Por Julio Manzanares Brecht
Como principio o fin, el amor es contacto, sin embargo, en el momento que vivimos el contacto está proscrito. El confinamiento, en un sentido, es promotor de la distancia y la deshumanización. Otra interpretación proyecta la pérdida del contacto humano como un hecho ético, un acto casi heroico del esfuerzo racional que se identifica con el amor. Aún más, la distancia entre personas se visualiza como un llamado a la prudencia, un asunto de salud pública, incluso como un hecho de supervivencia. En el contexto de la pandemia, la distancia es amor.
En los últimos días —de los más tristes de mi vida—, he revisado la importancia de las formas del amor en un contexto como el que vivimos, pero sobre todo en el propio: el del aislamiento, enfermedad y muerte. Si antes, jamás hubiera dudado del valor de un abrazo, ahora noto que jamás reparé en su importancia profunda. No es en sí la añoranza de un abrazo como proyección de una carencia o la racionalización de lo cursi, sino como un acto de amor cómplice o condescendiente que nos empata con el otro.
El abrazo, muchas veces es una manifestación física de lo que no se puede decir con palabras y, por supuesto, también es contacto físico susceptible de diversas interpretaciones. En el contexto que describo, el contacto que se encuentra en un abrazo implica la empatía profunda que uno busca entre tinieblas. El abrazo auténtico es una complicidad emocional sin condición, entrega de voluntades, pero también una confesión de necesidad profunda. Ante el ruido de las tragedias, una voz discreta, casi muda, grita: abrázame. Es verdad que describo un contexto extremo y que deriva de una experiencia propia, pero ese mismo hecho es el que me permite dimensionar la necesidad inmensa de obtener esa complicidad, mitad física y mitad emocional que es el abrazo, o el beso, o la caricia.
Dos de mis seres más amados y yo, enfermamos de Covid, el confinamiento entonces fue más estricto. Los contagiados nos convertimos en un peligro para nosotros mismos y para los no contagiados. El aislamiento se llevó a cabo en la medida que la distribución de la casa lo permitió. Considerando los cuidados para mí y los otros, ayudé en cuanto pude. El amor es un generador potente de acciones incondicionales: sentí preocupación por ellos y casi olvidé preocuparme por mí. El impulso de servirles me hizo olvidar el temor, aunque la probabilidad de enfrentar consecuencias era alta.
Un regalo de vida quizá, es que fui asintomático, entonces pude estar activo, cuidándome y cuidando a los otros. Mi contacto emocional con ellos fue constante: ánimos, atención y complicidad, y mi contacto físico fue estrictamente limitado, hasta que la hospitalización de uno de ellos fue inminente y la distancia disminuyó. Esa noche me senté en la cama, a su lado, no dejé de acariciarle el hombro y masajear su espalda para darle calma y confianza, para transmitirle con esa simple acción mi amor y sentir el suyo.
Para muchos, mi acto no fue de amor, sino de irresponsabilidad. En ese momento yo lo temía, por ello no besé su cabeza, no abracé su ser y nunca abandoné el cubrebocas, el gel antibacterial, el alcohol o el jabón. Hubo que trasladarnos, hallar hospital fue una experiencia desesperante, el trato que nos dieron en algunos casos fue inhumano. Íbamos en el carro y yo le acariciaba el hombro. Luego corrí de un lado a otro, bajo un frío inclemente. Abracé su cuerpo para darle soporte y conducirnos, necesitaba ayuda (el Covid debilita). Después de un rato descubrí lo agitado que yo estaba, la cantidad de aire que demandaba mi cuerpo. “¿Qué hago aquí? Yo también estoy contagiado y debería estar confinado”, pensé.
Me cuidé en extremo, también a los que me rodeaban. Mi compañía y mis brazos no le faltaron hasta que ingresó a la sala de aislamiento. Ya en casa, me di cuenta del encarcelamiento y de mi impotencia. Esperar los reportes médicos, uno cada día, eran un suplicio en la mazmorra, sólo me acompañaba todo el día el estrés. Por mi necesidad extrema, la fe era invitada constantemente a mi templo para expulsar de él la angustia, por medio de oraciones y decretos. “¿A quién abrazo?, lo necesito”, pensaba.
Los reportes de los primeros días fueron alentadores, el cuarto día desalentador. Entonces me enviaron una canción al móvil, recuerdo un fragmento: “Debes amar el tiempo de los intentos / Debes amar la hora que nunca brilla / y si no, no pretendas tocar lo cierto / sólo el amor engendra la maravilla / sólo el amor consigue encender lo muerto”, (Rodríguez, 1986). El quinto y sexto día no hubo novedad. El séptimo, un pequeño avance, alentador. El noveno falleció cuando todo indicaba que la recuperación era una alta probabilidad.
