Por Damián Damián
Conocerte, Magali, fue maravilloso. Nuestro encuentro fue tan simple: el rocío sobre una flor. Fenómeno vital en el que tú, por supuesto, eras mi girasol, aunque preferías las rosas rojas. Y entonces tenía que regresar casi corriendo a la florería, cambiar los girasoles y pedir rosas. Morena, resplandeciente al calor de mi cuerpo. Cabello rojizo y negro, cálido a la luz del día. Y esos ojitos marrón, que al encuentro de los míos eran el reflejo del sol en la inmensidad del mar a medio atardecer.
Me gusta el heavy metal y, como buen metalero, romántico empedernido. Ella, ante su naturaleza de ave, domesticada por llevar una vida ruda y rústica entre los barrotes de su propio pensamiento, gusta de la música latina, como si se tratase de una condición de clase, que no es tan descabellado pensarlo. Esa música es de la nueva moda, donde las palabras, pedestres sólo se limitan a la cosificación del cuerpo. Y no pienso que un género musical esté sobre otro, como si se tratara de grados académicos o escalones. Pero la crudeza del rock en realidad es un cósmico e intelectual romance que pocos pueden apreciar por su estruendo que, para muchos, es difícil soportar. Y sobra imaginar nuestros outfit. Yo a oscuras, por la noche y ella claro de luna al amanecer. Sí, muy diferentes, los colores y las mentes. Pues las brechas idílicas, el ramerío de ideas, por supuesto, entre nosotros, eran abismales. Algo había que, el amor supongo, por nuestra naturaleza encrucijada, nos mantenía juntos.
Y es que definir, precisar o esclarecer al amor es complejo. Por mucho tiempo nadie ha podido darle conjetura a su entrañable abstracción. No hay ciencia o materia que domine la latencia humana entre dos seres que, a carne viva, se aman. Y en ese punto es en donde comenzó mi pequeña reflexión, por decirlo así, entre mis hábitos y sus descuidos que conservaron ese pequeño momento que sospechaba, por nuestra naturaleza, repito, terminaría.
Considero fuertemente que las claves para un amor duradero son una inversión equitativa (como en la economía) de honestidad, confianza, respeto y aceptación. Conceptos que comúnmente se siguen en el canon tradicional del amor en pareja, pero que confundimos, y yo no los consideré tampoco. Se olvidan con la turbulenta pasión romántica. Sin embargo, señores lectores, de los errores uno aprende, no a solucionarlos exactamente, pero sí a no repetirlos.
Las personas tenemos muchos conflictos por llevar a cabo tan sencillas claves, como decía. Primero, porque dada la naturaleza egoísta del ser humano de satisfacer primero su bienestar ante la presencia del otro, olvidamos que una relación de pareja es de dos. Y Magali y yo no entendimos nuestras direcciones opuestas. Sin pensarlas, no las consensuamos. Ella no pensaba en dos y yo lo hacía en exceso. Por ejemplo, yo tomo café con crema y sin azúcar, ella lo toma con tres o cuatro cucharadas de azúcar, dependiendo de con qué pie se levantara en la mañana. Yo le reprochaba que sabía horrible el café azucarado. Ella lo mismo, decía que sin azúcar le era muy amargo, muy triste. Y en ese vaivén del café mañanero o nochiciense se daba honestidad, pero no una aceptación. No entendimos que en gustos se rompe el género. Y que de una diferencia tan simple, como es que en realidad lo son todas, nace un acuerdo. Pues no es lo amargo ni lo dulce, no son los extremos, sino siempre llegar a un acuerdo constructivo, que pocas veces se dio.
Siempre le pedí lo que según yo le ofrecía, siempre le pedí honestidad. Sin embargo, su manera tan engreída de autoprotección emocional (al que muchos llaman orgullo) y su inestabilidad ante la resolución de problemas le dificultaba comunicarse conmigo con claridad. Mentía y yo lo sabía. Y el primer canal para tener una buena honestidad es una comunicación clara. Porque es entendible que, si bien las huellas malas de experiencias pasadas hieren el corazón, la honestidad entre dos personas permite acariciar en muchos casos a la razón, darle mayor sensatez al criterio y poder elegir con el corazón. Claramente tampoco lo entendimos. Yo era poco paciente y le reprochaba en cada momento su impuntualidad al pensamiento. Y ella no estaba dispuesta a cambiar algo que, pienso a veces, consideraba una imposición mía. Yo no entendía y no aceptaba que esa era su naturaleza y mi deber no era transformarla: era comprenderla. Si de su parte hizo algo, no lo sentí más que en la forma en que nuestros labios se entrelazaban para gestar con ello la latencia de nuestro amor. Y eso me daba endereza para seguir con ella.
Siempre le pedí confianza. Le decía: si necesitas algo pídeme ayuda. Si necesitas decirme algo, hazlo. No importa cuánto duela. Si en alguien tienes que recargarte para lograr tus objetivos, metas y demás eufemismos, soy yo el bueno. Pero eso en realidad no era confianza, ni tan de cerca. Eso era apoyo. Y la seguridad que en cada uno debió fortalecer nuestra relación y cobijarnos con confianza no se dio. La hubo, pero efímera, en un principio. Y es que entre decirnos y no decirnos hubo omisiones, que es mucho peor que quedarse callado. Ella, por una parte, aterrorizada por un exesposo incapaz de dejarla tranquila, manipulador, chantajista y voluble, desconfiaba de la firmeza que mi mano y la suya, abrazadas al caminar, podían soportar. Y yo, como es de esperarse, recriminaba la distancia que entre los dos se daba por sus miedos e inseguridades. Ella por esconderme y yo por no comprender el amor que me tenía en aquel momento, porque a pesar de todo, estábamos ahí.
