Reverdecer

Reverdecer

Por Belén Guadalupe Arroyo Quiles

Cuando niña, me enseñaron que mi sangre menstrual era sucia, maloliente y vergonzosa; diez años tenía cuando me dijeron que aquello que nacía en mí debía ser cuidadosamente ocultado y desechado. Descubrí que incluso con dolores, cansancio y miedo tenía la obligación de pararme frente a todos y fingir que nada ocurría.

Aprendí a odiar mi cuerpo por producir aquella suciedad, a odiar el dolor en mi vientre que me partía desde adentro como cuchillas afiladas, a odiar el olor de mi sangre, me enseñaron a odiarme, a rechazar ser mujer. Trece años tenía cuando le preguntaba a la vida ¿por qué no nací hombre?

El tiempo pasó, nada cambió por muchos años, cada mes sentía dolor y rechazo pero al mismo tiempo, cada mes la estrella más hermosa, mi cómplice y alma gemela, mi abuela, cortaba algunas hojas de sus verdes hierbas, las ponía en agua hirviendo y me hacía beberlas. Trago a trago sentía como la infusión de hierbas me acariciaba el alma, el corazón y el vientre, y sanaba mi útero. Me sentía amada y cuidada, creía que nuestro pacto de amor perduraría para siempre, éramos la una para la otra incondicionalmente hasta la eternidad.

Un día esa mujer mágica me regaló una copa menstrual, al principio era difícil de usar, un poco confusa; investigué mucho y escuché las experiencias de otras mujeres, ese fue el umbral de un nuevo ciclo en mi vida. Mi abuela sin darse cuenta, una vez más, me había regalado la sanación de mi alma y el camino a la resignificación de ser mujer, fue ahí cuando mi alma gemela sembró en mí una hermosa semilla que tiempo después de cuidarla florecería llena de vida.

Por Daniela Estrada

Veintiún años tenía, cuando aquella estrella hermosa se perdió en la luz de un encandilante amanecer. La tristeza fue aplastante ¿y a dónde se iba nuestro amor si ella ya no estaba aquí?; ¿qué me quedaba de ella?; ¿cómo abrazar las cenizas de lo que un día fue?; ¿en dónde encontraría mi refugio si ella era mi hogar?

Fue justo ahí cuando conocí la fragilidad de la vida, la sutileza del dolor y mi parte más vulnerable; cuando las respuestas comenzaron a llegar eran difíciles de hilar, pero poco a poco mi búsqueda de la libertad me llevó a despertar.

Investigando para una clase que debía dar sobre antropología física, descubrí algo llamado ADN mitocondrial, que son básicamente los orgánulos celulares encargados de producir la energía en nuestro cuerpo, sin ellos no seriamos nada. El ADN mitocondrial se hereda clonalmente sólo por línea materna, es decir, que aquello que me mantenía en pie, la energía de vida, me la había regalado mi abuela. ¿Cómo la muerte iba a ser el final si literalmente el mismo ADN que corrió por sus venas estaba también en las mías? Pero eso no era todo, también descubrí que cuando una mujer nace su útero ya tiene todos los óvulos, así que las células que me conforman el día de hoy estuvieron y se crearon en el vientre de mi abuela cuando mi madre se estaba gestando. Al principio esa información fue asombrosa para mí pero no tenía más sentido que el biológico.

Tiempo después empecé a escuchar muchísimas experiencias de mujeres que utilizaban su menstruación para fertilizar las plantas, tampoco le di importancia hasta que un día mientras menstruaba, decidí tomar una ducha tibia, saqué la copa como de costumbre y al mirarla tan llena de sangre, por primera vez me pareció también sentirla llena de vida, tan roja y brillante, se veía hermosa. ¿Cómo iba yo a tirar mi propia sangre al desagüe? ¿Cómo lo había hecho por años? Si aquella sangre no sólo estaba llena de vida y nutrientes, también contaba una historia, contaba mi historia, era parte de mí, no eran desperdicios sino células, nutrientes, emociones, dolores, alegrías, ilusiones, era también la historia de mi madre, las memorias de mi abuela y las de todas aquella ancestras mías que vivían en mi gracias a ese ADN mitocondrial.

