Por Daniela González

La hija de Andrea jugaba con la única muñeca que tenía, arrugada y descosida. Observaba con meticulosidad la tela pequeña que la cubría y pensaba en cómo darle vida al plástico.

El sol de la siesta apenas se filtraba por la ventana semiabierta, así que era un lugar agradable para estar.

De pronto, la niña sintió que alguien la miraba, más allá de las cortinas que hacían de puerta a unos metros de la cama donde ella estaba sentada; dejó todo y alzó la vista, no había nadie. Sonrió imaginando que había sido su primo queriendo incluirse o jugar a las escondidas. Ella apartó el cabello que le cubría la cara, dejando de lado todo, preparándose para corretearlo por el patio. Cuando estuvo ante la inmensidad de la siesta, gritó varias veces, pero sin recibir contestación.

Andrea levantaba las últimas prendas del marido, agachada con el fuentón entre las piernas, chorreadas de agua y el sudor en la frente que le daba brillo a su cara. La vio parada, llamándolo. La niña vio que su madre estaba cerca, entonces le preguntó si había visto a Juan y ésta secándose con el antebrazo negó con la cabeza y luego con un “No, no. Ellos se fueron a comprar hielo a lo de Lulú.” Miró un rato lo que ella hacía y luego se fue a buscar la muñeca para jugar en el patio.

La pieza siguió fría, el sol no lograba penetrar en los gruesos ladrillos. Esto le dio una sensación de estremecimiento y más aún al darse cuenta del alboroto que había en la cama, con las sábanas en el suelo y la muñeca que había desaparecido. Se rascó la cabeza y pensó que podría ser una broma, que pronto aparecería por la puerta caminando. Echarle la culpa a su primo no tenía sentido porque no estaba en la casa, y buscar excusas para librarse de su miedo tampoco tenía validez.

Todos dormían, después del almuerzo no había obligaciones más que ésa y menos en una época donde el calor no acompañaba en el campo. Desesperada ante la perspectiva que se avecinaba, es decir, una investigación que la envolvía en asuntos de fantasmas y hechos sobrenaturales que tanto había discutido con Juan, y de lo que ella nunca prestó atención.

Tragó saliva, buscó debajo de la cama, detrás de los muebles, incluso se armó de coraje para abrir del todo la ventana y pispear si había alguien más. Temió por su madre que lavaba adelante, sin percatarse del robo. Fue a alertarla, pero ya no estaba. Se había ido a acostar junto con la abuela, así que debió enfrentarlo sola. Volvió y abrió la puerta de la pieza, de nuevo, y apacible miró a los costados, tanteó en el aire al fantasma si es que lo había, pero tampoco había señales. Nada. Un problema insoluble se desprendía de la desaparición inaudita de su muñeca, esa, la de tela desteñida. Pensó y observó largo rato  la ventana que aún seguía abierta, y si el ladrón seguía cerca intentaría esconder todas sus evidencias.

Recorrió con la vista el lugar y apoyó su cuerpo en la pared, con la ventana abierta y el aire soplando despacio, acariciando sus mejillas coloradas. La abuela le decía que los chicos debían dormir la siesta, que no tenían nada que hacer a esas horas, pero ella puso una silla para alcanzar mejor el marco de la ventana y poder sacar la cabeza sin tener que salir de la pieza. Miró a lo lejos y sonrió. Cuando se dispuso a bajar escuchó un chistar que la dejó intranquila, volvió a creer que podría ser su primo, pero no. Observó de nuevo y alguien estaba entre el pastizal, con ese calor que quemaba los sesos. Se notó el vapor que levantaba el suelo y achicharraba las hojas de los árboles y sintió lástima por esa personita. Ella estaba rígida y precavida, con las manos puestas en las hojas de la ventana, esperando que el ladrón devolviese su muñeca.

