por Redacción | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por Juan Carlos Moreno Rosas
Quisiera estar acostado viendo la tele, comiendo botana en calzones y camiseta, pero estoy aquí, muriendo de calor, ahogándome con esta corbata que me dificulta la respiración. Siento el sudor deslizarse por mi frente.
Las personas a mi alrededor mantienen una plática acalorada, yo solo escucho ruidos de fondo, asiento de vez en cuando para que no se den cuenta de mi ausencia. No sé cuánto tiempo llevo inmerso en las carreras que organizan las gotas de mi vaso.
Emilia toma mi mano mientras les dice algo a sus amigos, la volteo a ver y le sonrío automáticamente. Me lamento no haber inventado algún pretexto para no estar aquí, me hubiera roto algún hueso, aventado a un carro en movimiento, cualquier cosa es preferible que estar sufriendo aquí.
Veo los ojos de Emilia, se ve tan feliz, ¿en qué momento dejé de ser feliz con ella? Antes, con solo verla sonreír se me erizaba la piel, no había nada que no hiciera por ver brillar sus ojos como los veo brillar ahora, pero hoy prefiero ver mi vaso antes que sus ojos.
Suelto su mano con el pretexto de encender un cigarro. Con este calor ni ganas tengo de fumar, pero me siento incómodo teniendo contacto con ella. Me voltea a ver, dispersa el humo con la mano, hace cara de asco, no le gusta que fume cerca de ella.
—Ahora vengo —me levanto, le toco el hombro y camino lejos de la mesa.
La observo, se ríe con sus amigos. Yo también disfrutaba estas reuniones. Miro el reloj, no llevamos ni media hora aquí… para mí ha sido una eternidad. Respiro profundamente, a fin de cuentas, ella no tiene la culpa de que me sienta así, no puedo hacerla pasar un mal rato por mi falta de valor.
Debo regresar a la mesa, pero mis piernas no me responden, me tienen clavado en este lugar, prendo otro cigarro para disimular, noto que, cada tanto, Emilia voltea.
Hurgo en mi cerebro, busco en qué momento empecé a sentirme así, pasó sin que me diera cuenta, hace no mucho no me quería separar de ella, quería tener su mano entre las mías en todo momento, hacía cualquier tontería para vislumbrar su sonrisa, cualquier pretexto era bueno para besarla.
El día en que nos mudamos juntos fue el día más feliz de mi vida, después de dos años de ser pareja dimos el paso. Juntos fuimos a buscar el lugar adecuado para nosotros, pasamos semanas buscando. Fue un poco difícil complacer sus exigencias, pero no importaba nada con tal de verla feliz. Encontramos el lugar indicado. Amueblarlo fue más divertido de lo que imaginaba, poco a poco llenamos la casa; la terraza llena de flores, los muebles que no combinaban con nada pero los elegimos a nuestro gusto, cuadros en todas las paredes sin ninguna temática, todo lo que compramos era porque nos gustaba, no nos interesaba la estética del lugar, lo volvimos un hogar donde nos sentíamos cómodos, un refugio en dónde escondernos de los problemas del mundo exterior.
Siento un pequeño roce en el cachete que me regresa a la realidad. Los enormes ojos de Emilia están clavados en los míos, no hay muestra de enojo, es la mirada inocente que me encantaba ver, unos ojos a los que no le puedes negar nada. —¿Está todo bien? Ya está servida la comida, si no vamos se va a enfriar.
Me parte el corazón ver su sonrisa, en el fondo todavía la amo, pero ya no me siento cómodo estando a su lado, su tacto me genera rechazo, aunque no puedo negar que de momentos sigo deseándola, hay instantes que el ver sus ojos su sonrisa me sigue haciendo feliz, hay instantes en que deseo besarla más que otra cosa en el mundo. Pero cada vez son más escasos esos momentos. La sigo a la mesa tomados de la mano, nos sentamos y ella vuelve a la plática con sus amigos.
Me concentro en mi plato de sopa, la revuelvo con la cuchara y me pierdo en el humo que sale de ella. Escucho el bla, bla, bla de mis acompañantes. Sin pensarlo suelto un suspiro, Emilia voltea y me mira con unos ojos que dan miedo. Debería disimular mejor, se va a dar cuenta y no estoy con el humor adecuado para soportar una pelea y menos enfrente de la gente. No quiero explotar y decir cosas de las que después me arrepienta.
Respiro profundo y volteo para verla con la mejor sonrisa que puedo actuar. Finjo estar interesado por su plática, ella sigue y yo sigo con mi sopa. La reunión termina, después de todo no me la pasé tan mal, pude obligarme a conversar y divertirme.