Comencé a relacionarme con las plantas, redescubrí y resignifiqué aquel hermoso y medicinal jardín que había dejado mi abuela; ella cuidaba de las verdes hojas que después en una infusión me sanaban el alma. Esa mujer hermosa había dado y dejado más vida de lo que yo habría pensado. Tomé mi sangre y comencé a nutrirlas al principio mi inocente intención era la de cuidar y mantener vivo ese legado de la mujer que yo más había amado.

Con el paso de los meses descubrí que al cuidar de las plantas y nutrir sus raíces, sin haberlo pensado, estaba también nutriendo mis raíces, me di cuenta que desde mi nueva relación con la tierra y mi sangre, donde antes había dolor y ausencia estaban resurgiendo el amor y la sanación, y las respuestas volvieron a llegar.

Las preguntas que me habían atormentado por meses, por fin se disiparon, nuestro amor no podría jamás extinguirse porque el amor a la vida nos sana. Cuando amé la tierra y sus raíces amé también mis raíces, mi cuerpo, mi útero y mi sangre, ahí me encontré y encontré mi hogar, yo era mi hogar. En el hogar que había construido con amor a mi sangre y amor a la tierra, habitaban también mi madre y su abuela, mi abuela y su abuela habitaban conmigo, todas mis ancestras. Entendí entonces que cuando honraba mi vida también lo hacía con su vida y sus pasos.

Las plantas se convirtieron en mis maestras, aprendí que su manera de sanar es mucho más sutil de lo que esperamos y más efectiva y amorosa de lo que imaginamos. Pasó el tiempo y también las estaciones, definitivamente las plantas que cuidaba con tanto amor, esmero y paciencia eran las mismas de siempre, las mismas que cuidó mi abuela, aunque siempre se adaptaron a su entorno, fluían suaves con las estaciones del año y las reconocí cíclicas.

Entonces al mirar mi sangre también me reconocí como una mujer cíclica, cíclica como las flores, cíclica como la luna, cíclica como la vida.

Aquella tristeza era cada vez más pequeña, el invierno estaba llegando a su fin; entonces un día el jardín reverdeció, parecía más vivo que nunca.

Con el jardín también reverdeció mi relación con mi abuela, ella estaba ahí en cada hoja, en cada flor, en cada raíz, estaba no sólo porque fue ella quien lo sembró y cuidó por años, también estaba ahí porque mi sangre es su sangre, sangre de vida y alimento de la tierra. Estaba ahí porque en el jardín encuentro consuelo y refugio. Entonces cuando me supe de nuevo amada, cuidada y refugiada esta vez por mí misma yo también reverdecí.

Reverdeció mi sonrisa, reverdeció mi corazón, y entendí que cuando la primavera llega a mí también llega a todas las mujeres que me precedieron, porque estamos conectadas, porque al final todas somos una y aunque mi alma gemela ya no está aquí en carne y hueso cada día me sigue enseñando cosas nuevas.

Así fue como la niña de diez años que rechazaba su sangre, la niña que fui se resignificó a sí misma, convirtió su debilidad en su fuerza y a partir del dolor pudo sembrar la semilla del amor y reverdecer en una mujer nueva, una mujer cíclica.

Y ahora cuando camino en la vida lo hago con la plena certeza y fuerza de que a cada paso que doy mis ancestras me acompañan, me sostienen, me respaldan.

Ahora me amo, amo ser mujer y amo a las mujeres que me precedieron.

El octavo día

El octavo día

Por Damián Damián

—La responsabilidad al afecto es voluble —decía—. Carece de presencia, en principio, pues es parte de nuestra líquida modernidad. Es lo que ha generado y degenerado tanto odio y repulsión entre los seres humanos. Tantas diferencias. 

Todos en el concilio palidecíamos de lo mismo: desamores, nulo compromiso, irresponsabilidades, engaños atados a corazonadas superfluas. 

Y continuaba. 

