Elvira

Elvira

Por Hugo Díaz

Esa mañana de cielo borroneado, levemente brumoso por nubes de tormenta, el hombre había decidido desayunar en lo de Elvira. Aunque vivía a pocas cuadras jamás lo había hecho vestido con el uniforme y con el arma reglamentaria. Alguna que otra vez bebió algo en un rincón apartado del lugar tratando de pegarse al anonimato. Al correr una silla y sentarse a la mesa sintió en las manos la sustancia permeable de la humedad que le impidió aferrar con seguridad la madera. Sabía que las personas como él no eran bienvenidas para ser un cliente más. Pero esperando en la parada, al medir el hambre con la ausencia del colectivo que lo acercaba a la delegación y la pronta lluvia, resolvió moverse hacia el bar. 

Nadie pareció prestarle la mínima atención en los primeros momentos, sin embargo, intuyó que el silencio era más acusador que cualquier mirada suspicaz. Elvira, la dueña, una mujer mayor con pupilas de resaca, agria, e interrogantes que construían un semblante de desconfianza, mantenía el pelo con una constante pérdida de color del teñido, siempre recogido dejando asomar arrugas que no le hacían perder cierta belleza.  Desde atrás de la barra practicó un perfil reticente cuando terminó de hablar por teléfono y dejó de escrutar al nuevo cliente. Se acercó a él una chica que nunca había visto en el barrio y encargó café con medialunas agregando, con tono de orden, que se apurara porque se le hacía tarde. 

De reojo como una escuálida figura de una pintura en movimiento vio a la chica conversar con la vieja. Hacían gestos de quienes se ponen de acuerdo. La moza volvió a la mesa sin el pedido. Se inclinó levemente y habló casi sin mover los labios, pero con la lengua rabiosa. Le reveló que doña Elvira quería saber si estaba ahí para traerle noticias de Alfredo. El cabo conocía a la persona que le nombraban, era el hijo de Elvira que se encontraba en prisión, pero fue agilizando la cara con desconcierto. En ese momento entraron dos hombres que se detuvieron cerca de su mesa y plantaron el cuerpo con disposición de salto. Casi gritando, dijo que no tenía idea de quién era ese Alfredo y que se apurara con el desayuno. La chica miró a uno de los hombres que adelantó un paso. El policía llevó la mano al arma que no pudo sacar, algo hizo que se le resbalara de los dedos. Luego el golpe en la nuca lo tumbó al piso brotado de humedad. 

Al recuperar el conocimiento sintió las manos esposadas detrás del respaldo de una silla. Una ira radial iba ganando todo el cuerpo que parecía monitoreado por el dolor en la nuca. Escuchó cuchicheos delgados que empezaban a formar frases. El lugar que miraba coincidía con un depósito en la parte trasera del bar. La vieja hablaba con los dos hombres. Uno de ellos argumentaba que el cobani que había mandado Alfredo a buscar la plata no era al que tenían esposado. Pero que seguro estaba al tanto del plan de fuga. El otro dijo que lo había visto algunas veces de civil en el bar y repitió que seguro estaba al tanto de todo. 

Los tres caminaron hasta el policía que los miraba expectante. Elvira lanzó la pregunta con voz disminuida, con remanso y respeto. Nada respondió, solo la miró fijo. El golpe en la cara que recibió de uno de los hombres hizo que brotara rápidamente sangre de una de las cejas.  El otro reformuló la pregunta. Entonces dijo que él no hablaba con cacos putos. La vieja tomó la cara sangrante entre las manos y quedó como hundida, encogida en un pensamiento afectuoso. Ordenó que lo liberaran. Los otros se negaban con tropas de palabras que la vieja no escuchó hasta que uno de ellos obedeció. El cabo se abalanzó hacia el cuerpo de la mujer y empezó a apretar el cuello. Se oyó un disparo. Elvira observó cómo la mirada de odio que siempre había visto en Alfredo iba disminuyendo, apagándose.  

