A lo lejos
Por Lizbeth González Mejía
He tenido dificultades para conciliar el sueño, a veces por las noches los ojos se me salen de las cuencas y ruedan por las sábanas frías de mi tálamo, sin sentir siquiera las pelusas que recogen a su andar, y entonces trato de buscarlos desesperado para colocarlos en su lugar. Después de tanto pernoctar se quedan odiosos mirando hacia el techo, y traviesos van de izquierda a derecha como pidiendo respuestas invisibles, y para que no se me pierdan otra vez, cierro mis ventanas de golpe.
De pronto entre las sombras psicodélicas de mis memorias está ella, tan dulce y tan bella, tan pequeña, tan inquieta, tan inocente, tan sincera; y yo solo quiero poseerla, pero no la alcanzo. ¿la he perdido para siempre? Para mi mala suerte, la angustia se refleja como un sismo en mi corazón. Sintiéndola lejana quiero gritarle que vuelva, que me lleve con ella, ya acabé mi propósito aquí, ya basta, ya no puedo, ya no quiero seguir, estoy cansado de perseguirla, de rogarle que se detenga y se fije en mí.
Y así viéndola partir, decidí convertirme en mi propio asesino, en donde mi modus operandi consistió básicamente en el hacinamiento dentro de mi pecho de mis propias ilusiones y anhelos; secuestré mis palabras dentro de mi garganta y desmembré mis deseos viendo su sangre derramarse entre mis dedos… En la noche tan discreta y reservada a nadie le contaba mis secretos, pero la luna se reía de mí con su sonrisa luminosa, así macabra y presuntuosa.
Yo como espejo, era la metáfora misma de la tristeza por el odio de sentir su abandono, y así me preguntaba qué tan bueno había sido para que llorar se convirtiera en mi escape, porque para mí era desahogo, pero me he vuelto náufrago en mi propia habitación; beber el agua de este mar para transformarme en su fuente a través de mis ojos, entonces pienso que si floto son mis recuerdos vueltos barco, si avanzo son mis esperanzas hechas velas, y si cambio será el futuro para llegar hacia ella…
Entonces, entre balbuceos las paredes me escuchan hablar y crujen para platicar conmigo, si tengo pesadillas las contienen y las recrean formando siluetas peligrosas, la silueta de aquella mujer que deseo, pero que ni en cuenta de mi existencia, pareciera que se ha olvidado de mí…
Pienso que si la veo de lejos con una sola pastilla, quizá con más de éstas pueda retenerla, tironear de sus faldas, acariciar su delgadez, prestarle mis ojos para que sus cuevas oscuras ya no estén vacías, poder apreciar la blancura de su estructura tan sólida que puede cargar con el peso del destino finito de todos los inmundos placeres de la vida, como la felicidad misma, la vida vivaracha y sin prisa por concluir.
Hoy decidí acortar la distancia de su adiós, de su indiferencia; pero el agua no me alcanzó para vaciar todo el embalaje de aquellos “dulces” tan amargos y pequeños, mi saliva espesa dificultó tragar las últimas posibilidades de estar a su lado y poco a poco caí en un sueño sumamente profundo de esos que no tenía desde hace meses. ¡Ay! La vi ahí sentada como esperándome, tan bella y tan altanera así como sentada sobre una roca a las orillas del infinito…
De pronto aquella mujer me pareció tan familiar igual a mi amor primaveral, ese que me dejó como el otoño a los árboles y de esa mujer, cuyo nombre no quiero mencionar, le reprocho al destino su atrevimiento a cruzar aquel manto estelar sin importarle lo solitario que me dejaría, ahora yo por más que quiero intentar no puedo pasar, privilegiada ella de convivir con la mujer blanca y de manos delgadas de forma esquelética a la que he estado buscando.
Resignado y enojado nuevamente la vi partir, alejándose de mí, porque conmigo es así egoísta hasta los huesos, tanto que, a pesar de ser la patrona de la noche, ha mandado al sol a despertarme. El único recuerdo que tengo de haberla visto son mis ojos llenos de su oscuridad, con las piernas temblorosas me toca aceptar que tengo que levantarme para adorar en un altar a mi amor primaveral, a pesar de ser ella quien le dijera a la muerte que a lo lejos me encuentro mejor por el momento, por hoy nada más, porque lo volveré a intentar, hasta que ella decida quererme llevar, al lado de la mujer de cuyo nombre no quiero acordarme…
Pasa el tiempo, las estaciones, los rostros, los momentos, y ella no me quiere a su lado; después de tanto intentar estrangular mi respirar hasta con mis propias manos, resignado pienso que algo me falta por terminar y no es precisamente con mi vida, debo ser digno nuevamente de merecerla como cuando tenía su existir entre mis lazos.
Llevar este duelo no ha sido fácil, la depresión pesa y a veces avanzo, retrocedo, me estanco; recuerdo y luego olvido; evado y luego tropiezo, pero ya no voy a intentar atentar contra mí mismo, contra mi vida, porque pienso que si mi suicidio resulta efectivo nadie más la atesorará como yo lo hago, como yo lo he hecho. Acepto que yo estoy aquí y ella, a lo lejos…
Autor: | Lizbeth González Mejía |
Técnica: | Fotografía en blanco y negro |
En lenguaje metafórico el cráneo (como maceta) contiene el sustrato que hace que el cerebro (en este caso, el cactus de la especie Mammillaria elongata, cuya mutación genética hace que tome formas onduladas figurativas a un cerebro) crezca en óptimas condiciones. Uno podría poner cualquier planta en esa maceta, pero a veces uno tan cómico hace parodias a modo de representar qué y quiénes somos, en sí, qué es lo que llevamos dentro. Y entre huesos, tierra y gusanos no olvidamos a quienes queremos. La fotografía que acompaña la narrativa anterior sería la representación del duelo que evoca la muerte. Si la memoria sentimental existe, las emociones que se desbordan y se salen de control, a veces se reflejan en estados de depresión, nunca es fácil decir adiós, quizá lo aprendemos, pero el adiós perpetuo es casi irreal.