Al recibir la noticia en el hospital me agarré el rostro como abrazándome a mí mismo, no me permití abrazar a quienes me dieron la noticia. A los pocos segundos ya estaba en los brazos de dos familiares sanos. Más tarde llegaron otros, todos me abrazaron y yo me negaba a veces. Aunque no estamos en la Edad Media, hay quienes le hacen saber a uno que es el apestado, el foco de infección, o el vehículo infernal que diezma al pueblo de Dios. Pero aún, sabiéndome un riesgo, no resistí la necesidad y abracé (sin respirar y sin pegar los rostros) a aquellos que querían estrecharme.
Descubrí entonces que abrazarnos era amarnos, expresar un millón de emociones sin palabras, intentar en equipo la proeza de disminuir, en lo posible, el dolor que emerge de la muerte. Más tarde comenzaron las llamadas: “Estoy con ustedes, aún en la distancia”. Sólo aquellos que no estuvieron en el lugar ni el momento externaron la convicción de que la distancia era también una manifestación de amor. Y llegó el debate interior a mí: ¿Por qué tengo esa necesidad imperante de ser abrazado? ¿Acaso soy un egoísta al desear a mi lado a los que amo? ¿Por qué esta sensación de desolación pese a estar acompañado?
En las últimas décadas se han revisado críticamente las concepciones tradicionales de amor. Las nociones de entrega y pasión se sustituyeron por las que aluden a la negociación, por ello, especialistas y farsantes nos han propuesto teorías, métodos y técnicas que pretenden dignificar todo lo referente al amor. Nada que esté asociado al sufrimiento se acepta. Aquel que padece o se pone en peligro por amor, resulta un ignorante en términos emocionales e intelectuales. Las tendencias ideológicas en el siglo XXI, plantean que si en el amor no se va en favor de sí mismo, el proceder es erróneo. ¿Pero cuántas veces se gana en el amor? ¿Acaso visualizar al amor como el hecho irrefutable donde se gana, no se parece más al pensamiento mercantil que a lo que brota del interior humano?
Recuerdo entonces a Ayn Rand, defensora del capitalismo y promotora del egoísmo racional, quien declaró: “Juro por mi vida y por mi amor por ella, que nunca viviré por el bien de otro […], ni pediré a otro que viva por el mío”, (Reisel y Mattew, 1999). Sus propuestas son la anulación de lo que se conoce como amor altruista, ese que se identifica con el alma y el espíritu, y que desemboca en la compasión y colaboración, (Dawkins, 1989). En cambio, encumbra el individualismo, la concepción del amor que antepone el Yo a todo.
El amor ideal y trascendente, o el “bien amar’, como se nos plantea, es no comprometer al Yo, a menos que haya un buen trabajo de negociación, fundamental también para el éxito de las relaciones mercantiles. Por eso, chamanes y gurús del amor nos han hecho aprender que soy: “primero Yo y luego Yo”. Es verdad que la cultura nos enseña a padecer o hacer padecer el amor, y que el cambio de concepción es impostergable, en términos de pareja, familia y amistad. Sin embargo, el amor que surge de la profundidad humana no requiere cálculos ni admite indecisiones. Cuando el amor está ahí, salta al campo para regar los brotes, aún cuando el pastizal, en tiempos de pandemia, se esté incendiando.
Ni los escenarios más extremos han podido erradicar las formas del amor por medio del contacto. El amor del que yo hablo es entrega y cómo tal, por momentos fue en contra de mí mismo. Racionalicé y tomé precauciones, pero al mismo tiempo me arrojé sin reservas al cuidado de mis amados enfermos. Por amor me jugué la vida quizá, y es que de verdad no sabía yo que estaba ante la muerte, pero de haberlo sabido, aún así hubiera elegido el contacto. Ahora reviso el origen e importancia del abrazo, venimos de uno que duró nueve meses y fue dado por el vientre de nuestra madre. Luego del parto nos pusieron en sus brazos (Francia, s/f). Es entonces el abrazo y los brazos los que nos permiten fusionarnos con el otro, sentirnos amparados por él. Descubro entonces el porqué de mi añoranza de contacto en el contexto de aislamiento, enfermedad y muerte que describo. No es casualidad que en el momento en que el sentimiento de desolación me carcomía, la dadora de mi abrazo de nueve meses, estaba peleando por su vida.
Bibliografía
Dawkins, Richard. (1989). El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. Salvat.
Fernández, Francia, s/f. “Historia del abrazo. El afecto en tiempos de pandemia” en Acción. www.accion.coop
Reisel Glastein, Mimí y Mattew, Chris. (1999). Feminist interpretations of Ayn Rand. Pensilvania University.
Rodríguez, Silvio. (1986). “Sólo el amor”, en Causas y azares. Matanzas productora.