Por María Susana López
La alarma lo llama, una puerta abre sus pensamientos, ahora conscientes. Salen a la luz. Compiten entre dos polos. Los negativos rondan concéntricos. Los positivos bailan libremente a su alrededor en forma grácil. Un motor entrando en calor. Sus neuronas interactúan con magnetismo, producen electricidad.
Su cuerpo salta con movimientos espásticos. La sinapsis en sus neuronas crece como raíces, redes que intercambian información, producen reacciones de fuerza y velocidad en sus músculos. Un impulso súbito lo saca de la cama.
Sus extremidades furiosas giran como aspas de ventilador, cada vez con mayor velocidad, proporcional a su euforia. Su entusiasmo, como cortina de lluvia barre todas sus contrariedades, listo para enfrentar la jornada. Durante el día sus pensamientos rotan, una calesita de emociones esperan sacar la sortija.
La sonrisa y la tristeza, como caras de la misma moneda, barajándose una apuesta. Llegada la noche, en la soledad de la habitación, tendido sobre la cama, su mirada fija en el techo. Un ronroneo de pensamientos reiterativos circulan, dibujan elipses, generan una corriente eléctrica en esa bobina cableada.
No los puede controlar, presiente una vida de catástrofe, sufre, se angustia. Busca un libro que lo distraiga, pierde la concentración en lo que lee, prende la tele, no registra ni lo que está viendo, la tristeza y melancolía son su compañía. De repente, siente un fuerte palpitar, transpira, se ahoga.
Sus párpados se abren y cierran sin parar. Sus pensamientos atrapados en esa urdimbre, como la paja de un nido que cobija a sus monstruos. De pronto la calma, su respiración se desacelera. Cinco miligramos apaciguan el motor. Su sueño es profundo, hasta el próximo arranque del motor.