Allá, a lo lejos, se divisaba una figura diminuta, acurrucada entre los árboles, viéndola. No tenía el coraje para asustarla. Cansado de las pisoteadas, haciendo añicos su reputación. El Karai, el personaje de una leyenda chaqueña, el que agarró con fuerza la muñeca y que la tenía a su lado, como trofeo, porque entendía que era lo único que podía hacer de malo; todo lo demás, eran inventos.

La puerta del ropero se abrió con una ráfaga de viento increíble y en ese momento lo vio. Se miraron; él en el campo, entre la maleza; ella en la ventana, en una sombra que quemaba.

La hija de Andrea saludó, pensando que era su primo que la invitaba, esta vez de verdad, a correr entre los yuyos y a escaparse. El extraño aprovechó la simpatía y devolvió el saludo. Se regocijó ante la sorpresa de ese mimo, y pensó que no pertenecía a su mundo, lo exaltó la perplejidad de si estaba bien lo que hacía. ¿Qué estaba bien para un tipo que no tenía certeza de su propio comportamiento? Salió para que lo viera. Necesitaba estar seguro que la niña no huiría al notar sus diferencias como los demás. La niña retrocedió un poco y balbuceó un “Qué” al notar que su madre también lo observaba. -¿Qué es eso, Clarisa?

-Es el primo mamá. Creo. Está diferente ¿viste? Debe tener la muñeca y seguro es uno de esos juegos de aparecidos.

-No, ése no es tu primo. Ellos están ahí, en el comedor, preparando jugo. Andrea la bajó de la silla sin dejar de observar a lo lejos. El raro ser tampoco dejó de mirarlas, cuanto más enfocaba su débil vista en Andrea, supo que era ella a la que observaba por las tardes, tomaba mates y escuchaba un sonido raro que salía de un aparato. -Pero mamá, ¿y mi muñeca?

-Después te compramos otra.

Esa noche, todos los vecinos se reunieron para cenar y ahuyentar el mal venidero que se desprendía de la creencia del Karai. Éste era un ser que aparecía en el mes de octubre para traer desgracias y falta de alimentos. Muchos colonos se reunían y festejaban en grande, pero eso sí, tenía que sobrar comida en la mesa en señal de abundancia y prosperidad. No obstante toda la parafernalia, Andrea sabía que el mal ya no podía ser espantado porque el chiquito ya se había presentado y encima robó.

Después de la cena, vino la charla de sobremesa y el brindis para finalizar. Cada familia se retiró agradeciendo infinidad de veces la comida, pispeando si había sobrado algo. De a poco, los anfitriones llevaron cada silla dentro de la casa, sin preocuparse por una de las sillas desvencijadas que había quedado cerca del árbol de quebracho colorado. La llevaría la niña, puesto que ella fue quien la había colocado, adrede, para encontrarse con el Karai y rogarle que devolviera su muñeca. No apareció. Esperó unos minutos, miró cada movimiento en la oscuridad, ya sin miedo, pero lo único que consiguió fue que su madre la llamara a viva voz.

Al otro día y los siguientes días, la hija de Andrea esperó paciente, parada en la silla de madera y observando más allá. El vapor y el viento, el mover de los árboles que hacían de huecos por donde ella podía, de soslayo, ver. Nada. Karai no quiso presentarse más ante la tierna mirada. Sin embargo, Andrea lo vio, muchas veces, mientras tendía la ropa, mientras buscaba leña que serviría para calentar el agua del mate. Y en ningún instante el hombrecito se acercó ni ella lo miró demasiado. Sabían que estaban cerca, pero en un mundo que no les pertenecía a ambos. “Andate, aña memby, deja de joder a mi familia; déjame de joder a mí”, ella le hablaba por lo bajo, como si el otro entendiera “estas porquerías del mundo”.

El Karai, que tanto necesitó confirmar una teoría del “querer”, dejó la muñeca en el lugar de donde la había sacado y se despidió de ellas con una triste mirada y, sin darse cuenta, una lágrima brotó de su ojo derecho. Él, lo único que quiso fue jugar con la niña.