—Ellas, las mujeres, las cosificadas, ahora nos hacen pagar los platos rotos por todo. Incluso a mí, Mr. Sadness, me banalizaron, perpetraron mi femineidad, no solo un día, sino un año terrestre, a mi cuerpo le tiraron inconscientemente las puertas y ventanas, siendo mi único pecado nacer hombre, amar y considerar. ¿Merezco cada puñalada que, sin osadía clavan, cuando ya cargo con mis propias heridas? Heridas que la sociedad nos lacera junto a la apatía entre la disparidad del sexo. 

—Sí Sadness —decía el Dr. Manhattan, señor del tiempo, amigo mío, hermano, camarada—. Somos muy considerados. Pues no están razonando que los pocos hombres buenos, de carácter humano, queremos entenderlas, apoyarlas, verlas crecer, retoñar. No consideran que después de la vida, el tiempo es lo más valioso en los seres vivos. Y no importan las tempestades a las que se someta el hombre por amor a ella, tiempo da, tiempo se le muere. Ellas y nosotros venimos del mismo vientre y, nuestras madres, solo nos alimentaron de la cultura que por siglos ha predominado en el constante cambio de la realidad. ¿Tan mal han quedado a lo largo de los siglos que ya no distinguen de la bonanza de un hombre y la perpetuidad de un animal? Maldigo mi consuelo que me baña y regocija en las fauces amorosas de la memoria. 

La pronta rebelión idílica, discusión y reflexión se tornó melodramática, todos a disgusto doliente por el maltrato con amor de la mujer al hombre en un tiempo accionarial, revolucionario para la gente aún más común. 

—Claro que es una cuestión de muchas, pero de estigmas, considero —estremecía a voz de mando Miss Cósmica, la come hombres, la devora planetas, la traga años, la que estuvo en la creación de la tierra, los mares y el cielo (y que con usura dejaba en claro que, presumiblemente, a su trinchera han caído más de mil hombres)—. La mujer siempre ha tenido presencia en la tierra humana, es la mismidad única dadora de vida, pero por negligencias que nosotras mismas hemos permitido tenemos heridas, como ustedes, los ángeles caídos. El primer estigma lo creó Dios, ante su cruz enajenante, aminorando nuestro cuerpo de mujer dador de vida por mero egocentrismo. Ese macho que nació en nuestro pueblo y que viene del vientre de una mujer, como dices, Manhattan, nos destripó, nos humilló y nos esclavizó al pensamiento del ser sin estar presente y viceversa ¿cómo no vamos a querer que paguen todos los platos rotos con sed de sangre y destrucción? 

De súbito recriminó el Ingeniero, ser intergaláctico, luz en su composición, creador de las formas, creador de la naturaleza, encarnando a un hombre de aparente edad promedio, barbado, con las pupilas casi blancas. 

—Diseñé los cuerpos a semejanza el uno del otro, tan iguales y compatibles para la procreación. Ellas como ellos, humanos. En ningún momento mi naturaleza los dotó de diferencias o desventajas ante la supervivencia en un mundo donde uno nace, se reproduce y se muere. El envenenamiento que a sus mentes dio infelicidad nació de las revoluciones ideológicas que se inclinaban a la beneficencia de unos pocos. Nunca, en ningún momento, di poco seso que les impidiera reflexionar que lo justo en dos seres iguales parte de la unidad de entre ellos. Dios tuvo la culpa de sembrarles la superioridad a los hombres, perdiendo solo una costilla. Y lo único que reforzó esa creencia fue el miedo al que él mismo le derribó la valentía y cobijó con cobardía. 

Siendo yo el señor de la tristeza, tenía que describir la punzada que me desangraba el corazón más que el silencio, como a todos en la mesa tierra y plana. 

Insistí. 

—No encuentro fundamento coherente en las féminas, pues causar la destrucción de lo que esencialmente es inmaterial, de todo lo presente, es arbitrario. Hoy podrá desaparecer, pero sus gobernantes lo volverán a edificar. Por gusto, simple estética y conveniencia. Todo pensamiento e ideología puede deconstruirse una y otra vez. Pero esa transgresión de las ideas en los cuerpos o genera caos o degenera realidades, para bien o para mal. Y es lo que no han entendido. 

