Minúsculas pequeñeces chiquititas

Minúsculas pequeñeces chiquititas

Por Ana Laura Bravo

Compartíamos una esquina. Al principio lo confundí con un montoncito de basura de esa que se acumula sin que uno se entere y que en las penumbras cobra formas familiarmente monstruosas. No habría reparado en su menuda existencia de no ser porque un día me acerqué demasiado y me dijo que lo había pisado. No me disculpé. Lo miré: aunque era un poco más pequeño se parecía a mí. Consideré matarlo en ese instante, pero al final retrocedí hasta mi lado de la esquina.

Si soy honesta, me dio lástima. No suponía una amenaza, aunque sí podría serme útil más adelante, a lo mejor en invierno, cuando la comida escaseara. Por lo pronto, lo dejaba compartir lo que pescaba: presas menuditas, tan miserables como nosotros pero suficiente alimento para los dos.

Pasábamos los días en casi absoluta quietud. A veces sólo tratábamos de no ser vistos. Nos borroneábamos en el color de la pared, entre sus sombras y relieves, dormitando entre una comida y otra. Sin embargo, manteníamos una vigilancia permanente: yo lo observaba a él y él a mí. También cualquier movimiento cercano, y de vez en cuando la televisión, aunque no entendía mucho de sus colores brillantes. Me hacía sentir incómoda o, más bien, ignorante porque a pesar de mi excelente visión no lograba comprenderla. Lo único que me gustaba de ella era que su luz atraía a las polillas.

Incluso con tanto qué vigilar, si entraban en la habitación, nos concentrábamos en ellos. Eran demasiado grandes para ignorarlos, aunque rogábamos que ellos nos ignoraran. Los había visto atacar y matar a otros con tal facilidad que, cada vez que uno se aproximaba, me encogía y sentía mi cuerpo temblar como si una mente secreta le susurrara que podíamos ser aniquilados en cualquier momento.

También él les tenía miedo. Una vez, después de que uno de ellos salió de la habitación me confesó, porque no podíamos dialogar de otra manera, que en cierta forma los odiaba, no por ser grandes y peligrosos, sino por ser impredecibles. ¿Qué es lo que quieren, por qué están aquí?, me preguntó. Yo tampoco lo sabía, pero había una pregunta que me inquietaba más: ¿Por qué nos concedían vivir? Tenía que ser intencional después de vernos tantas veces, de presentir que se referían a nosotros cuando señalaban nuestra esquina y luego, quizá por simple apatía, nos dejaban quedarnos un día más. Sé que lo harán, continuó diciendo, más para sí mismo que esperando una respuesta. Tarde o temprano terminarán con nosotros, ni siquiera necesitan una razón para hacerlo. No dije nada. Para mí se trataba del pacto más antiguo y franco de la naturaleza, si acaso también estaban sometidos a ella: mientras no los molestáramos nos dejarían en paz.

No sólo eran enormes, eran horrendos. Ni siquiera si hubiera podido cazarlos me habrían parecido apetecibles y, al parecer, gracias a las coincidencias, nosotros tampoco estábamos en su cadena alimenticia. A veces los miraba cubrirse con capas y más capas de piel falsa y entendía, o creía entender, que incluso ellos sentían asco de sí mismos. Resultaban tan incompletos, interminados, como amputados de la mitad de su cuerpo. Sus manos, en cambio, si me detenía a contemplar esa mínima parte de su anatomía y conseguía ignorar el resto, inspiraban cierta familiaridad y casi ternura, en especial cuando las dejaban quietas a su lado o tamborileaban los dedos suavemente contra la ventana.

Nunca dejaron de asustarme, pero hubo un momento, no supe exactamente cuándo, en que me descubrí ansiosa, esperando que aparecieran para poder observarlos un poco más. Observaba sus cosas, la piel que se desprendían y volvían a ponerse sin mucho esfuerzo; la televisión que parecía ejercer en ellos una atracción similar a la de las polillas y que, además, sólo se iluminaba cuando ellos la tocaban; los restos de las cosas que comían y no se terminaban. 

