Por Héctor Daniel Olivera Campos
Graciela atesoraba una belleza serena, hermosa en su armonía, simple como su cabello largo y castaño. No era una mujer despampanante, pero atraía las miradas masculinas como el papel blanco a la tinta. Reservada, mantenía privado su perfil en las redes sociales, oficiando una discreción inédita en la era del espectáculo y el exhibicionismo. Tampoco solía publicar fotografías de sí misma, en parte porque los hombres, azorados por su hermosura, se lanzaban en picado sobre su perfil con el ímpetu de stukas sobre ciudades indefensas. Quien deseara conquistarla debería alabar su inteligencia, no su belleza.
Bibliófilo era el nombre de guerra tras el que se escondía el hombre en su trinchera de una conocida red social. Y ella, que prefería pasar una tarde en una librería a invertirla en un centro comercial, se sintió levemente interesada por el icono sin rostro. Un intercambio de opiniones y comentarios. Un repaso a su historial digital, una amistad virtual aceptada; todo se dio para que ella valorara la cultura, la inteligencia, la ironía y la lucidez del hombre. No, no se le podía llamar todavía amor, pero una curiosidad adictiva colocaba alfileres de interés en la seda de sus sentimientos femeninos.
Se intercambiaron mensajes en el chat privado y sus senderos fueron convergiendo; una similitud de pareceres, referentes, gustos, aficiones e, incluso, temperamentos análogos, parecían hondar en la mutua amistad. Quizás no fueran almas gemelas, pero, desde luego, eran espíritus que se reconocen.
Ella le envió una foto. Él se sorprendió de que fuera tan joven y hermosa. Al parecer, tenía sus prejuicios machistas, aunque de bajo octanaje; se le antojaba difícil que una mujer bonita fuera intelectual.
Él se resistió a revelar su imagen. Graciela ya le había puesto rostro en su imaginación y lo pintaba joven; el cabello negro, despeinado y rebelde; quizás con una perilla decimonónica de poeta romántico fugado de un daguerrotipo; la mirada avizorando ensueños. La rebeldía, la vehemencia, el inconformismo y el humor cáustico del hombre que desvelaba en su perfil encajaba -pensaba Graciela- con aquel modelo idealizado.
Bibliófilo le mandó su foto al fin, tras innumerables ruegos por parte de la joven. Era una cara ancha como una hogaza de pan con gafas de miope y, en el rictus, la pose y la curvatura de los labios, en los que se mostraba esculpido todo el cansancio y las derrotas de los años vividos por un hombre de mediana edad. Era el rostro de la mediocridad rampante que desmentía sus poses marchitas de juventud, su patético aferramiento a lo que una vez se creyó. Y lo peor no fue para la chica la decepción que le causó su aspecto, sino verse desmentida en sus creencias, admitir que el físico importa y que el espíritu no lo puede todo y no enamora siempre. Gabriela lo eliminó de su lista de amigos.