Siempre le pedí respeto. Y me refería estrictamente al respeto de los cuerpos y sus actos. Porque esta novatada del open mine es una irreverencia, un pendejismo al pensamiento dentro de los modos tradicionales de las relaciones. Y llega un punto en que la relación necesita estabilidad emocional. De cama en cama no se llega a Roma, pero sí de mano en mano, de pie en pie. El respeto da no sólo fidelidad. Da lealtad, que es aún más importante. Porque juntos, ella y yo, éramos uno mismo, el mismo ojo, la misma boca, una extremidad de su cuerpo naciendo entre mi pecho y viceversa. El respeto forma parte de una aceptación que, en comparación con la tolerancia, sólo evidencia las diferencias que marcan las personas con sus hábitos. Desde el levantarse por la mañana con el mal aliento por cigarrillos, hasta no llevarse por el deseo y la libido por otro cuerpo ajeno a la relación.
El respeto no es tolerante, es comprender y aceptar las decisiones del otro sin obligación de soportar irresponsabilidades porque, de antemano, hay honestidad y confianza. Y Magali y yo tampoco atendimos este eje. La promiscuidad en nuestros actos envenenó toda nuestra relación. Cada vez que nos dábamos la espalda nos apuñalábamos con omisiones de nuestro pasado que, si bien no son mentiras, repito, son negligencias que fracturaron poco a poco la confianza, la honestidad y la entereza del apoyo que pudimos tenernos. No necesitas acostarte con otra u otro para engañar a alguien. El engaño es a uno mismo cuando no hay claridad en lo que se quiere y se ofrece al otro.
Siempre le pedí aceptación. Pero incluso yo mismo confundía el término. Ambos, ella y yo, en nuestro encuentro de dos mundos que sencillamente, por carecer de aceptación, colisionaron. Discutíamos constantemente por cuándo vivir juntos y cuándo no hacerlo. Planeamos una vida juntos que, en realidad, fue una fantasía que me terminó rajando en dos, puesto que nuestras necesidades nunca fueron aceptadas entre ambos. La aceptación es la voluntad de entender las diferencias entre una y otra persona sin cuestionarlas, pero que con un reflexivo acto de conciencia podemos apoyarlas permisiblemente.
Aceptar al otro es comprender que no podemos mantenerlos a lado nuestro, cortarles las alas o las aletas. Y, así mismo, al final de nuestra relación yo entendí que Magali tenía el deseo de conservar a su familia. Me decía que su exesposo había cambiado, que ya era otro. Yo por mi parte sólo me entristecía al saber que se sostenía de ilusiones recreadas por el amor que le tenía al padre de su hija, a pesar de ser un guiñapo, un pobre diablo. Además, también importante, quería darle el placer a su hija de tener una familia normal. Y a pesar de que sus intenciones no eran malas, no son, a parecer mío, más que una arbitrariedad, una falta de elocuencia. Esto es, regresar con alguien que le jodió la vida para reanimar su pequeña familia. Los relojes no caminan con piezas viejas, se hacen más lentos. Es casi imposible hacer crecer flores en una tierra que con el tiempo murió: infértil, inerte. Empero, los amaba, sobre mí. Y yo tuve que aceptarlo. Porque a la fuerza nadie, ni los zapatos, como todo, pero con necedad menos.
Parte de aceptar a la otra persona implica acceder a lo que dicte su corazón y su razón, aun cuando sea muy dolorosa su decisión. Y entendí que si realmente la amaba, tendría que dejarla ir, porque en realidad siempre fue libre y es de sabios aceptar que el amor, en cualquier momento, puede escabullirse de nuestras manos a la menor provocación. Aceptar es que, a pesar de que ya no estará conmigo, estará ahí. Aceptar es luchar por alguien a pesar de uno mismo. Y la confianza, el respeto y la honestidad son herramientas que, si bien se emplean en una relación de pareja, la pueden mantener feliz y a flote.
Sin embargo, no todo fue un tormento y aironazos secos y calurosos. Zarpamos, como todos, en marea baja y con el tiempo nos adentramos en mareas altas que, con todo y nuestro revolcón entre las olas, puedo decir que fui el hombre más feliz del mundo. Y nada borrará de mi corazón aquellos besos entregados que ahora mi alma, fisurada por el salitre de la mar, comenzó a picarnos las pisadas, para terminar naufragando, a cada quién, a ella y a mí, en el extremo de una misma isla.
Me viene a la mente el recuerdo de una estrofa de una nueva agrupación metalera de veteranos, Adventus, que en su primer trabajo descansan las siguientes palabras:
«Si creyera que es cuestión de tiempo te daría mil siglos enteros. No me digas que este es el final.
Puedo despertarme sin tu amor, destrozado de dolor
y regalarte una sonrisa. Puedo acariciarte el corazón y después pedir perdón por haber querido ser parte de tu vida.
Si hubiera que pedir perdón, no dudaría. Si no supiera perdonar, no sería yo. Si quieres volver a jugar, yo me juego la vida. Es todo lo que puedo dar, tan sólo mi vida.»
(Parte de tu vida, 2021)
Te amaré los días que me sobren de vida, Dulce Magali. Y si en algo puedo tener esperanza es en que aprendamos de los errores juntos y continuemos este sueño.
Estimado público, nunca se cansen de amar, vívanlo, respírenlo, aliméntense de él, porque como decía Pablo Neruda: “Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”.