón, como sucede con el mundo natural, uno mismo sólo recobra la cordura para morir.
[1] George H. Mead, sociólogo estadunidense, define el self como la capacidad del ser humano para formarse una identidad a sí mismo y poder considerarse como objeto además de sujeto. Este desarrollo se lleva a cabo mediante un proceso social concreto: la interacción.
[2] Howard Becker, sociólogo estadunidense, define el término outsider como una etiqueta de desviación social a las normativas establecidas. Un outsider es considerado un marginal, anormal, extraño o anómico, de ahí la conducta de los otros, por decirlo así, distinta.
[3] Canción perteneciente a la pentalogía ópera rock inspirada en la vida y obra del escritor Edgar Allan Poe, Legado de una tragedia. Circulo II: infortunios de la virtud, canción de la segunda presentación (Acto I: descenso a los abismos) describe un tortuoso diálogo que sostiene el escritor Marqués de Sade y el poeta Virgilio respecto a sus infortunios en vida.
[4] Canción de la agrupación española de heavy metal Zenobia incluida en su álbum Alma de fuego del año 2010.
[5] Fragmento de la canción «No soy carne de cañón» de la agrupación española de heavy metal Lujuria. La cual, peculiarmente, se denomina en el género como Heavy Sex Rock.
[6] Fragmento del poema titulado «Si tú, yo», publicado en el audio libro El cementerio de los versos perdidos del año 2006.