Y los sórdidos Pachamama y Reuters Nolds, dos maestros del puño borracho, rocanroleros, un ser de dos cabezas, que duerme, medita y respira solo azufre, señores de la modernidad y la fluidez dijeron a su momento. 

—¿Cuántos ángeles caídos tendremos que espinarnos las manos con aquellas desconsideradas? Somos tan de carne y hueso como ellas ¿acaso el agravio de los años traumatiza tanto a las jóvenes, a las que poco han sufrido el martirio que sus antepasadas realmente soportaron en silencio? Ellas, las jóvenes, no se dan cuenta de que son una transición en el pensamiento materializado ¿realmente transformar las relaciones sociales y asociales priorizará su posición en un mundo donde domina la riqueza y la creencia? Si no es así, eso parece. Entendemos perfectamente que mueren violentadas, violadas y mutiladas. Pero ¿y nosotros los desterrados? Los que las vemos como lo más sagrado ¿qué podemos hacer ante el sosiego de la eterna maternidad disfrazada del hombre utilitario y que, sin embargo, no todos permitimos el disfraz? No es una lucha de clases, ni siquiera de género, se ha deformado a una lucha de dominio y poder, y que es como en realidad ha sido siempre ¿no lo ven? Ellas y nosotros ¿por qué tenemos que ahogarnos en la tristeza? Cuando los muertos están, ya hay una paz perpetua. Nosotros morimos, también desmembrados, violados y violentados. También nos asesinan. Es parte de la humanidad y su misma selección natural. Parte del destino, incluso. ¿Por qué los vivos castigamos con la muerte a la misma muerte si solo se genera más dolor y sufrimiento? Las muertas no van a regresar. ¿Por qué castigarnos con la innegable sensación de dolor por toda una eternidad cuando las cabezas que tienen que rodar están en el poder, están en lo alto? Que las insensatas tomen el palacio de gobierno y lo hagan arder; caos quieren, caos sobre lo único que importa: la tiranía. Caos sobre las cámaras, los magisterios, las cortes, muerte al Rey Nevado porque, aunque definitivamente no es culpable, solo así tendrán un cambio. Tienen que poner en jaque al Rey. Solo así habrá un cambio físico, uno que pueda calmar su sed. A pesar de ser dos cabezas homosexuales en el mismo cuerpo tenemos nuestras diferencias al amarnos y llegamos al entendimiento ¿por qué nuestro corazón se tiene que desangrar ante sus miedos e inseguridades, ante su absurda autoindependencia y errónea autocracia mental?

Al poco instante hubo silencio. Todos nos mirábamos abismales. Tan lejanos, tan asquerosamente lejanos. El antro melancólico al que acudimos, abandonado a la mismísima miseria, tenía un tanto turbada la estancia por los cantos y alaridos de agonía que en el fondo del llanto penetraba las paredes del lugar. Sin embargo, los sonidos hicieron más que proveer al concilio la naturalidad de renegados de un sistema que cuestiona las nuevas olas inconscientes e inconsistentes de la raquítica sociedad. 

Entonces, el maestre Pichelingue, el sabio al que todos esperábamos escuchar, señor de la oscuridad y la nada, viejo sin sexo, redentor y nuevo dueño de la clásica escuela de la filosofía griega del primer mundo, proveniente de las tierras de Azca, tomo la palabra. 