Cuando admití que me daban curiosidad, él me dijo que estaba perdiendo la cordura. Que me mudara al jardín. Que necesitaba alejarme de ellos para dejar de alucinar que sus manos eran una prueba de que, de alguna forma incomprensible, estábamos vinculados. Este es mi lugar, contesté, Estaba aquí antes que tú, así que si alguien debería marcharse no soy yo. Me alargué un poco y él se empequeñeció todavía más en su rincón sin atreverse a discutirlo. No se quedó mucho más.

En invierno, uno de ellos comenzó a dormir en el sofá frente a la televisión. Después de observarlo algunas semanas y comprobar que dormido era inofensivo, comencé a hacer pequeños acercamientos. Al principio me contentaba con mirarlo de cerca. Luego comencé a recorrer la geografía llena de pliegues y montañas que era su cuerpo, inerte, casi muerto. De vez en cuando intentaba morderlo, aunque mis colmillos no lograban atravesar la grosura de su piel. Nunca me ha gustado la violencia, pero esto solía ocurrir si se movía repentinamente y me tomaba por sorpresa. El resto del tiempo me contentaba con sentir su calor y los bellos casi invisibles que cubrían su piel y me recordaban tanto a mí misma.

Cuando él se marchó confesó que no podía soportar mi comportamiento. Que no me entendía. Había considerado aparearse conmigo, pero cada vez le recordaba más a ellos, como si el contacto me impregnara de lo que eran. Quizá sea una pequeñez, pero simplemente no puedo —agregó— creo que tengo fobia a los humanos.

Sueños en las noches de tormentas

Sueños en las noches de tormentas

Por Hugo Díaz

Desde la cama lo vio cruzar la puerta, mastodóntico e insustancial a la vez. Daba el efecto de los recuerdos. Mateo soltó la poca leña que había encontrado y cerró la hoja de madera con llave y gancho de hierro como si el viento de afuera se hubiera envenenado. Con languidez, pero sin tristeza, dijo que ya estaba encima de ellos. Los meteorólogos aseguraban que la lluvia intensa duraría entre diez y doce días. El cambio climático ya no era sorpresa ni provocaba consternación, la noticia se generaba en el tiempo que persistiría la sequía o los aguaceros. 

La pequeña cabaña se encontraba en una abrupta ladera que, mirada con distancia, era el simulacro de una nube estática, grisácea y espesa enmarcada en un elevado desfiladero. Ana, reclinada sobre algunos almohadones, tampoco experimentó aflicción alguna cuando Mateo anticipó lo inevitable. Sólo se tocó el vientre con requiebros y sonrió tratando de amplificar el sentimiento. Él captó los movimientos de ese silencio y se acercó a ella, le susurró que después de la tormenta estarían en un lugar mejor y más espacioso. La hambrienta salamandra que tragaba leña sin parar estaba a corta distancia de la cama, y detrás de ellos, una diminuta ventana que no se abriría hasta que se manifestaran los primeros rayos de un sol crudo y sonrosado. Para llegar al baño había que rodear la mesa con las dos sillas. De a poco, el crepitar de la estufa fue absorbido por el ruido marcial de la lluvia golpeando la cabaña. Mateo miró el reloj del celular sin cobertura, era para lo único que servían los teléfonos hasta que pasara la tormenta. No era tarde, pero se acostó junto a Ana y fue durmiéndose respirando el vapor del aguacero. 