A nosotras no nos llega la muerte

A nosotras no nos llega la muerte

Por Paula Giselle Zorro

¿Soy lo que es mi cuerpo o lo que percibo con él? Mi cuerpo vibra con lo que vibra y en el agujero de mi centro puedo escuchar todos los ecos del lugar. Nunca me he sentido tan inútil aquí encerrada y, a la vez, nunca había sentido vida en movimientos tan distintos. Lo que en los humanos son los sentidos para mí son mis cuerdas las que me relacionan con el entorno. Una araña camina por mi caja y se adentra en mi agujero, allí pone sus huevos y atrapa a otros insectos que también tuvieron la amabilidad de acercarse.

Recuerdo las canciones que fueron sobre mí, dedos grandes serpenteando entre mis cuerdas, de la primera a la sexta, a la cuarta, la tercera, quinta. Y un rasgado, cual caricia, poniendo fin. Este hormigueo en mis cuerdas, entre las cuales la araña empieza a telar, no se asemeja al soplo que insufló para darme vida y quitar de mi caja el aserrín de la última lijada. Recuerdo recibir el rocío de la pintura, aun cuando no tenía cuerdas y no sabía que a través de ellas podría sentir. 

Manos pequeñas y poco delicadas me tocaron por primera vez. La primera, primerísima, fue un rasgado tímido, pero con el tiempo ese rasgado se fue haciendo fuerte y energético. En mayo del 2006 perdí mi primera cuerda. Me la dejaron toteada sobre el clavijero, a veces percibo el polvo a través de esa (primera) tercera cuerda toteada. Me siento vieja, cansada, ya la pintura del mástil no está, mi cintura rota, mi puente flojo.

Me pregunto si los dedos sabrán de mí, si se acordarán del nylon sobre su yema, sacando ampollas o llenando el alma de satisfacción. Empiezo a pensar que este hormigueo, este humo en el aire, mi color gris polvo es la muerte. Pero a nosotras no nos llega la muerte, ¿cierto, caja? Los huevos empiezan a abrirse, arañas pequeñas, pero adultas salen aguzadamente a conocer el mundo. Su mundo, que por ahora soy yo. Aun a ellas les llegará la muerte y yo seguiré aquí siendo albergue viejo.

A nosotras, las cosas, no nos llega la muerte; aunque permanezcamos olvidadas en un rincón de la casa o los insectos empiecen a hacer nido en nuestros cuerpos. La muerte llegará el día —en unos años, mañana mismo— en el que reciba un golpe definitivo que convierta la madera en aserrín y el polvo en espora. Hasta que se caiga la última cuerda rota de mis clavijas y ya no quede manera de sentir el mundo. 

El final

El final

Por Tristán, el poeta frustrado

Yace aquí en mi regazo
anda, no voy a hacerte daño.
Acompáñame,
toma mi mano
que expiaré todos tus pecados.

En mí no hallarás juicio
yo soy imparcial,
trato por igual a niños y viejos.

Sé que has sufrido,
lo he visto, cerca de ti me he encontrado
a pesar de que no lo hayas notado.
He sido yo la causa de tus lágrimas,
quien se llevó a las personas que amabas.

Pero no huyas de mí, si no es hoy te llevaré mañana,
acompáñame en mi andar, sé que estás cansado de tanto cargar.
Llevas en tu lomo tantas penas y desgracias,
vamos, suéltalos, déjalos en el olvido.

Ven conmigo, nadie notará que te has ido,
todo seguirá igual, nadie te extrañará.
Yo soy la única a quien le has de preocupar,
créeme, hablo con la verdad.

Cientos de viajeros han venido a parar conmigo
algunos desean mi compañía;
¿y tú, te niegas a que yo exista?
Lloriqueas como un niño ante mí,
¿crees que con tus lágrimas me voy alejar?
¿Acaso crees que te tendré piedad?

Soy parte del camino.
Soy la muerte.
Soy el final.
Soy tu destino.