—Entiendo sus sentimientos, sus cuestionamientos. Sobre todo los tuyos Pachamama y Reuters, que vives con el estigma moral. Las hembras y los machos nunca dejarán de comportarse como tal. He vivido más que todos aquí y he podido constatar que los problemas de la antigüedad son los mismos que los presentes. Ellas tienen que luchar por lo que les corresponde, más posición en un mundo de superposiciones. Ellas que aguantaron la oscuridad en sus vientres, ahora deben dar a luz sus ideas ante la conciencia de clase de un Dios macho, como dicen. Ellas pueden destruir todo, es necesario, para que contemplen la catarsis de una sociedad que por principio no ha reprochado de ellas, y también ha sido engañada, doblegada por unos cuantos poderosos. Siento gusto de que ellas rompan corazones, exterminen emociones; pan recibe el que pan da. Ellas darán a luz corazones que un día sufrirán. Y no está mal. Enamorarse y dolerse no es culpa de una persona o ser, es una cuestión hegemónica de ideales que demacran o benefician a una sociedad. Tendrán hijos hombres y pensarán qué destino tendrán en un mundo de mujeres, donde ser persona ya pasará a ser simple carne. Donde ser hombre, es estar en crisis. Las que luchan por su tiempo, Manhattan lo sabe perfectamente, florecerán después de la época maternal. Florecerán a su tiempo. 

Los lirios, 1914

Los lirios, 1914

Por Alejandro Benjamín Laurentti

Juan Brooke Fea sale de la casa ansioso por probar el crudo aire invernal que agoniza. Está mediando septiembre y lo sorprende una brisa helada y seca, que siente como suaves caricias en el rostro. Aun a su edad y con los años que lleva trabajando para la comisión municipal, de la que es actualmente el presidente, no logra entender qué tiene La Cumbre que hace que el invierno le parezca tan hogareño y placentero, tan cercano a su interior.

A cientos de miles de kilómetros, en la lejana frontera entre Francia y Bélgica, una de las batallas más sangrientas de la historia está comenzando. Enrique de Boucherville, quien vendiera a Brooke Fea sus territorios, está pasando en camión por la frontera de Luxemburgo hacia Longwy, por un secreto camino, bajo un panorama bastante distinto al del inglés recluido en las sierras. Lleva información importante para los Aliados.

Del otro lado del mundo, Brooke Fea piensa: ¿Serán las sierras? ¿Será el verde oscuro de los pastos, que aun con las tremendas heladas no pierden su galanura? O tal vez es el atrapante aroma a margaritas que trae el viento o quizá son los pinos que rodean la propiedad que lo hacen regresar a su límpida infancia en los bosques de Hull, en Yorkshire…

Boucherville lleva puesta ropa vieja, las manos engrasadas y las zapatillas rotas. Es importante que si lo descubren piensen que no es más que un simple polizón, una persona común, un civil como cualquier otro. El camino se presenta demasiado silencioso. No hay viento, tampoco animales, solo extraños susurros en el aire.

Brooke Fea recorre con los ojos aquellos gigantes de múltiples verdes y piensa en la propuesta de su amigo Luis Kunn de regalar parte de sus terrenos para que en el lugar se construya un templo católico dedicado a la Virgen de Lourdes. Su mente vuela, en esta realidad tan, tan distinta…

En medio de la frontera que une Bélgica con Francia, Alemania acaba de lanzar un importante ataque, aquel que llegaría a ser conocido como una versión modificada del Plan Schlieffen. Boucherville no lo sabe, pero está justo en medio del ataque. A lo lejos se escuchan estruendos. El francés se asusta y junta las manos, pidiendo protección.

Fea ve los últimos lirios que rodean la propiedad, los mismos que plantó hace muchos años el dueño anterior y se sorprende. Han aguantado con poderosa resistencia todo el invierno. Se levantan imponentes, buscando el sol, sin saber que el final está tan cerca como la primavera, la estación de las flores, la que no llegarán a probar.

Boucherville piensa en ellos, los ve rodeando el terreno con vivos colores y los siente entre las manos. Cierra los ojos y siente la brisa Cumbrense, aquella que decidió tristemente abandonar, acariciarle la frente. Sus fosas nasales se inundan de aquel fresco aroma a pino y sus oídos prueban el envolvente silencio. A unos metros de distancia, lo esperan, ocultas, bombas en el suelo.

Del otro lado del mundo, extrañado, Brooke Fea ve cómo los últimos lirios comienzan a perder los pétalos. Unos minutos pasan entre que pierden los primeros, hasta que, finalmente, quedan desnudos, solitarios, perdidos. Él no lo sabe, pero no volverán a crecer.