El enfermo y las montañas

El enfermo y las montañas

Por Francois Villanueva Paravicino

Las cuatro montañas se yerguen imponentes,
solo expelen sombras crudas y oscuras.
Desde el suelo no se distingue el crepúsculo
ni el río que le daría vida, un hálito de luz,
un fulminante rayo que partiría la tierra
sucia de andrajos, de escombros y de vómitos.

Aquellas toneladas ciegan la mirada, cual enfermedad
que ataca a los más débiles, los más lerdos,
los que creen en las estrellas y en su eterno brillo.
Esos enfermos tambalean, dudan en avanzar
o en retroceder, temen de una mina camuflada
que los haría explotar en mil pedazos.

Es decir, son conscientes del inminente peligro,
se juegan la vida con los miedos, tan terribles,
que los inmoviliza como estatuas de sal. 

Tal horror hace temblar todo, como un fuerte sismo;
se encumbran nubes de polvo, rocas se deslizan
y las montañas se desmoronan con violencia,
una brutal violencia que sepulta a aquel enfermo,
que, pese a todo, cree que es el culpable de todo.

Nunca ha tenido tanta razón, después de todo. 

El paciente

El paciente

Por Malena Biangardi

En 1975, Milos Forman estrenaba la película Atrapado sin salida. La historia transcurre en un hospital psiquiátrico de Estados Unidos, cuando un día es trasladado desde la cárcel un nuevo paciente llamado Randle McMurphy. Este es un delincuente que se hace pasar por convaleciente de una enfermedad mental para salir de la cárcel y pasar su condena internado en esta institución llena de «locos». En este lugar se hace amigo de los pacientes con quienes organizan partidas de cartas, juegan al basquetbol y se divierten, además se escapan del hospital, entre otros incumplimientos a las reglas de la institución.

La enfermera Ratched se encarga de mantener el orden en el pabellón donde se encuentra McMurphy, con severidad coordina reuniones entre los pacientes, especie de terapia grupal guiada por las enfermeras del hospital. Curioso es que en toda la película no aparece ni un psicólogo, y es que en eso se centra la trama: una crítica al sistema médico de los Estados Unidos. Los pacientes son muchas veces maltratados y sometidos a terapia electroconvulsiva. Hay cierto «orden» que la enfermera Ratched insiste debe haber en la sala. 

La película es un reflejo de las falencias en las que se basa el sistema de salud mental de su país. Pareciera que, además de la carga de medicación que los pacientes sobrellevan, la terapia consiste en una especie de entrevista grupal que la enfermera coordina. El desenlace de la película es fatal: uno de los enfermos se suicida y McMurphy intenta ahorcar a la enfermera en un arrebato de ira. Esto hace que el paciente se vea sometido a una lobotomía, procedimiento utilizado por la psiquiatría de la época para mantener contenidos a ciertos pacientes con la creencia de que al generar daño cerebral en ellos los síntomas podrían disminuir. Este método del espanto hizo de su creador en 1949, el neurocirujano y psiquiatra Egas Moniz, el ganador del premio Nobel de Medicina. Por suerte, con los cambios de época, esta intervención fue prohibida en todo el mundo, dado que los resultados finales hacían que los pacientes quedaran en un estado casi vegetativo.

El personaje de McMurphy genera una revolución dentro del encierro carcelario del neuropsiquiátrico. Hace que sus compañeros puedan volver a divertirse y disfrutar, por unas horas, de la libertad que les han arrebatado. La película deja un fuerte mensaje sobre cómo se ha manejado el sistema estadounidense de su época, pero también refleja las falencias del sistema en todo el mundo. La terapia electroconvulsiva se continúa utilizando en muchos países, incluido en la Argentina, con una ley de salud mental que la prohíbe. Hay provincias del norte del país que son testigos de cómo se queman cerebros para mantener orden y buen comportamiento entre los pacientes.