Pronto vendrán

Pronto vendrán

Por Maximiliano Guzmán


La luna en eterna agonía va ennegreciéndose en mis ojos. Mi noche es una sombra de monstruos famélicos que se niegan a devorarme. Margarita recita el Padre nuestro

—No intentes reconciliaciones —le digo pesimista. Secándose las lágrimas, ella me contesta:
—Seremos los próximos anfitriones de la fiesta.
—Pero no veo que hayamos preparado ninguna fiesta —le digo cabizbajo.
—¿No ves que nos vamos volviendo invisibles? —me pregunta, persignándose
—No puedo verlo. Ella, sentada a mi lado, acerca su mano izquierda y la posa sobre mi pecho.
—Cuando ya no me escuches ni me… —Al decir estás palabras, Margarita saca su mano y duda si seguir hablando.
—¿Qué esperamos? —le pregunto observando cómo su rostro empieza a desaparecer.
—Esperamos que vengan ellos…
—¿Quiénes son ellos? —quisiera comprenderla. Margarita se pone de pie.
—Debo limpiar, arreglar toda la casa, mostrarles que fuimos felices.
—¿Fuimos felices? —le pregunto, olvidándome de los mejores recuerdos. Margarita gira la cabeza, mirando hacia el espejo.
—Pronto vendrán —me avisa. Y la veo yendo de un lado a otro, acomodando cajones, lavando a mano la ropa, sacando el polvo de los muebles, corriendo las cortinas. Me señala las ventanas.
—No…
—Pero tengo que hacerlo —me dice con la voz entrecortada.
—¿Por qué?
—Cuando lleguen los invitados no queremos alejarlos.
—Pero hace frío.
—¿Aún lo sientes?
—¿Y los cuervos? —pregunto preocupado.
—Vendrán ante los invitados, te lo prometo.
—¿Por qué crees que lo harán?
—Porque nos extrañarán. Querrán… —pero se detiene— es mejor que durmamos.

Y acercándose a la cama, ella se coloca a mi lado, abrazándome. Golpean la puerta, una vez, dos veces. Solo deben mover el picaporte, pienso. Y de una patada la puerta violentamente cae. Un policía camina tapándose la nariz, detrás de él lo siguen tres bomberos que repiten el gesto. El encargado del edificio empieza a llorar. La vecina del 5to C le explica al policía algo sobre mis hijos. El policía garabatea en su anotador y les pide a todos los presentes salir del departamento. 

Margarita me dijo que vendrían. Tendría que haberle dejado abrir las ventanas, pienso. Regresan los bomberos con el policía, acompañado de otras personas. Estas nuevas personas nos miran con dolor y resignación. Conversan sobre cómo movernos y llevarnos a un lugar más cómodo, donde Mariano y Clementina nos reconocerán. 

—Pensé que iba a ser aquí la fiesta —le digo a Margarita que angustiada sabe que se ha equivocado.
—Estaremos bien, estaremos bien —contesta, mirándome por última vez
—No te vayas —le digo.
—Vení conmigo —me dice y me aferro a su espíritu, flotando livianos. 

El regreso del marino

El regreso del marino

Por Baltazar Cordero Tamez

A dónde más tendría que volver
tras el viaje y como única salida,
si no es a tus entrañas mar de vida,
mar de amor, dolor y atardecer.

Cuántos años con la luna de romance
arribando a puertos diferentes,
concluyeron y al regreso con mi gente
no pudieron atracar, estuve en trance.

Ya en la meta mis pasos se agotaron
y espero desde un féretro la hora,
afuera hay silencio, alguien llora
al marino que alguna vez amaron.

En pos de ti y dentro del carruaje,
oyendo las pisadas rumbo al fuego.
No siento mas no hay odio ni ego,
solo ilusión de ti en mi negro traje.

Al mar me fui en la edad temprana,
al mar quiero volver en mis cenizas,
la procesión avanza y no hay prisa,
me cantan trompetas y campanas.

Placeres eternos de sal, luna y sol
me esperan en tu lecho y tu regazo,
al mar avanzan mis postreros pasos
al encuentro de este eterno amor

Estréchame muy fuerte a mi llegada,
mar de la esperanza y el sosiego.
A tus profundas aguas casi llego
pleno y feliz a mi última morada.