Por Mary Carmen Castillo

Después de ser joven
me convertí en ésta, en esta Cualquiera.
Ésta, que no puede posar en su lengua los sentidos
suficientes
para trazar la palabra «ritual».

Los rituales…, esas cosas hermosas que ejecutan personas
con caminos de tierra firme
bajo sus pies.

Mis pies, en cambio, son los órganos protésicos de mi esperanza desollada;
pisan sobre un vacío líquido,
como de albañal en sima.
¿Se puede decir que «pisan», aunque no dejen huella?

Un ritual requiere de un corazón bien forjado.
Al mío le han dado un par de infartos en estos días;
no sirve ahorita ni para jugar palitos chinos,
mucho menos para juegos sacros y
rituales bellos.

Así como en los sueños uno continúa
aunque nada tenga sentido,
así yo juego, por inercia, un único y último ritual:
todas las mañanas logro arrastrarme hasta la estancia, y pongo café. Y vivo:
éste es
el único
y último
de mis rituales.
Todos los demás murieron achicharrados,
pobres destellos orgánicos de pureza apagada.

A menos que Amazon me mande por paquetería
una luciérnaga dormida en una caja de cartón café, pequeñita,
con plástico de burbujitas para protegerla
y la barriguita encendida con su luz,
excepcional,
ahíta de esperanza rediviva,
aparte del café ya sólo va a quedar un ritual de paso para mí. El más sincero:
yo lo voy a jugar;
y a los que queden les tocará ejecutarlo
y ver qué hacen o cómo se reparten mi montón de libros y cajas,
y el café que sobre.

(Éste es para Diego R. Hernández, que me honró dándome un lugar en su clan, pero para quien no he sido capaz de escribir nada, más que esto…)