Salvavidas

Salvavidas

Por Jorge Cappa

No pienses que me olvido de vivir
si confieso mi naufragio entre la inmensidad.
Hay veces que brindo por existir.
Hay otras que maldigo mi orfandad.

No apuestes tu destino contra mí.
En mis cartas guardo un as para ganar,
pero no amagues un órdago sutil
cuando veas que da vueltas mi fragilidad.

De mis ojos sale fuego.
Brota un poema en mi pecho
cuando baila la vida en tu voz.
Hago puzles con tus gestos.
Coloreo los inviernos
si te atreves a bañarme en tu canción.

Pero hay miedos que golpean
y derriban la puerta
cuando saltan y me vienen a buscar.
Hay rincones que flaquean
y oxidan mi certeza.
Por eso necesito ir más allá.

No dudes que en mi mente está seguir
buscando de la vida honestidad.
Hay veces que me acerca un trampolín.
Hay otras que me ofrece tempestad.

No creas que es muy tarde para ti.
En mi vuelo cabe toda tu verdad,
pero no pidas urgencia por partir
cuando veas que me enredo con el mar.

De mis ojos sale fuego.
Brota un poema en mi pecho
cuando baila la vida en tu voz.
Hago puzles con tus besos.
Coloreo los inviernos
si te atreves a bañarme en tu canción.

Pero hay miedos que golpean
y derriban la puerta
cuando saltan y me vienen a buscar.
Hay rincones que se entregan
y oxidan mi certeza.
Por eso necesito ir más allá.

El horizonte, cortado.
Más de un sol conquistado.
En el medio, ya no sabes qué esperar.

Si te marchas, no habrá tierra.
Si te quedas y te acercas
yo prometo aprender a soñar.

 

Nota: esta letra de canción está incluida en el libro de poesía `Sueños en el aire´ (Chiado Editorial, 2017).

Latidos en el alma

Latidos en el alma

Por Iván Oyarvide

Pasaban de las diez de la noche cuando en un pequeño bar de mala muerte mi corazón comenzó a latir. La banda local se apuró a descender del escenario, pero en “Dead Pigs”, el calor del ambiente se lograba palpar en el aire. A lo lejos, en los altavoces, clásicos de toda la vida trataban de abrirse paso en medio de la gente, pero ni siquiera la monumental voz de Robert Plant menoscabó el sentimiento generalizado.  En esa noche de verano las personas buscaban esa pasión que una buena canción te puede dar, esa sensación que te deja la garganta después de gritar a todo pulmón tu coro favorito, ese cosquilleo en las manos al volver a escuchar aquellas notas que tantas sonrisas te trajo, pero sobre todo buscaban cantar, soñar y vivir.

El primero en subir fue el baterista que inmediatamente comenzó a marcar el ritmo, un sujeto alto de mediana edad con una playera a cuadros, lejos de un semblante rebelde, parecía más un oficinista que buscaba despejarse después de una larga jornada de trabajo. Su rostro lo reflejaba todo, presentía lo que estaba a punto de pasar y se preparaba para ello con una mueca de absoluta satisfacción. Mientras las tarolas retumbaban, el estupor de la gente no dejó de incrementarse, miradas dispersas buscaban al segundo valiente que diera un paso al frente. El temor y nerviosismo se denotaba en la mirada de un par de indecisos que marcaban el tiempo con su talón, pero tras un par de segundos un joven delgado de cabello largo se unió al baterista colgándose la guitarra eléctrica sobre los hombros.

El bullicio general se acrecentó, mis manos no tardaron en sudar; dicen que la vida se define en aquellas ocasiones que nos llegan de la nada, incluso cuando las dejamos ir. Clavé mi vista en ese pequeño escenario tratando de buscar razones para no subir, no las encontré, en esa noche de julio, los latidos del alma me indicaron un camino a seguir. Dirigí mis pasos entre la multitud, con un sólido brinco llegué hasta el lugar donde me esperaba otro instrumento de cuerda, un bajo. Por un instante la piel se me erizó, en esa época mi conocimiento musical del bajo eléctrico era, cuando mucho, básico, pero logré seguir el ritmo de mis compañeros. Mientras el baterista aceleraba el tempo, un grito generalizado se escuchó desde la barra, un nombre se coreaba entre la multitud, la banda estaba casi lista, solo faltaba una voz para hacer rugir el lugar.