Lo primero que vio Ana al despertar fue a Mateo haciendo café y tostadas encima de la salamandra encendida. Se abrigó y caminó al baño. Al regreso preguntó cómo se llamaban los rayos solares que atravesaban las nubes. Él, alcanzándole una tostada con mermelada, respondió que solían denominarse rayos crepusculares y se hacían visibles debido a las partículas de polvo o agua, dando un efecto de rampa. Ana creía recordar que también tenían una connotación religiosa. En su juventud, obedeciendo al mandato familiar, sus padres católicos practicantes la metieron a estudiar Teología, aprendizaje que se esforzaba en olvidar. Dijo que había soñado con esos tubos lumínicos que llegaban hasta una laguna de aguas quietas y escuchaba como si granos de maíz ascendieran por ellos petrificando lentamente el agua amarronada; Mateo contestó que el ruido de la lluvia seguramente había influido en sus sueños. Mientras que ella bebía el café y el suplemento vitamínico, él se reclinó en la silla, tomó el libro de medicina y empezó a leer.

Cerca del mediodía, Ana dejó la revista de moda a un costado de la cama y se acercó a Mateo que empezaba a cocinar. Tomó el cuchillo y corrigió los movimientos para cortar los trozos de zanahoria y apio, él la dejó hacer, se secó las manos y de una mochila negra sacó una fotografía. En ella había un chico de pelo rizado, pecho potente, con una rodilla levantada y expresiones solidificadas a la urgencia; su mirada se fijaba en una pelota de futbol suspendida en el aire. Se la enseñó a Ana que, pletórica, describió la sonrisa angelical y el semblante cándido del púber, honrando no sólo a su pareja sino también al bebé que esperaba. Él le habló del momento de la captura de la foto y ella experimentó un pasado común que los unía aún más. 

La quinta noche de lluvia la despertó el mismo sueño de los rayos crepusculares emitiendo un escandaloso sonido de maíz ascendiendo, y sumado al vértigo de los ojos abiertos en la oscuridad, hizo que se pegara más al cuerpo de Mateo, quien al poco tiempo se levantó sigilosamente sin que ella lo notara. De uno de los bolsillos de la mochila negra sacó un paquete de cigarrillos de diez que sólo contenía dos. Tomó uno y lo olfateó deseoso. Miró la estufa encendida por unos segundos y dejó el tabaco en su lugar.

Días después Ana aguantó algunos dolores mientras Mateo recordaba las vacaciones de años anteriores en el bosque, en pleno temporal de nevadas. Aquella cabaña era más grande y tenía una ventana donde los amaneceres se reproducían, en primera instancia, azules de llamas de gas, para tonificarse en celestes diáfanos. Una mañana, mientras ella dormía, había visto un ciervo algo famélico que al parecer buscaba comida. Había salido y lo había seguido hasta un claro donde el animal se detuvo a comer hojas verdes y fuertes. En ese momento, numerosas águilas habían atacado al distraído animal dándole muerte en corto tiempo. Evocó que sólo había podido retroceder y mirar desde lejos ese reclamo de dominio de las especies en el desorden ecológico que estaban viviendo. Ana mencionó que ese día lo había visto entrar raudamente y con los gestos como paralizados, fumando. Y preguntó si tenía deseos de fumar, sabía que desde que lo dejó de vez en cuando encendía uno a escondidas. Él lo negó con la cabeza y le recomendó que se fuera a la cama a descansar, pues se hacía tarde. 

Despertar fue como si la realidad se hubiera amontonado súbitamente en la mancha de sangre de las sábanas que tenía entre las piernas. El dolor punzante la hizo lanzar quejidos finos, incompletos y verticales. De un salto Mateo se incorporó y encendió todas las luces. La examinó y rápidamente dijo que debía llevarla al hospital, en la cabaña no tenía cómo tratarla. Ella se negó diciendo que estaría todo inundado, podía esperar un poco, estaban en el décimo día, la lluvia cesaría en cualquier momento; pero él se vistió y, con voz endurecida, prometió que volvería pronto y con todo lo necesario. 

