Por José Luis García Herrera

El sol apura el día vestido con túnica carmesí.
El bosque se oscurece bajo un cielo de tormenta.
La luna se dibuja coqueta entre las nubes.
Una ventana se cierra en una calle estrecha.

Y la vida, nostálgica, se busca a sí misma
entre las cuatro paredes de una habitación mínima,
entre los anchos muros encalados y un crucifijo
frente a la estantería de los libros antiguos.

Un hombre fuma en pipa, respira hondo y tose,
escribe sobre papel ahuesado palabras de acíbar
que se pronuncian huecas si las lágrimas no surcan
las mejillas rojas de un dolor en carne viva.

Y es la ausencia quien aviva ese canto de cisne,
el ligero perfume de romero asido a la ropa,
el eco de una voz que pervive en las alcobas
y apremia en la amargura de otra noche honda.

El vino consuela, pero sólo al principio,
y un mastín se convierte en el mejor amigo.
Pasos nocturnos resuenan en los largos pasillos
cuando el insomnio insiste con su canto añejo.

Y sin quererlo nunca, se desea la muerte.
Bastaría tan sólo un salto y cerrar los ojos.
Pero sería cobarde no honrar su nombre
o dejarse llevar por los malos momentos.

Cada día las flores esparcen su misterio,
la luz penetra por la ventana abierta,
el frío de la mañana despierta el espíritu
y las huellas del tiempo cicatrizan la herida.

Pero la melancolía maneja el timón de la sangre,
los días tienen horas de luz y de tiniebla,
una mirada roja baña en lágrimas y besos
la fotografía que reposa sobre la mesa.

De los caminos hurta el aroma del barro
y regresa cabizbajo con un manojo de lilas,
absorto en un mundo de sombras grises
que danzan alrededor de sus pupilas sombrías.

El todo y la nada se funden en un puñado de tierra,
en esa tierra hostil que la guarda y la protege,
en ese pozo de sueños quemados como brezos
que escuece en el corazón más que las ortigas.

Los hijos regresan a su tierra cada verano.
Ellos prolongan su fe y su esperanza en la vida,
alargan la llama del amor más hermoso
que palpita en sus venas como un océano.

Pero el silencio es más hondo que la noche misma,
más amargo que el tiempo vivido sin ella,
tan injusto como la triste verdad de los adioses
y tan frío como la voz desnuda del vencido.

Cada noche una estrella le sonríe en lo alto.
Es el alma dorada de una mujer de azúcar.
Era tan dulce su existencia en la tierra
que él aún guarda en sus labios restos de almíbar.

Un papel en el escritorio recoge un poema,
las palabras más puras que destila la sangre,
el dolor más profundo y abiertamente eterno,
la verdad que trasciende desde la piel al hueso.

El sol se despide desde un corcel negro.
Una campana repica a lo lejos, sin rumbo.
Una ventana se cierra en una estrecha calle
y un hombre, tras sus manos, llora vinagre.