Vamos en el auto en silencio, pongo música, me siento tenso y no quiero estar en completo silencio. —Hoy has estado muy ausente —. Emilia apaga la música. No sé qué contestar, miro fijo el camino y aprieto la mandíbula. No quiero pelear, pero siento como se apodera de mí un enojo al que no le encuentro explicación. Aprieto las manos en el volante.
—¿Qué tienes? —Ya no aguanto más, voy a estallar, las lágrimas resbalan por mis mejillas. Ella me mira sorprendida, trata de tocarme, pero yo empujo su mano. —Esto ya no da para más —me limpio las lágrimas. —Mi intención nunca ha sido lastimarte, pero, de verdad, ya no doy más. Necesito alejarme de ti.
Vamos llegando a la casa, a Emilia no se le ha pasado el asombro. —Buscaré en donde dormir, en otro momento mandaré por mis cosas. Emilia se baja del carro dando un portazo. La veo esperando a que yo baje y la siga para disculparme, pero ya no puedo dar marcha atrás, sin darle oportunidad a que pueda hacer nada, arranco.
Voy sin rumbo, sin cosas y con poco dinero en la cartera, pero hace mucho tiempo que no me sentía tan libre, tan ligero y tan feliz.
por Redacción | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por L. Dante Gorena V.
Saúl, el joven universitario fallecido en la revuelta de noviembre en 2019, no solo había sido su hermano (tres años menor que él) sino también su amigo, su confidente en todo y cómplice de travesuras desde temprana edad. Así lo habría de recordar el capitán Abel Lima, con los ojos comidos por la nostalgia y un sentimiento culposo, denso y sublimado. Pero de eso ya pasaron tres años y sentía todavía el fantasma de ese recuerdo como una especie de astilla enquistada en el corazón. Es que, estando todavía el uniformado en las calles metiéndole gases a los revoltosos, nunca podría imaginar que su hermano Saúl había sido hallado por un grupo de vecinos en un recodo periférico de la ciudad, con el cuerpo como un hilacho y la testa deshuesada por un proyectil de largo alcance; todavía con un soplo de vida y esperando vanamente el auxilio de una ambulancia que pudiera rescatarlo. El vehículo no había podido vencer los bloqueos de la turba enardecida y finalmente el joven estiró las chanclas allí mismo. Eso le dijeron después.
Dicen que cuando uno va a morir se orina con todo y ropa, se santigua, reza su propio responso, se le vuelve pálido el rostro y le entra un frío helado en las tripas. Debe ser una horrible sensación, sin duda. ¿Pero qué sucede con aquellos que, sin siquiera haberlo soñado, de pronto se dan de narices con la parca? Porque nadie pudo finalmente asegurar si la muerte de Saúl fue por causa de una bala perdida que accidentalmente rebotó en las nubes y vino después a dar en la mera calavera del susodicho. No señor. Aunque, quién sabe; pues se sabía de antemano que cualquier ciudadano de a pie no solo podía resultar herido sino despachado al otro mundo, así sin mayores trámites, porque la orden en definitiva era disparar a matar. Al fin que los milicos y la Policía, como brazo operativo del Estado, ya tenían en el bolsillo el decreto del gobierno que los eximía de culpa si acaso se les ocurría enfriar a más de un revoltoso, sea por tratarse de un “perro comunista, sin alma y sin dios”, o por una simple sospecha de conspiración. Todo facineroso, entonces, era considerado enemigo principal de la democracia (la nueva, la actual, la verdadera; según lo decía el flamante ministro de seguridad nacional) y podía ser pasado por las armas con frialdad reptiliana.
Por lo cual el susodicho (un teniente efectivo en aquel tiempo), enfundado en su uniforme salpicado de verde rabioso, habría de cumplir su tarea represiva como manda la constitución. Estaba en la línea de contención desde la pasada jornada, al mando de una tropa de treinta mostrencos con hambre de guerra, nerviosamente inquietos y siempre avispas por si acaso. Además, estando en peligro de ser rebasada la policía por la turba enardecida, había llegado el momento de liberar a los milicos de sus cuarteles de engorde, y estos sí que no se andaban con contemplaciones.
Para su hermano Saúl, cuando estaba todavía en calidad de organismo vivo, aquel asunto de respetar el reglamento de la doctrina castrense le valía un poroto. Ahora, con sus veinticinco años mal contados, trabajaba a medias y recientemente había decidido sacudirse la modorra para retomar su carrera de periodismo y acomodarse en el ala izquierda de una ideología tallada en las aulas universitarias.
Los días uno y dos de aquel estallido social no se podía cuantificar aún el número exacto de heridos y muertos. Pero lo que sí se sabía es que hubo enfrentamientos entre la población civil y los policías en cinco zonas de la urbe. Después todo fue transcurriendo vertiginosamente, entre arengas incendiarias y el trasnoche furtivo como un grueso manto de polvo sobre las barricadas barriales; con su racimo de gentes en las calles, atrincherada detrás de montículos de piedras, arbustos y tierra rebelde. Con aquellos vientos sin edad, endémicos, provenientes de los Andes y colándose por entre los cerros pelados en que se encajonaba la ciudad. Ya para entonces, el descontento del populacho triplicaba en cantidad a la tropa de uniformados.