No tardó en experimentar la piel tensa y ardiente. Los dolores se intensificaron. Percibió la luz de los faroles cruda y acuosa que aparentó neutralizar sus movimientos. Dejó de sentir el peso del vientre, todo se volvió volátil. Imaginó a Mateo abriéndose paso entre desaforados animales hambrientos. Se secó las lágrimas con las sábanas. El silencio pareció caer del techo. Pensó que la lluvia por fin había cesado. La tranquilizó escuchar la voz blanda de Mateo como un sueño débil o un recuerdo. Al instante, un ruido de maíz ascendiendo la entumeció, y el dolor y la respiración se detuvieron. 

La dorada libertad

La dorada libertad

Por Juan González Repiso

Hay un anciano, míseramente jubilado, que tiene la costumbre de ir al Liberty State Park para fumarse un puro, de esos pequeñitos, a escondidas y, de camino, meditar sobre la inconsistencia de las cosas y otras nimiedades por el estilo. Eso sí, no soporta que su banco habitual esté ocupado; cosas de jubilado y de la edad —está claro—, porque se inspira mejor en sus digresiones si se siente en su sitio, como si cada uno tuviéramos un lugar predestinado para filosofar a nuestro antojo.

Y se pone a observar, entre calada y calada, la silueta verdosa de la Estatua de la Libertad. ¡Qué carajo! —piensa—, ¡qué más da si la que sirvió de modelo para la efigie fue la madre de Bartholdi, el escultor, o Isabella Boyer, su presunta amante y, por cierto, heredera del industrial Singer, el de las máquinas de coser. ¡No pega nada! —razona—, ¿una duquesa, una potentada para tan libérrimo símbolo? Aunque, eso sí, tiene claro que en cualquier caso tenía que ser una mujer, aunque no sepa exactamente por qué; una intuición. En el fondo, aún le cuesta reconocer que es un irreverente iconoclasta.

Más tarde, se va calentando y, confuso, se pregunta si aquel Imperio en el que vive —sobrevive sería el término más exacto— no oculta con tantos emblemas, insignias, distintivos y banderas la obscenidad de tanta guerra absurda, la indecencia de apoyar las dictaduras más sanguinarias, aquellas dos bombas criminales y el escándalo de imponer el sistema más injusto, tanto a los partidarios como a los empadronados en la utopía contraria.  

Pero, qué carajo, si el de libertad es un concepto complejo, ininteligible, inacabado, tal vez —piensa apurando el puro con tristeza—. Sí, sí… facultad de hacer o de obrar, dejar de hacer si te da la gana, no ser esclavo, no estar subordinado a un imbécil, no estar preso, estar exento de deberes y regalado de derechos. En esa amalgama de ideas se entretiene apoltronado en el banco con los labios fruncidos. Y niega con la cabeza cuando se acuerda de que un presidente, ese que se ha inventado una América Boreal a su imagen y semejanza, alentó el asalto al mismísimo Capitolio. ¡Ahí queda eso! —se dice en un soliloquio con la única persona del mundo que lo entiende, y más enfadado aún, si cabe—.  

Entonces tira la colilla, la pisa con rabia y suspira derrotado. Ya son muchas semanas de venir y ponerse a pensar en lo mismo. Que si el tiempo que estuvo sin trabajo, sin seguro médico, el que tardó en ver una nómina con más de tres cifras. ¡Libertad!, ¡qué carajo! —masculla—. ¿La libertad de la supervivencia de millones frente a la insolente opulencia de unos cuantos mentecatos? ¿La libertad de que te manejen los medios de comunicación como a perritos amaestrados? ¡Esa sí que es buena, señores!; votantes en manada, que viven puerta a puerta con el apuro y la necesidad, dan su voto a los que matan por eternizar el desequilibrio tan común en nuestras ciudades. Y se va calentando cada vez más, a punto de encender otro purito, pero se arrepiente a tiempo; otra promesa incumplida la de dejar el tabaco. Ya es hora de volver al metro, de regresar a casa, de abrir el buzón y encontrar facturas y esa propaganda que nos entontece cada día más sin darnos apenas cuenta. ¡Hay que joderse!

