Por Paula Giselle Zorro

¿Soy lo que es mi cuerpo o lo que percibo con él? Mi cuerpo vibra con lo que vibra y en el agujero de mi centro puedo escuchar todos los ecos del lugar. Nunca me he sentido tan inútil aquí encerrada y, a la vez, nunca había sentido vida en movimientos tan distintos. Lo que en los humanos son los sentidos para mí son mis cuerdas las que me relacionan con el entorno. Una araña camina por mi caja y se adentra en mi agujero, allí pone sus huevos y atrapa a otros insectos que también tuvieron la amabilidad de acercarse.

Recuerdo las canciones que fueron sobre mí, dedos grandes serpenteando entre mis cuerdas, de la primera a la sexta, a la cuarta, la tercera, quinta. Y un rasgado, cual caricia, poniendo fin. Este hormigueo en mis cuerdas, entre las cuales la araña empieza a telar, no se asemeja al soplo que insufló para darme vida y quitar de mi caja el aserrín de la última lijada. Recuerdo recibir el rocío de la pintura, aun cuando no tenía cuerdas y no sabía que a través de ellas podría sentir. 

Manos pequeñas y poco delicadas me tocaron por primera vez. La primera, primerísima, fue un rasgado tímido, pero con el tiempo ese rasgado se fue haciendo fuerte y energético. En mayo del 2006 perdí mi primera cuerda. Me la dejaron toteada sobre el clavijero, a veces percibo el polvo a través de esa (primera) tercera cuerda toteada. Me siento vieja, cansada, ya la pintura del mástil no está, mi cintura rota, mi puente flojo.

Me pregunto si los dedos sabrán de mí, si se acordarán del nylon sobre su yema, sacando ampollas o llenando el alma de satisfacción. Empiezo a pensar que este hormigueo, este humo en el aire, mi color gris polvo es la muerte. Pero a nosotras no nos llega la muerte, ¿cierto, caja? Los huevos empiezan a abrirse, arañas pequeñas, pero adultas salen aguzadamente a conocer el mundo. Su mundo, que por ahora soy yo. Aun a ellas les llegará la muerte y yo seguiré aquí siendo albergue viejo.

A nosotras, las cosas, no nos llega la muerte; aunque permanezcamos olvidadas en un rincón de la casa o los insectos empiecen a hacer nido en nuestros cuerpos. La muerte llegará el día —en unos años, mañana mismo— en el que reciba un golpe definitivo que convierta la madera en aserrín y el polvo en espora. Hasta que se caiga la última cuerda rota de mis clavijas y ya no quede manera de sentir el mundo.