El diario amanecer era una masa espesa de un plomo ceniza, con penachos de alquitrán flotante buscando el cielo que no había. Ahora el teniente Lima y su tropa avanzaban los primeros metros con suma cautela. Un centenar de insurgentes había brincado desde el distrito barrial más próximo como una plaga de langostas, y esto dio pie a una nueva escaramuza. Cuando se está en tal situación, uno va escuchando estruendos en el cerebro, sin poder distinguir si en efecto son puros cohetes, piedras, gases, balines o disparos de verdad. Y cada paso que se da es un reto al destino. Es cuando se huele el peligro y el pellejo parece desprenderse de los huesos. A la distancia, hasta los perros se tragaban sus ladridos.
Sin los cascos y las máscaras protectoras de unos y sin los pasamontañas o pañuelos sobre la cara de los otros, tan parecidos eran todos ellos —policías y milicos— con los otros —insurgentes y deshabitados, los desplazados de siempre—; en medio de todo ese desvarío colectivo que, ciertamente, ya estaba de buen tamaño. En síntesis, aburridos estaban todos de tener que hacer lo mismo que hacían siempre: enfrentarse por nada. Porque al final todos estaban hechos de la misma tierra rasposa y silente. Esto fue lo que debió desalentar a la tropa del teniente Lima, y ganas no les faltaron de mandar al carajo todo ese quilombo y estrecharse en un abrazo allí mismo, hablándose a una sola cuerda: “Hermano, ¿qué nos estamos haciendo?”. ¡Y que se joda el nuevo gobierno!
***
El capitán de la policía se presentó en la sala de la morgue judicial, atiborrada de cuerpos sin alma y oliendo a puro formol, para reconocer el de su hermano Saúl. Ahora sin el uniforme verde pacay, era simplemente Abel Lima; lo acompañaba su vetusta madre, con el rostro impávido y blanco como un pergamino, la mirada descolorida y la respiración pedregosa de quien nunca podrá comprender el profundo e impenetrable misterio de la muerte. Tuvieron que esperar un siglo de horas para el respectivo informe del médico forense y salir de allí después los tres, uno en calidad de fiambre y los otros dos con la resignación en los suelos.
Estando acomodados dentro del carro fúnebre, que ahora llevaba a su nuevo pasajero hacia el salón velatorio —sumergido en su sueño eterno y acomodado en una flamante caja de madera—, Abel Lima pudo finalmente derramar un lagrimón de plomo, mientras estrechaba tibiamente las manos de su madre.
Y en un instante profundo, volvió al mundo nunca olvidado de su infancia, avivando la llama de su temprana existencia. Acariciando tiempos felices de aquellas lúdicas tardes de sábado sobre la alfombra de la sala, y esa misma ensoñación lo devolvió a esos primeros años; así entonces, se puso a jugar con sus recuerdos: los soldaditos de plomo estaban dispuestos en posición de ataque; dos, tres y hasta cuatro filas en cada bando. Había también tanquetas y cañones acompañando a sus trompas por ambos flancos; la caballería iba por delante de la infantería. Los de chaqueta azul eran comandados por Saúl y los de rojo obedecían las órdenes de Abel. A veces la discusión se encendía con algún reclamo airado: “Hiciste trampa, primero yo te tumbé a cinco y vi cómo hiciste parar a dos”. “Mentiroso, llorón; ya nada más falta que vayas a quejarte con papá”. Saúl, herido en su dignidad naciente, dejaba crecer sus ojos sobre la alfombra, doblando las rodillas sobre la misma, hasta que, resignado, comenzaría de nuevo resucitando a su vapuleada tropa de chaquetas azules. Al frente tenía al odiado enemigo, agazapado, y adelante iba un diminuto general de plomo con sus pesados galones, lo suficiente como para azuzar a su veintena de subalternos…
Finalmente, el coche fúnebre frenó en las puertas del salón velatorio. El zafarrancho anterior se había calmado en parte y de a poco todo iba volver a su color natural. Se respiraba una tensa calma y los vientos de la altura comenzaron a lamer las heridas.
Fin
por Redacción | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por Laura Torres
Loretta deambula por el patio con su característico y trabajoso andar.
Un sorpresivo ACV le dejó como huella un curioso movimiento de caderas que le imprime a su cadencia un porte de saltimbanqui.
―¡Loretta! ¿Todavía en pantuflas?
Oye una voz en el aire y se mira los pies apoyados en un par de zapatillas de tela esponja.