¡Libertad, dicen! Si casi tenemos que pedir permiso para colocarnos en algún sitio nada más nacer. Que todo está cogido, ocupado, comprado. A esas alturas las pulsaciones le van por encima de noventa, y eso no es nada bueno para la hipertensión; todo el mundo lo sabe. Por eso, porque se conoce, hoy tomó descafeinado en el desayuno.

Cuando llega a ese punto es cuando se pone a recordar, ya casi histérico, las cosas que le dicen por el barrio y por su casa sobre su ácido radicalismo y su larga ingenuidad. ¡A la mierda! —espeta—. Yo sí puedo ver con claridad cómo nos han metido a todos, con un calzador bien grandote, en este capitalismo de caverna que es el timo del milenio. Y me dicen distópico y neurótico, joder, y otras tonterías por el estilo —indignado, escucha en su cabeza golpes de los latidos de las mil preguntas que se hace y responde como para confirmar que nada falla en su diagnóstico—. Que libertad, sí, faltaría más, pero siempre de la mano de la justicia y la ecuanimidad. Que no hay nada más insoportable que una balanza desequilibrada, ¿o no? Así que no cambiaré de idea porque muchos estén políticamente ciegos, ni pensarlo. Estoy contra la miseria, contra el vivir atemorizado, contra la injusticia, las hipotecas a largo plazo, las jaulas invisibles y de una libertad, qué carajo, que está diseñada a la medida de unos cuantos.

Así, algo más desahogado, termina su mañana en el parque, su escapada semanal y vuelve por calles repletas de gente que no saben lo que él ha estado pensando. Al llegar al portal saluda con un amable buenos días al vecino del tercero, que observa curioso esa risilla inexplicable con la que acompaña su salutación cada vez que te cruzas con él. Su mujer, al verlo entrar le pregunta: ¿Qué tal hoy la Estatua de la Libertad? Él contesta irónico y aparentemente indolente: ¡Hueca!

              

El huésped

El huésped

Por Damián Damián

Pude decirle adiós de muchas maneras: canciones, poemas, fotografías, cuentos, obsequios, cartas, chats, manualidades, sexo, lágrimas, risas, caricias y etcétera, si olvidé otras más.

Si lo tomó como un buen gesto —de despedida— ya quedará en ella. De mi parte solo fueron “adiós de amor”. Me lo dijo y se lo dije y así fue, pues, en todo caso, verdad o no, fueron sus palabras.

Me fui de su vida, porque así me lo pidió.

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Están de más las circunstancias: muchas buenas y otras malas, pero vaya que no es fácil. Son de las despedidas más dolorosas a las que el ser humano, a pesar de estar acostumbrado siempre diciéndole a todo el mundo: adiós, hasta pronto, hasta luego, cuídate, nos vemos, me voy, estamos en contacto o solo dejarlas en visto en las redes sociales.

Pero ¿por qué es difícil? Simple.

Hay amor. O cualquier otro sentimiento de pertenecer que ya no va existir. Ese sentimiento que creó sueños, ilusiones e incluso planes de vida ahora serán serán serán y nada a su debido tiempo.

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Siempre hay que tener un especial cuidado al despedirnos de los seres que amamos porque, para bien o para mal, algún día puede que ya no estén a nuestro lado. Clásico.

Esto es, entonces, disfrutar solo el momento, pues nadie tiene el mañana asegurado. Clásico: vintage.

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Sin embargo, entre ella y yo, estoy seguro, nos despedimos amándonos. Es mucho mejor que decirse adiós de dientes para afuera, como dicen, o a la mala, como es que sucede en algunos casos.

Si en algún momento ella lee estas palabras me gustaría a mí que pudiéramos volvernos a ver y aclarar todos los inconvenientes que en estos momentos nos separaron. Pues no está demás, como hombres, ver nuestros errores reflejados en los ojos de una mujer, así

Como nuestros aciertos, porque uno siempre se despide dejando cuentas pendientes, asuntos sin resolver y demás contratiempos.