La película de Milos Forman nos deja una clara lección: la lógica del encierro carcelario no funciona para el bienestar de los pacientes, retrasa sus posibles mejoras y les quita la libertad que tienen como un derecho humano para disfrutar. ¿Hasta cuándo va a perdurar la idea de que encerrarlos en cuartos o pabellones es lo mejor para su salud? ¿Cuántos cerebros padecieron lo mismo que el protagonista de la película, para darse cuenta de que mutilarlos impide la evolución de la sociedad? No hay nada saludable en todo esto, más bien lo contrario, es el reflejo de una sociedad enferma incapaz de controlar lo que se sale de la norma.

Por suerte, para esto existimos los artistas, quienes podemos mostrar otras perspectivas de la realidad que nos circunscribe, mientras hacemos uso de la creatividad. Tal como ha hecho este cineasta a partir de un tragedia con algunos giros cómicos para reflexionar sobre lo que se puede lograr hacer entre tanta oscuridad.

El recolector de ideas

El recolector de ideas

Por Jorge Alberto López-Guzmán

Popayán, Colombia

Era la mañana del lunes, se levantó de su cama, caminó hacia el baño y abrió la llave para ducharse. Mientras la lluvia caía sobre su cuerpo, pensaba a quién iba a asesinar ese día. Salió de su morada bien vestido, como todo un abogado, empresario o un cura, caminó hacia su trabajo —la Biblioteca Central Giordano Bruno—, biblioteca situada en su ciudad natal, esa ciudad a la cual tanto aborrecía por su decadencia social y su miseria económica, esa ciudad en la que muchas veces deseaba exterminar la basura que se encajaba en forma humana, como los idiotas o ignorantes.

Decía que todo lo que fuera nocivo a su alrededor debía ser eliminado, nunca tuvo más que pretensiones, por eso su misantropía no se fraguó más allá, o bueno, en cierto sentido sí lo hacía. Llegó a su trabajo y como todos los días un libro para seguir leyendo o uno nuevo para comenzar, eso sí, mientras atendía a los sujetos que tenían alguna duda bibliográfica. Ese día iba leer a su autor favorito —Isidore Lucien Ducasse— el cual, para él, era lo más eminente que poseía su cerebro.

Pasaron las horas y terminó su día laboral, ahora empezaba lo que él llamaba la recolección de ideas, eran las 6:06 de la tarde; siempre tenía el mismo recorrido y los mismos planes, caminaba por la ciudad en medio de la multitud que salía de compras o de trabajar, de estudiar y muchas otras de sus ocupaciones banales, como las determinaba él. Llegó hasta la estación de trenes donde siempre esperaba la ruta que lo llevaba a casa; llegó, se subió y empezó su exploración de la noche —eso sí, solo buscaba mujeres para sus crímenes—, observó fijamente a su alrededor para ver quién estaba sentada rodeándolo y acompañándolo, pero nadie le llamó la atención, después de unos cuantos minutos, en otra estación del tren, se subió una bella pelirroja, acuerpada, con unos libros en la mano, se podía especular que era una estudiante universitaria, él la ojeo y, más adelante, se le hizo al lado con la misma conversa de siempre, con esa retórica que había cautivado y asesinado a muchas.

¿Cómo te llamas? ¿Para dónde vas? Pasaron los minutos mientras la rodeaba de palabras y la cautivaba de poesía, con el pasar de los minutos entendió que la quería dentro de su colección, la invitó a su casa, ella un poco desconfiada denegó la invitación, pero él insistió hasta que ella aceptó. El tren llegó a la estación que estaba cerca de la casa del recolector, se bajaron y caminaron unas cuantas cuadras, ya la charla era más amena, se había entramado un poco de confianza. Llegaron a la morada de este individuo y ella siguió detrás de él, le ofreció un vino, ella lo aceptó y empezaron a charlar. A los instantes se dio cuenta que ella era una estudiosa de la física cuántica, algo que le atrajo mucho, mientras charlaban ella inspeccionaba el lugar dándose cuenta de la gran cantidad de libros que tenía este hombre, al igual que muchos cuadros de pintores famosos. Como él era un apasionado de la poesía, decidió componer unos versos y dedicárselos:

Sabías que la virtud de la locura está en su sensatez ante el raciocinio, en donde sus más sublimes manifestaciones vislumbran la indiferencia ante la realidad, sin desconocer la distopía del futuro deseable. Te cuento lo siguiente porque encuentro en ti esa virtud, sin plantear la locura como un hecho intrínseco de tu accionar, más bien, como una forma de enfrentar los demonios o tus demonios. Es un poco atrevido expresarte esto, pero debo decirte que te encuentro en la infinitud del conocimiento y la finitud de la existencia, en donde tu arma más prodigiosa para enfrentar tu entorno es tu capacidad de libertad en la jaula que es este mundo. No planteo juicios de valor, porque no son necesarios, sin embargo, concibo en ti lo sugestivo del silencio y las conmociones de tu soledad, dos aspectos ambiguos pero que son excelsos cuando el ser humano tiene la capacidad de representar tal ambigüedad en medio de la muchedumbre de la cual hace parte.

Cuando terminó con sus versos prosiguió con la charla, mientras ella anonadada indagaba acerca del gusto de este señor por la lectura y el conocimiento, a lo que este respondió de una forma muy peculiar, diciéndole que cada vez que absorbía la esencia de un libro su alma se elevaba, su espíritu volaba y su corazón se aceleraba, convirtiendo su organismo en una catarsis inesperada, en donde corría sin moverse, observaba sin mirar, escuchaba sin oír y se transportaba a un lugar sublime, excelso y glorifico en donde sentía el placer sin necesidad de otro cuerpo; producía orgasmos sin necesidad de eyacular, ese placer, esos orgasmos que implantaban sus sentidos al tener tan bello objeto en medio de sus manos y que jugaba con su mente, ese objeto altruista e intrínseco que le hacía sentir lo bello de vivir y le hacía pensar en lo admirable de existir, ese libro, esa obra, esos sentimientos expuestos en versos y palabras por un sujeto soñador, utópico, realista y objetivo que instauraba un devenir de ideas y palabras en un lienzo pulcro y que al leer lo volvía impuro. La señorita quedó conmocionada al escuchar tan bellas palabras, y entendió el gusto de este hombre por los libros y el conocimiento. Sin planearlo, ella se había enamorado de su asesino.

Pasaron los minutos, él sabía que ya era la hora de actuar, eran las 9:09 de la noche. Le dijo que lo dispensara un momento, pues iría por algo y no demoraba, ella le respondió que no tardara porque dentro de poco se marcharía. Caminó a buscar lo que tanto necesitaba; mientras pensaba y decía en voz baja: qué excitante un individuo pensante, qué orgásmico un sujeto inteligente, qué bello una mente eyaculando ideas, qué hermoso un cerebro expeliendo conocimientos; placer, encanto, satisfacción; amor mental, atractivo y placentero; regresó de vuelta y sin dejarla ni pronunciar una mínima palabra le atravesó un cuchillo por el cuello y le arrancó la cabeza de un solo tirón, mientras la sangre escurría por el cuerpo degollado, él reía a carcajadas, estaba feliz, tenía otro cerebro dentro de su colección, no le importaba la muerte, el sufrimiento o las lágrimas, era un asesino para unos, para él era un simple dios en la tierra. 

Ahora seguía el paso más importante, despellejar la cabeza, desfigurar el rostro hasta dejar solo el cerebro, el cual lo metería en una urna llena de alcohol, luego conectaba un aparato que él mismo había creado para succionar las ideas de los cerebros y traspasarlas a una mente viva como la suya, lo hizo; después de unos minutos poseía el conocimiento de alguien que ya no existía, por lo menos entre los vivos. Salió de la habitación como si nada a limpiar el desastre que se encontraba en su sala, durmió tranquilo y feliz, tenía algo que hacía unas horas no poseía. Al otro día se levantó a la misma hora, con la misma rutina, con el mismo odio y los mismos planes.