Está vestida con un batón cuadrillé mal abrochado. Un mechón de pelo plateado se escapa por debajo de la vincha que adorna su frente.
Ya ni se acuerda de los años que lleva en ese lugar. Tiempo atrás… hacía la cuenta. Hasta que no fue necesario. Supo que a su casa ya no volvería.
Frente al ropero, con sus escasas prendas, suele recordar el abultado guardarropa que tenía cuando era joven. Ropa de fiesta, de «todo andar», media estación, hasta pantalones y chaquetas deportivas. ¡Cuánto rato pasaba frente al espejo cuando la invitaba a salir aquel chico que bailaba como Elvis!
Cuando se despierta de malhumor, descuelga bruscamente el batón y se lo pone sin mirar siquiera cómo está abotonado.
―¡Loretta! ¡Mira cómo estás vestida!
Detesta a esas cuidadoras, se creen con derecho a decidir cómo debe vestirse.
Pasados varios meses, aquejada por una enfermedad de cuidado que la mantiene en su cama, se rebela como una niña a la hora de comer.
Frente al plato con un aséptico puré o un saludable flan que nada en almíbar, cierra la boca apretando fuerte los dientes. Sus recuerdos viajan al pasado. A las grandes comilonas que se hacían en su casa los domingos.
Una caterva de hijos y nietos rondaban desde la mañana. El silencio se rompía con sus voces y gritos. Sin embargo, al mediodía, compartían mudos la mesa. Seducidos por las fuentes de tallarines a la boloñesa, aguardaban expectantes que la mamma volcara un cucharón en cada plato. El pan esponjoso pasaba de mano en mano, se hundía en la salsa y luego se deshacía en la boca. Los niños se teñían las comisuras de un naranja intenso. Y abrían la boca sorprendidos cuando oían descorchar la botella de tinto. Sabían que apenas una mínima gota de tan preciada bebida, teñiría de rosado el agua de sus vasos. La hora del postre era muy esperada. El manjar del cielo, broche final del banquete, era aplaudido por todos los comensales.
A Loretta el estómago se le cierra con desazón al ver lo que hay sobre la mesa. El vaso de hojalata, el plato rojo de melanina y la comida «de enfermos» que sirven en ese lugar. Aborrece ese nauseabundo almuerzo.
―¡Loretta! ¡Estás revolviendo el puré! ¡No te «hagas la viva»! Comé, ¿me hacés el favor? El flan mejor te lo doy yo. ¡No cierres la boca! pero… ¡qué caprichosa!
Loretta detesta a esas cuidadoras, se creen con derecho a decidir lo que debe comer.
Se revuelve en su cama, intenta desprenderse la aguja que inmoviliza su brazo. El esfuerzo desencadena un acceso de tos. La enfermera lo vuelve a acomodar y la rezonga por querer sacarse el suero con el antibiótico. Toma la bandeja con el resto del almuerzo y se retira.
Loretta se exaspera. Hace varios intentos más con la aguja hasta que lo logra. Se para con esfuerzo. Se pone las pantuflas y el batón. Atraviesa el pasillo con dificultad, con su clásica marcha discontinua. Nadie la ve. Están ocupados sirviendo el almuerzo. Inhibe otro acceso de tos para no ser descubierta. Con los ojos llorosos por el empeño, sale al amplio jardín y se sienta en un banco en el lugar más apartado bajo el frío severo del invierno. Siente arder el pecho con cada respiración. Inhala cada vez con más fuerza. El aire helado desata un torbellino de tos. Siente el ulular asmático de su pecho. Al cabo de un tiempo, la encuentran.
―¡Loretta! ¡No vuelvas a hacer esto! ¿Te querés matar?
Ya están otra vez esas cuidadoras. Loretta las detesta. Se creen con derecho a decidir cómo debe morirse.
por Redacción | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por Angélica Escobedo
En una casa vieja en la ciudad de Mansurá, Egipto, un joven de nombre Haidar come dátiles recostado sobre su cama, mientras revisa sus apuntes de italiano. Rodeado de un ropero y un tocador rústicos y desgastados, camina lentamente hacia la ventana con la mirada puesta en la pantalla de su celular. Abre la ventana y escucha el llamado de la mezquita que está a una calle de su casa.
Mira hacia afuera y ve a los hombres que apresuran el paso para la plegaria del medio día, gira la cabeza y ve a un par de mujeres con hiyab cruzar la calle. De pronto, dos golpes a su puerta lo espantan.
─Cariño, tu padre te espera para hacer el Dhuhr.
─¿Papá está en el baño?
─No, es Amin que se está lavando. ¿Pero por qué no estás limpio? ¿No escuchaste la Adhan?
Haidar permaneció en silencio unos cuantos segundos y antes de pronunciar una palabra su madre lo interrumpió.
─Date prisa, solo faltas tú.