Susan, se escuchó en todo el lugar; con pasos firmes y una sonrisa inmensa, una delgada mujer se nos unió en centro del escenario, el ambiente estaba en su punto. En ese momento cualquier canción hubiera sido buena, pero necesitábamos una especial. Giré de inmediato y con una leve señal, el baterista marcó el final de ese improvisado ritmo, el joven de la guitarra me miró a la espera de una señal y, antes de darme cuenta, mi dedo índice comenzó a tocar. “Seven Nation Army” se empezó a escuchar tenuemente, observé de manera furtiva a mis compañeros y comprendí que la elección de la canción había sido de su agrado, la batería no tardó en acompañarme mientras que las palmas en el público retumbaban sin parar, una sensación indescriptible inundó mi cuerpo, era como si toda mi vida me hubiera preparado para un momento así. Las luces brillaban sobre nosotros, brevemente busqué con mis ojos aquellos rostros conocidos que me acompañaron esa noche, no los encontré, pero no importó; sobre ese escenario, en esa lejana noche de julio me sentí el mismo Michael Davis tocando “Kick out the jams”.

Cuando la batería dejó de sonar, recuperé el aliento y por un breve instante suspiré, un cálido aplauso se elevó en el horizonte, miré a mis cómplices de esa noche, el sentimiento era general. Jamás los volví a ver, no era necesario; en esos escasos minutos logramos nuestro cometido, sentirnos infinitos, y eso era suficiente. Han pasado varios años y debo aceptar que no fue, ni de lejos, la mejor interpretación de tan conocida canción, pero no importó, en esa calurosa noche de verano en la periferia de Georgia, cuatro amantes del rock lograron cumplir su sueño, concebir esa electricidad que solo puedes sentir una vez en la vida. Dicen que las primeras veces las guardas en una parte importante de tu alma, el primer beso, el primer amor, la primera canción.

Durante mucho tiempo guardé este recuerdo en mi mente, después comprendí que en esta vida nada es realmente importante si no tienes con quién compartirlo; en otra cálida noche de julio compartí esa noche especial con mi novia, mi sonrisa despertó al volver a sentir esas cuerdas en mis dedos, escuchar esos aplausos a mis espaldas, vivir ese sueño una vez más. Esta no es la historia de cuatro personas que lograron la fama y se volvieron inmortales, es la historia de cuatro amantes de la música que jamás volvieron a cruzar su camino, pero que por un distante instante se sintieron en la cima del mundo.

Casa sin rock

Casa sin rock

Por Yessika María Rengifo Castillo

Las copas de vino siguen en la vieja mesa, después de interminables charlas Eduardo pidió que el tema del rock se cierre en casa. No soporta que nuestros hijos se impregnen de esos días, quizás porque no puede perdonar al tipo que lo dejó con el bastón esa fría mañana de octubre.

Recordé que cuando Antonia vivía en mi vientre, la música que él ponía de The Rolling Stones, Kiss, y Rata Blanca, hacían que mi sueño fuera armónico ante la batalla que emprendía nuestra hija todas las noches.

Eduardo, pensando durante horas, no quiso abordar más el tema y se retiró al jardín. Tras sus pasos corrió Matías, nuestro hijo, quien solía ser más curioso que su padre en días de rock, deseando que le ayudara con su tarea. No dudó en ayudarle, mi marido siempre estaba al servicio de nuestros retoños, eso hacía que lo amara más.

La pregunta de Matías no se hizo esperar: “Papá, ¿cómo vine al mundo?” Sabía que mi esposo no le contaría a nuestro hijo que lo concebimos en un festival de Rock al Parque una noche en que Kraken, nuestra banda de rock favorita, tocaba sin parar ante millones de corazones.

Entonces, solo le contó al niño que éramos amantes del rock y en unas tocadas de amor llegó a mi estómago alegrando nuestros corazones, pero el rock ya no es el himno de casa.

