Por Héctor Silva

La muerte había dejado de ser noticia, era el día a día nuestro desde que un rumor se convirtió en pandemia, intolerante e inflexible, que condenó a todos al miedo, al encierro y a un estado común de querer conocer las estadísticas diarias y a cuánto se había elevado el número de muertos alrededor del mundo; sin considerar siquiera la posibilidad de contarse entre los afectados… Era necesario protegerse, enconcharse, evitar el mínimo contagio. Pero, a fin de cuentas, somos humanos y hubo que salir a resolver el hambre, a trabajar y apostar por la vida, entre otras cosas…

Socorro Mirabal, recibió las cenizas del marido, rodeada por cuatro policías que cumplían un protocolo de seguridad, nunca antes se había hecho cargo de las exequias de nadie, siempre evitó hablar de la muerte; la ignoraba a propósito porque lo de ella era vivir para educar y corregir a los muchachos del pueblo. Sin embargo, aquella mañana no pudo escapar, era hora de aprender a enfrentarla en soledad, era necesario aprender a desprenderse de los cuerpos. Con el terror dibujado a medias, detrás de una mascarilla, ocultando los gritos y ahogando las lágrimas de quien, valientemente, asumía el rol de despedir a su hombre en nombre del resto de la familia, actuó con verdadero aplomo. Además estaba sola. Los hijos se habían marchado a buscar nuevos horizontes en parajes desconocidos, años atrás cuando decidieron descender hacia el cono sur…

Comprendió Socorro que ya no había tiempo ni lugar para el velorio, tampoco cortejo por las calles del pueblo, camino hacia el cementerio. Supo que los abrazos se habían esfumado y el llanto contenido debía mantenerse igual, sin espacio para verter algún indicio de dolor por la ausencia ajena. La orden era correr de prisa a un crematorio a incinerar tantos recuerdos y vida compartida, para luego recibir a cambio un montón de cenizas etiquetadas en una caja. No hubo oraciones, solo preguntas de qué hacer con ella. No estuvo entre sus planes esparcirlas en un determinado lugar porque, además de que estaba prohibido, el difunto nunca disfrutó la playa ni las montañas ni conoció el río de su pueblo como para contemplar cualquiera de estas posibilidades. Los hijos, lejos, poco ayudaron.

Socorro tiene miedo de morir, tiene pavor de terminar reducida a cenizas o con su nombre sobre la etiqueta de una caja vacía en lugar de retoñar como semilla, por eso quiere volver a la tierra… no se quiere incinerar… La última vez que pasé por el hospital una enfermera de la UCI comentó que la maestra había estado llorando porque notó una lágrima incesante sobre su mejilla izquierda; ya no quise saber más… Hoy, hace 11 días, llamaron del servicio social del hospital, Socorro acababa de fallecer… no hubo velorio, no hubo entierro, nadie reclamó el cuerpo, impedimentos legales retrasaron el proceso… y tampoco se supo de cremación.