La madre de Haidar cerró la puerta, él cerró la ventana, dejó el celular en una mesita que estaba junto, al igual que sus anteojos y caminó hacia el baño con un serwal y thobe en el brazo.
─¿Qué hacías? Mamá dice que estás algo distraído desde hace días. ¿Pasó algo? ¿Te sacaron del equipo otra vez?
─¿A mí? Claro que no, soy su jugador estrella. No pasa nada, solo estoy cansado y aburrido.
─Si tú lo dices…
Haidar entró al baño, admiró su rostro un poco en el espejo, respiró profundamente, cerró los ojos y comenzó a hacer la ablución, invocando a Aláh y lavando sus palmas tres veces. Enjugó su boca, lavó su nariz, la cara y sus manos hasta los codos, también tres veces. Limpió su cabeza y sus orejas con las manos mojadas y, por último, lavó los pies desde la punta hasta el talón, empezando por el derecho, todo una sola vez. Se quitó la camiseta y el pants deportivos, y se puso la ropa que había colgado en el tubo del baño. En la sala no había ruido alguno, solo dos sillones, una pequeña mesa de centro que fue removida a la esquina y una alfombra roja con ornamentos y figuras geométricas, sobre ella lo esperaban de pie su padre y Amin, que también vestían con serwal y thobe.
Haidar caminó hacia ellos, los tres tenían los rostros serios y llenos de serenidad, se colocaron en dirección a la Meca y comenzaron el Dhuhr. Llevaron las manos a la altura de las orejas mientras pronunciaban sus oraciones, después colocaron la mano derecha sobre la izquierda y las llevaron al ombligo, recitando unos suras del Corán. Bajaron el cuerpo en ángulo recto y pidiendo a Aláh por la salud de su familia, volvieron a la posición anterior y después bajaron hasta quedar en cuclillas con la cara, manos y puntas de los pies pegadas al piso, en todo momento repetían las glorificaciones hacia Aláh tres veces. Irguieron sus espaldas y repitieron el ritual cuatro veces, como corresponde al Dhuhr.
A unos cuantos pasos, la madre de Haidar tapada de la cabeza a los pies y con la cara descubierta hacía lo mismo parada en una alfombra con decorados cafés.
La campana de la basura anuncia que ya es de día, los vecinos salen en pijama con sus bolsas medio llenas directo al camión que recoge los deshechos. Un chico delgado que fuma marihuana recargado en un barandal ve desde arriba a dos vecinas platicar en medio de la calle. El chico tose por el humo del churro y las vecinas llevan sus ojos de escarnio hasta encontrar su rostro. Lo miran un poco y él decide meterse a su departamento.
El sonido de la alarma de un celular despierta a Amelia que vive enfrente del chico que fuma marihuana. Apaga la alarma, se quita las lagañas y con sueño en los ojos comienza a revisar las redes sociales. Se levanta de la cama con pereza, baja las escaleras de su litera, camina a la ventana y la abre para que corra el aire, deja su celular en el escritorio adaptado debajo de su cama. Luego va al baño y toma unos minutos para recordar las tareas del día. Camina a hacia su recámara, enciende una bocina que está arriba de su librero y pone una playlist de rock de los años 70, mientras limpia su departamento.
Suena el teléfono y recibe un mensaje de audio de Citlali: “¡Buenos días, amiga! ¿Cómo te fue con tu trabajo? Anoche me quedé dormida y ya no vi tus mensajes”.
Amelia, con el teléfono frente a la boca, responde: “¡Buen día, amiga! Todo bien terminé más tarde de lo que esperaba, pero ya lo envíe a mi jefe y solo espero que me marque para hacer las correcciones. Avísame si nos vemos el viernes para terminar con mis trabajos. Hablamos luego”.
Amelia terminó de limpiar, preparó el desayuno y se sentó a la mesa a comerlo. Tomó su celular y puso una serie. El sonido de las llaves en el picaporte la hizo voltear hacia la puerta y ponerle pausa a su serie.
─¡Hola! Provecho. Pensé que saldrías temprano.
─(comiendo) ¡Hola! No, me cambiaron la cita del banco para la otra semana.
─ (Toma una silla y se sienta) Mmm… Bueno, si no vas a salir podemos pedir sushi para la noche.
Amelia asintió con la cabeza, su hermana se levantó y salió del departamento. Llevó los trastes al pequeño lavadero que había junto a su estufa. La cortina de la ventana, que se encontraba frente a él, dejaba pasar la luz del día, y mientras lavaba los trastes vio a una pareja de adolescentes besándose detrás de un árbol. Regresó sus ojos al agua que corría entre sus dedos y sonrió.
Tumbado en el sillón de la sala y con ropa deportiva, Haidar sujeta el celular y ve fotos de Nápoles, Liguria y Módena, navega entre distintos perfiles y comienza a agregar a personas que siguen las mismas páginas que él.