La importancia de estar muerto: música, nostalgia y pop culture

La importancia de estar muerto: música, nostalgia y pop culture

Por Rodrigo de Ávila Gómez

La manera en que Lenny Kravitz perdió relevancia tan pronto dio comienzo el presente siglo es algo en lo que pienso mucho últimamente. Puedes ser muy joven o ya mayor para acordarte, pero Lenny era una estrella enorme en los noventa: huge como dicen los anglosajones. Salía en comerciales de Vogue y llenaba el Estadio Azteca. Pero con todo y que era Mr. Lenny Kravitz, no fue lo que se entiende fueron Elvis, Dylan, los Beatles, Jimi Hendrix, Queen o hasta Kurt Cobain. Es decir: era una estrella de clase mundial, hasta ahí. No un parteaguas de la historia de la cultura moderna y del siglo XX en general.

Lenny también fue de tantos que cantaron rock and roll is dead. La originalidad no era su fuerte, pero no importa: la originalidad no es el fuerte del rock. A los escritores de la generación de medio siglo les cagaba, basura cultural yanqui: por eso despreciaban a Parménides, José Agustín et al. Y Kerouac aborrecía el lugar común; pero yo amo al maldito rock and roll realmente por eso: el rock es mezclilla gastada y franela de cuadros, café y cigarrillos, banana-split malteada de cinco dolarucos, lentes oscuros after dark y chicle bomba. Es fácil ser cool con rock, despertar la curiosidad de las señoritas, el recelo de los muchachos. El terror de la fiesta: ¡aguas con sus ipods, macuiles!, saquen las helodias o les volamos la tapa de los oídos.

Por eso admiro la osadía de las almas que van solas a conciertos: eso solo pasa con el rock porque eso es amor, baby. ¿Quién carajo iría solo a un recital de reguetón o banda? ¿Quién carajo va a toquines que no sean de rock de por sí? Aun así, no deja de parecerme una pasión triste. El rock es amor, pero love can be found anywhere/even in a guitar. Por mi parte, la única amistad que he conocido es gracias a esta asombrosa música (saludos a la banda). Eso es importante: dicen que los gremios musicales en México apestan, pero en las escenas del rock solo tienes que mantener un ojo en tu lira. Que líos de faldas, de cuerdas en este caso, se encuentran en todas partes. Y a nadie le importa un bledo el bajo. El rock no imita a la vida ni viceversa: el rock es la vida misma, con sus riffs y sus solos y sus miles de títulos en honor a los hermosos nombres de ruidosas, extáticas, musas eléctricas. Muchas veces ni siquiera escuchas el bajo, y no te importa; aunque cuando por fin te pega no necesitas otro dios ni otra droga. Can music save your mortal soul? ¡Oh, yo no sé!, pero vaya que se siente como que sí.

Todos conocemos la historia: Chuck Berry andando como pollo, la reina de Inglaterra dándole por su lado a Lennon/McCartney y compañía pero encantada con los Sex Pistols, Morrisey y Robert Smith agarrándose de las greñas en el tianguis and all that bollocks. Tu abuela conoce esa historia, mejor que tú porque andaba rodando como las piedras con Rockdrigo afuera de ya sabes qué metro. No conoces ni sabes siquiera algo de rock and roll, si no has estado ahí: en tu soledad, llenando la penumbra con el humo y el estruendo eléctricos. Escuchando discos cuando nada te escucha a ti. “Ya’ know? To truly love some silly little piece of music, or some band, so much that it hurts”, como dice Fairuza Balk en Casi Famosos. Estoy seguro que el rock ha salvado más vidas que Jesús. Testifico.

Es claro que el rock nunca va a ser lo que fue, igual que el comunismo o la Iglesia católica. Los dinosaurios están extintos y el siglo XX solo duró algo así como 89 años, dependiendo el historiógrafo al que consultes. Murió alrededor de la fecha en que Kravitz dejó de ser relevante, y si preguntas por él ahora, en el mejor de los casos obtienes un “ah sí, ¿qué fue de Lenny?”. Todo eso está súper bien ¿sabes?, necesitamos las âge d’or, si no ¿cómo se amargarían cuarentones y treintones? ¿Con qué razón les dirían a los adolescentes que la música actual apesta? Pero hubo un tiempo en que el rock dominó al mundo, tan cierto como que un día no quedará cosa con cosa. Y fue la más fantástica, espeluznante, resplandeciente, olorosa y majestuosa época que jamás haya visto la humanidad.