Un día de marzo
Por Misaki Elv
El ocho de marzo a las 3:30 de la tarde, después de días de coraje y tristeza, por fin había llegado el momento de dirigirme al lugar de mis tormentos recientes. Cerca de cuatro años presté mi tiempo y dedicación a una empresa que se enfocaba en la educación universitaria. Mis primeros meses me dediqué a la asesoría de inscripciones. Después, colaboré con el área escolar; y finalmente, mis últimos días en la empresa, estuve en el área de cartera, cobranza y recuperación de ingresos.
Reconozco que nunca disfruté mis labores en ese lugar, solamente lo hacía por mi querida hija, Shalem, quien apenas contaba con tres años de edad y que, con su alegría e inocencia, era mi motivación y lucha. El padre de mi pequeña nos dejó por irse con otra mujer, me dejó triste, pero salí adelante. Así que vivía con mis padres. Los apoyaba con la comida y los gastos básicos del hogar.
A pesar de ser un poco joven, quería darle un mejor ejemplo a mi hija, por eso decidí estudiar una licenciatura en la empresa donde estaba laborando. Como era colaboradora, me becaron para no pagar nada. Terminaría en dos años y ocho meses la licenciatura en Administración de Empresas. Me convencí: la dinámica escolar se llevaba a cabo en línea y podía presentar exámenes y actividades a cualquier hora del día. De esta manera, no tenía problema para dedicarle tiempo al trabajo y los cuidados de mi pequeña Shalem.
Recuerdo: explicaron que tenía que ir a la empresa por mi liquidación, la constancia laboral y firmar la carta de despido. Mi padre me acompañó a la parada de la combi y no se fue hasta ver que abordé el transporte correcto para llegar a mi destino. Estaba nublado y las marchas de aquel día hicieron más tráfico de lo habitual. Por fortuna y como lo había previsto, me salí con hora y media de anticipación.
Ver el tráfico, el disgusto de miles de mujeres por la situación actual del país y los sucesos de los días recientes, provocaron que pudiera pensar acerca del futuro de Shalem, las deudas, los gatos y… ¡La escuela! Sí, en la cual solo me faltaban cinco meses para terminar, y como ya no trabajaba para ellos, comenzarían a cobrarme las colegiaturas. El odio se apoderó de mí. No lo entendía, siempre fui puntual, responsable y cordial. Nunca me metía con nadie… quizá el error fue vestirme bonito, quererme, cuidarme como persona, ser demasiado ingenua. Sí. Eso fue lo que sucedió.
Todo comenzó cuando realicé mi Servicio Social en el departamento de RH de la institución. La mayoría, mujeres, no pasaban de los treinta años, y quienes tenían un cargo más elevado, tenían más de cuarenta años. Al principio se portaron cordiales, pero poco a poco noté un ambiente turbio. No les agradaba. Esto lo deduje por la forma en la que me miraban: con desprecio y envidia. La jefa del departamento de RH me despreciaba, y aunque disimulara la forma en la que me veía, era muy evidente el desagrado hacia mí
Cuando terminaban mis labores con el departamento de RH, iba a mi jornada laboral. Solo tenía que tomar el elevador y bajar un piso. Sin embargo, ahora que estoy recabando la información de cómo ocurrieron las cosas, pude notar que poco a poco mi supervisor empezaba a ser más severo conmigo. Quería hallar cualquier error para justificar un acta administrativa. Un compañero se dio cuenta de la situación y sugirió que fuera con RH, pero la idea no me agradaba y le conté. Me creyó, y a manera de pregunta, dijo —¿Por qué las mujeres siempre tienen problemas de este tipo? Siempre se siembran discordia—. Nunca supe qué contestarle. Mientras repasaba todo esto en mi mente, la combi empezó a avanzar y en menos de media hora llegué a la empresa.
El oficial de la entrada fue muy amable, se enteró de mi desdicha y me deseó suerte. Indicó que me quedara en la sala de espera. En unos minutos la abogada de la empresa llegaría para tratar mi situación y darme el cheque.
Pasaron diez minutos. La licenciada Nelly llegó. Intentó ser amable, pero comenzó a mirarme de arriba hacia abajo. Posteriormente, y de manera cortante, dio las indicaciones para pasar a una sala de juntas. Al llegar me dio el contrato, el recibo de liquidación, la nómina y explicó los motivos de mi despido. Sus motivos fueron que había sido muy grosera con un estudiante y mis incidentes laborales eran bastante notorios, pues nunca llenaba de forma correcta las bases de datos. Aquellos motivos se me hicieron patéticos. Pregunté por posibles actas administrativas. No sabía qué contestar y titubeaba.
Después volteé a ver mi contrato y la carta de despido. El texto de esta hoja no aludía a un despido. La abogada explicó que debía firmar la renuncia. Me negué explicándole que ellos me habían corrido. Y ella, astutamente sacó a colación el tema de mi licenciatura y el Servicio Social. Y yo, con desconcierto le platiqué lo que pasó. Fingiendo empatía me prometió respetar la beca y mi tiempo de Servicio Social. Incrédula, firmé la renuncia. Hizo entrega de mi cheque. Sacó una copia de mi INE y me entregó la constancia laboral. Todo pasó muy rápido. Después, felicitándome por el 8 de marzo, me obsequió un arreglo floral y unos chocolates. Salí de la empresa.
Caminé dos cuadras y abordé la combi. En el trayecto, mientras pensaba en todo lo que había pasado, un sujeto se subió y me miraba de forma lasciva. Le resté importancia. Mi mente solo se concentraba en mí y en lo que permití. Debo reconocer que me dejé paralizar. Acto seguido se subieron dos chicas que venían de la marcha. Una de ellas de repente desviaba la mirada con desprecio hacia a mí. No le presté atención, pero sí pude ver que el sujeto ahora ponía la mirada en ellas. Estuve a dos paradas de llegar a mi destino cuando vi que las jóvenes empezaron a pelear con él. Se hacían de palabras. El señor reaccionaba a las amenazas de las jóvenes. Algunos pasajeros no dudaron en meterse al conflicto. Hice oídos sordos, solo esperaba el segundo para poder descender y evitar cualquier conflicto. Y, en el instante de bajar de la combi, vi cómo entre las dos empezaron a soltar puñetazos. La combi frenó a cuatro metros de donde me encontraba. En la parada vi a Shalem, quien al verme soltó una resplandeciente alegría; brincaba y reía, mientras mi madre la sostenía de la mano.