Sentada frente al escritorio, con shorts de mezclilla y una playera, Amelia con los anteojos puestos escribe en su laptop y revisa contenido para sus tareas de italiano. Una luz en el celular avisa que tiene una notificación, lo toma y abre la ventana de una solicitud de amistad, revisa el perfil, duda un momento y la acepta.
Haidar entra a su recámara con un pants sucio y una playera llena de sudor, deja su mochila a lado y se acuesta en la cama. Saca el celular de su bolsillo y mira que una solicitud fue aceptada. La curiosidad de la imagen de perfil de Amelia lo lleva a revisar sus otras fotos y decide escribirle por chat: Ciao, Amelia! Come stai?
Amelia, con el teléfono en la mano siente curiosidad y comienza una conversación. Los ojos de Haidar estaban ensimismados en la conversación que sostenía con ella, pero la voz de su padre que lo llamaba a cenar lo regresó a su recámara y, dejando el celular sobre la cama, se levantó y salió del cuarto.
Parada a lado del refrigerador con la pijama puesta, Amelia juega con su chancla, mientras manda un audio a su amiga Citlalli: ¿Adivina qué? Hace unos días acepté la solitud de un tipo que no conozco que habla italiano y que vive en Egipto. Ya sé, es muy extraño, pero lo agregué porque vi que sigue algunas páginas que yo y bueno, la neta es que estoy aburrida, me dio curiosidad y chance practico el idioma. Es muy gracioso, llevamos unos días escribiéndonos por chat, creo que me servirá mucho y además está guapo. Amelia continuó hablando por teléfono con una sonrisa juguetona que no se borraba de su cara.
Sentados alrededor del comedor, Haidar y su familia comen kushari y beben un poco de agua.
Papá: ─¿Qué ha pasado con tu amiga española hijo?
Haidar: ─¿Amelia? No, papá, es mexicana y habla español e italiano.
Mamá: ─¿Con ella hablas diario? ¿Por qué no nos cuentas más? Nunca entiendo cuando te veo hablar por teléfono. ¿A qué se dedica? ¿Vive con sus padres?
Haidar: ─Sí, mamá, es muy linda, agradable y divertida. Solo nos comunicamos en italiano. Trabaja en una editorial y vive con su hermana y su cuñado.
Papá: ─¿Te gusta?
Haidar lanzó una mirada sonriente hacia sus padres, asintiendo con la cabeza. Ellos continuaron preguntando y él siguió hablando sobre Amelia.
Vestidas de mezclilla y con blusas cortas, Amelia y Citlalli están sentadas en las escaleras del departamento de Amelia. Citlalli recarga sus codos sobre su mochila y come un helado de chocolate, Amelia pone su paleta de arroz con leche en la boca y sujeta su cabello con una liga.
Citlalli: (emocionada) ─¿Ya me vas a contar qué pasó con Haidar?
Amelia: ─No sé por dónde empezar. Nunca me había pasado algo así. Suena a cliché de película barata gringa. Él es muy coqueto, directo y cariñoso conmigo, pero nos conocemos hace tres meses.
Citlali: ─¡Güey, no empieces! Es real y te está pasando. Tú déjate querer, chance y en unos meses andas volando para el Cairo.
Amelia: ─¡Ay, no! ¡Qué miedo! Si la otra vez me presentó por videollamada a sus papás, y otro día me empezó a hablar del Corán, cuando yo soy re guadalupana.
Citlali: ─Ja, ja, ja. ¡No mames! Ya te presentó a los suegros.
Amelia: (Sarcástica) ─Ya me vi presentándole a mis papás a mi novio de internet que es árabe, habla italiano, tiene 20 años y ama el fútbol.
Citlali: (entre risas) ─Bueno, no sabes, tal vez, se anima y viene a México con todo y camellos. Pero a todo esto, ¿sí te lo tomas en serio?
Amelia: (pensativa) ─Pues… al inicio estaba jugando, y pensé que él también, me atrajo su seguridad, su físico y su galantería, pero al poco tiempo comenzó a enojarse y a intentar prohibirme cosas que para mí son normales, como salir con mis amigos, beber, maquillarme, en fin.
Citlali: ─Sí, me acuerdo que hablaste con él y le explicaste qué onda con el pensamiento de acá. Tú toda power woman.
Amelia: ─Exacto, lo hablamos y ahí quedó. La verdad sí ha sido interesante aprender de otra cultura, porque en mi vida me imaginé hablarle a un güey que es árabe en italiano. Incluso hemos hablado de viajar juntos a Italia. Ja, ja, ja. Está como bien fumado todo esto.
Citlali: ─¿Pero lo quieres y te ves con él? Porque él ya te dijo que sí viviría en otro país contigo.