El último cocktail

El último cocktail

Por Luisa Fernanda Ruiz Montiel

Mi esencia evaporada,
la melancolía atraviesa un alma desgarrada.
El último destello de luz lentamente se consume,
piedras de culpa golpean mi cabeza.
Quiero ir al espacio y fundirme con el universo,
ya no estar para ti ni para nadie.

Delirio de los poemas jamás plasmados,
delirio de la acuarela encerrada en su estuche.
Delirio de los trenes que sin mí partieron,
delirio de lugares que mis huellas nunca pisaron.

Deseo ya no delirar,
una hoja es testigo de mi fecha de caducidad.

Decido tiempo y lugar
del último bum bum del corazón.
Renacimiento
el mismo día de mi nacimiento.

Cocktail de sabores desbordantes,
la última gota se derrama.
Canto Gracias a la vida,
declamo La última inocencia.
Con mano temblorosa
pinto una mariposa que emprende su vuelo.

Ente

Ente

Por Samanta Munir

Hay un ente que me sigue, está constantemente a mi lado. No interactúa directamente conmigo, no logro verlo, pero sé que está junto a mí. Cada noche puedo sentirlo extrayendo vida de mi cuerpo; mi rostro comienza a verse demacrado con el paso de los días, adelgazo tan solo con dormir, pierdo cabello poco a poco, y los dolores de cabeza, ¡oh, los dolores de cabeza! No logro dormir sin despertar dos o tres veces durante la madrugada. Puedo sentir sus dedos escarbar en mis sueños, penetrando mi cráneo, presionando desde dentro. 

Cuando me encuentro en silencio, cuando todo está quieto y el sol cae, grita tan fuerte que puede evadir su inexistencia: lo escucho como un gran alarido desde ningún lado y las paredes caen, sobre todo mi ser y el aire que tengo dentro se hace un torbellino y apenas si puedo balbucear. El ente espera, paciente, que mis turbulencias cesen. Siento cómo me observa, imperturbable, desde la ventana en la esquina de todos los muros. Una breve brisa golpea mis mejillas, escucho susurros inefables. Ambos esperamos. 

Tropiezo al ritmo inarmónico de la vida cotidiana, camino por las calles de alguna ciudad y los días son sueños lúcidos de esos que me contemplan. Agua fría corre por mi espalda. Pasos en plástico ardiendo. Luces como antorchas a punto de extinguirse. Mi sombra se hace extrañamente más larga; dos perros famélicos la atraviesan y veo en sus ojos de cristal el hambre de la humanidad. Los puedo oír gemir: ladridos oscuros parecieran estar desgarrando la piel de los pobres animales. Silencio. El agua de las alcantarillas está serena y densa, el vapor de la podredumbre llega hasta la superficie. Las ratas corren por calles invisibles y los edificios se levantan ominosos hasta la humareda que se ha hecho cielo. Ojos atentos se sientan en cada callejón. Reconozco la mirada. 

Mi habitación es una caja de zapatos que ha sido decorada. Mi cama es un útero desgarrado. El aire está enrarecido, no tengo ventanas. En un rincón yace lo indecible: me acerco a ese rincón. Mi piel que es tela deshecha se hace estambre y las garras del destino juegan con ella hasta que sangro por los poros desordenados de mi vida. Quisiera poder gritar, pero mi voz es el rumor del desierto virgen y de bruma estéril. Sufro la solidez de mis huesos; mis falanges son estalactitas que se levantan de la cueva que es mi alma. Anhelo la soledad, pero el pastoso aliento del tiempo marchita el sueño del silencio. 

Pocas veces me miro en el espejo, pocas veces soy el mismo que la última vez se miró. Todos los días me disminuyen; soy la piel muerta de la humanidad. Soy el amasijo de lo negativo, de lo que no es; soy la sal de mi propia tierra. Soy inmortal porque todo mi ser es muerte. He nacido de la nada, del olvido, de la decrepitud, del último suspiro, de las páginas roídas de la existencia. Soy la última llama de la vela en la noche del universo. Conmigo mueren todos los ideales de cualquier pensador. Soy los clavos de Barrabás. 

Me mira, indiferente, desde un rincón.