Por Eduardo Omar Honey Escandón

Tras una extenuante jornada, al bajar del metro, las Miradas aún la perseguían. No quiso enfrentarlas de nuevo así que caminó por el andén, subió las escaleras y se enfiló a la salida. En la estación vagaban los fantasmas del No me doy cuenta.

Al salir, sabía que las Miradas continuaban detrás suyo. Aceleró el paso y el eco de su prisa resonó contra las paredes. En la avenida rondaban los susurros del No veo lo que sucede.

Nerviosa, trastabilló delante de una tienda. Al recuperar el equilibrio, observó en el reflejo del escaparate que las Miradas la cercaban más y más para alcanzarla. En los negocios alrededor pulularon los anónimos del Si no es mi asunto.

Pensó que su bolso era el objetivo y lo soltó. No fue suficiente: las Miradas la empezaron a envolver. Entonces se libró de los zapatos de tacón, de la blusa, la falda y la ropa interior. Arrancó aretes y anillos.

Fue inútil. Las Miradas rieron, la víctima propiciatoria lo es sin importar la vestimenta.

Razonó que, quizás al ser un Nada-Nadie, sería absuelta. Separó su larga cabellera. Dejó atrás sus senos, nariz y boca. Sin rasgos distintivos no debería haber señalamiento o pretexto alguno. Pero más Miradas llegaron, más la envolvieron, más la tocaron.

Desesperada, sin poder llorar, se tiró al suelo y aventó cada pie y pierna a los ojos que la acechaban. No fue suficiente. Las Miradas eran moscas del panteón, volando aquí para allá, en pos de cualquier resto.

Se despojó del óvalo sin rasgos de su cabeza, desprendió cada falange y dejó que los brazos reptaran fueran del torso. Así, no siendo, soñó que era suficiente.

No resultó. Las Miradas, impertinentes, la siguieron devorando. La no mujer, la no persona, desde su abismo interno, las maldijo, puesto que se haga lo que se haga, siempre están allí, donde lo que dices no es verdad.