La música del camión de los helados interrumpió su plática y Amelia sintió cómo se derretía su paleta de arroz a través de sus dedos.
Haidar acostado en su cama mira el celular que está a lado de su almohada. Permanece así hasta que lo vence el sueño.
Amelia con el cabello revuelto y la pijama arrugada, sentada frente a su escritorio, escribe en su laptop y mira de reojo el celular que está a lado de su café. Lo toma entre sus manos, lo desbloquea, entra a sus chats, teclea algo, lo borra y deja el teléfono en el mismo lugar.
Haidar sentado en el comedor con una taza de café y con el celular en la mano, escribe: “Ciao, amore! Cosa fai? Mi manchi” Ella responde de inmediato: “Ciao, carino! Faccio il lavoro”. Apenas cambiaron mensajes cuando el tiempo y las ocupaciones hicieron que se despidieran con algo de cortesía. Amelia dejó el celular a un lado, miró unos cuantos segundos la pantalla y recordó las horas de videollamada que hacía tiempo no tenía con él.
Haidar cerro el chat, camino a su recámara, dejó el celular en su escritorio y abrió la ventana, vio pasar un avión a lo lejos. Cerró los ojos y escuchó la Adhan del medio día que provenía de la mezquita.
Amelia: (a sí misma) ─Otra vez estos güeyes de la basura no pasaron, ¿y ahora cómo le haré si ya no me da tiempo de nada?
Camina a su recámara se mira el pantalón de mezclilla, el suéter rayado y los tenis blancos para ver si combinan. Luego se dirige frente al espejo del lavamanos, con el cabello suelto y la mirada pensativa, se pinta los labios. Saca el celular de su bolsa trasera, lo desbloquea y lo coloca sobre el lavamanos, vuelve a fijar la mirada en el espejo y escucha el mensaje de audio de Citlalli:
Güey, ¿Cómo estás hoy? ¿Ya no has hablado con Haidar? Ya pasó un chingo desde que hablaste con él. ¡Ay, amiga! Espero que ya no te culpes por alejarlo, pero si tenías dudas y le pediste que se conocieran primero como amigos, pues ya no es tu bronca. Oye… y si él no te escribe, ¿tú le vas a escribir?
Amelia tomó el celular y lo guardó en su bolsa trasera, caminó a su recámara, cogió el bolso de mano, guardó las llaves y se dirigió hacia la puerta. Una vibración de su teléfono la hizo sacarlo del bolsillo, desbloqueó la pantalla, miró la notificación y una sonrisa se dibujó en su boca. Abrió la puerta, la luz de mediodía la segó por unos segundos hasta que un avión se cruzó en el cielo, lo vio pasar y salió de su casa.
por Eduardo Omar Honey Escandon | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por Eduardo Omar Honey Escandón
Durante dos meses vimos cómo el edificio fue derruido. Al principio eran albañiles con marros que andaban en los pisos superiores. Por las rotas ventanas mirábamos cómo golpe tras golpe fulminaron paredes y luego los pisos. Al final quedó una cáscara que con facilidad hicieron caer hacia el interior. Nunca afectaron las dos vías principales que lo circundaban.
“Recuerdo cuando eran calles de dos vías. En medio existían enormes jardineras y árboles. Cada banqueta, antes de que pusieran todititos estos edificios de departamentos, tenían enormes árboles enfrente”, rememoraste como cada vez que en nuestros paseos domingueros encontrábamos la cicatriz de nuevas y desiguales construcciones.
“La ciudad se llama y parece la misma… pero no lo es… te darás cuenta al llegar a mi edad”, fue tu frase final una semana antes de tu fallecimiento. Fuera de un primo que desconocía, nadie más acudió a tu sepelio. Me pregunté si lo mismo sucede con los edificios, que se van en solitario y sin lágrimas de por medio.
Descorazonado, al domingo siguiente salí a pasear como era nuestra costumbre. Por costumbre de más de un lustro toqué en la puerta del cuarto que ocupabas en la planta baja. Tardé en darme cuenta lo que el moño negro gritaba. Suspiré y me enfilé a la salida.
No había avanzado más de tres cuadras cuando los recuerdos cayeron de golpe. Antes, en la esquina donde hay una de las decenas de taquerías, existió una “Peluquería para señoras”. Ya tenía sus décadas cuando me mudé a esta zona y, sin darme cuenta en realidad, presencié su extinción en la era de estéticas y barberías. Sin embargo, detrás del letrero de la taquería (montado con prisas de inaugurar para abordar una potencial e insaciable concurrencia) estaban todavía restos del anuncio con letras garigoleadas, enmarcadas por un conjunto de focos. Un híbrido prehistórico de estilos de los cuarenta a los sesenta.
Continué con mi andar y llegué a la esquina donde una torre de cristales se alzaba intentando arañar el firmamento. Uno de mis pocos y primeros recuerdos de ese lugar, décadas atrás, fue cuando mis padres me llevaron a la juguetería que allí se ubicaba. El lugar era lindo, como si fuera una carpa de circo pero de metal y grandes paredes. Lleno de sorpresas y diversión para un niño. Ilusión providencial en navidades, reyes y cumpleaños. Fue la década cuando la avenida que allí nacía era aún besada por el sol del amanecer y del anochecer. No la del presente, bajo la sombra cuasi perenne de los enormes rascacielos que ahora la bordeaban.
Murmuré, deseando que me escucharas, “La ciudad no se destruye, sino se transforma”.
Entonces comprendí por qué, quizás, cuando falleces tu vida pase ante tus ojos y la geografía citadina del pasado, una más cercana al corazón como a la inocencia, se despliega ante tus ojos.
Por eso, quise ilusionarme, sonreías aún cuando te habías despedido.
por Redacción | Feb 2, 2022 | Febrero 2022, Narrativa
Por Maximiliano Guzmán
Ellos bailan en un abrazo de amor.
Mamá me dijo que nosotros nos vemos así, aunque nadie nos ve.
Ellos bailan y a veces ella canta, pero su boca es un cenagal repleto de mariposas.
Cada palabra nace con fuerza y se desvanece con tristeza.
—Estamos bien —me dice mamá entrelazando su mano con la mía.
—¿En serio? —le pregunto sintiendo la flacidez de su mano.
Ellos bailan.
—¿Cuál será su canción favorita?
—No creo saberlo… —responde y observa. Al igual que nosotros, otros también esperan. Serenos o locos, felices o molestos.
El color de ella.
Nosotros jamás lo tendremos. Pero lo tuvimos.
Somos arcoíris bajo el sol. Energía en la energía.
—¿Por qué lloras?
Le pregunto a Mamá y ella se tapa la cara.
—Juntos en la vida, juntos en la muerte. Una promesa estúpida —responde y sus ojos dejan de mirar. Sería mejor que nadie más mirara. Que yo también voltease el cuello y observara al capitán de barco con su gorra esperar a su hijo o a la reina London, aferrada a su vestido de novia, odiando su barba sin afeitar. Quiero no mirar, evitarlo, pero es un secreto revelado. Estamos unidos en el mismo camposanto.
—Quisiera acercarme —le digo a mamá.
—No lo hagas más difícil —me dice ella.
—Es su color —le digo.
—Ellos brillan…
—Hasta que dejan de hacerlo —agregó.
—Volvamos a dormir.
—Pero es nuestro día –le respondo frunciendo el ceño.
—Papá necesita estar solo.
—Pero no está solo— le digo rabioso.
Mamá me suelta la mano.
—Podes quedarte —y se aleja.
Los demás en su espera intentan invocar a sus familiares, a sus amigos.
La eternidad es compleja, diría mamá. Y mañana será otra mañana sin cielo ni estrellas, sin luz ni calor. Otra mañana y los que recuerdan vendrán fluorescentes a visitar a los suyos. Y nosotros estaremos esperando, grises, incoloros y solos.
¿Por qué a mí no?
Escucho elevarse la voz de papá
Mais mon amour
Mon doux mon tendre mon merveilleux amour
De l’aube claire jusqu’à la fin du jour
Je t’aime encore tu sais je t’aime.
Que hermoso que canta y se mueve.
Se mecen como si realmente estuvieran más allá, en el cielo.
Y el abrazo que se estrecha y se separa. Aunque quisieran, no pueden tocarse.
Pese al perdón, Dios no perdona.
Quizá en el paraíso piense que tenemos que subir los tres, que debemos ir juntos. De nada sirve a papá que lo haya perdonado mi madrastra. De nada sirve mientras que mamá sufra sola y yo haga parecer que no entiendo.
Quisiera vivir en la vida y no estar aquí.
Extraño ser un niño que brilla.
Papá se mantiene con los brazos abiertos. Un último abrazo, un abrazo que le dure un año o le devuelva el tiempo. No pasará y lo veo agachar la cabeza, nuevamente infeliz.
Me gustaría arrepentirme por él. Decirle a mamá siendo él que lo siente, pero nosotros no tenemos nadie que nos perdone. Ojalá tuviésemos…
—Somos familia aún, aún lo somos —le digo a papá.
Él se ofusca y su calavera mastica su dolor a cuestas.
Esa mujer lo ama tanto y él a ella.
Pero esa mujer no es mamá…
Papá regresa a su siesta en esta rutina donde nadie puede dormir.
Y yo retorno con él al pozo.
Mamá nos mira y finge que fuma.
Y sé que ella piensa que algún día vendrán por nosotros y nos traerán flores como alguna vez ella le trajo a papá.