Curioso es que para cuando se publique esta misiva hubiésemos cumplido un año de relación, pendiente al que nos faltaba solo un mes.

Por consiguiente, mis sentimientos de pérdida son frescos, pululan tristeza todavía, y a pesar de la resignación a la que estoy sumamente amordazado, el vacío ya me pudre.

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El aroma de mis besos apesta. La esencia de mis sueños ciega. No se ve nada, todo me sabe a simple. Vuelo al olvido y aterrizo en el recuerdo de un madero en forma de banquillo de ningún lugar. Huelo a plantas marchitas a las orillas de un cajón.

Comprendo que estoy lleno de ti, y eso casi derrama lástima. Soy un hombre en la memoria y la memoria de un cuerpo. Y si la imaginación tiene colores y puntos guías ¿dónde están los trazos?

La emoción habita en los sentidos y la enjundia del corazón es huésped, otra vez, otra más. Pero por qué seremos tan insensatos: los sentidos, el sentimiento y el sentir son cosas tan diferentes y nos aferramos a meterlas a una pequeña botellita de cristal y agitarlas.

Esto escrito es dolor de partida con los puntos necesarios para entenderlo.

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Cuando aún vivía en aquellos tiempos, fui a ver cómo trabajaba. Su departamento era muy pequeño considerando el tamaño de sus ideas. La recámara donde trabajaba era blanca, con una puerta pequeña y sin ventanas. La mujer era muda y desconcentrada, sumisa, fría, con fugas entre las pestañas.

Su tintero, un lagrimal raro, se parecía a un puño. Y cada palabra o frase que escribía se soltaba al llanto colérico e incontenible de tener o no, de sentir o no, el peso de los dedos.

Cuando terminaba el verso se sentaba a platicarme sus penas, con sus sucios dientes y mí apestosa boca. Y así nos besábamos, siempre entre whisky y mediodía. Entre: seco, caluroso y, sobre todo, de módico precio.

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Cuando murió, lo primero que hice fue darle el pésame a su máquina de escribir. Ahí estaba. Y qué por alguna extraña razón ya tenía poco menos de la mitad de las teclas.

Cuando me presenté al velorio y me asomé al ataúd, observé en ese hermoso y siempre pálido rostro, algunas de las teclas dentro de la boca. No comprendí aquella extraña situación, pero supuse que ella tenía que reclamarle pendientes a la muerte. Y como en el purgatorio, se pierde la voz temporalmente, porque solo se gime angustia, dolor y placer, ella le iba a escupir las teclas, letra por letra, en la cara.

Lo comprensible de estar en una casa sin nadie es sentir el espacio entre el interior. Hasta se siente alejado uno del ruido que se escucha susurrar a los entrepaños contando nuestra propia historia.

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Llevo varios días sin dormir. Al cerrar los ojos, perturbado, una melancolía recorre mi cuerpo. No he logrado descansar. Su impresentable me abruma.

Cuando aún vivía yo también, y su mujer de paso, lo peor del asunto, el sufrimiento que me causaron: yo contaba su historia. La hacía mía y no viento, que es de quien se supone es.

Y con todo respeto, que a esta nostalgia se la lleve la chingada.

Auto-suicidio

Auto-suicidio

Por Homero Baeza Arroyo

Tengo o, más bien, tenía un amigo que siempre se estaba quejando. Platicar con él era un verdadero martirio, algunas de las personas que también se consideraban sus amigos decían igual que sus vecinos: “Él siempre se está quejando”, “Hasta lo que no come, le hacía daño”, “Sufre de una disfrazada melancolía”.

Tenía tiempo que no iba a visitarlo, pero un recuerdo me hizo buscarlo en su casa para ver cómo se encontraba, porque vivía solo y con una notoria tristeza, desde que en sus brazos falleció su madre de un coma diabético. 

Cuando llegué a su casa me pareció que no estaba, que tal vez hubiese salido al supermercado o, como era media tarde, quizás se encontraba dormido tomando alguna siesta como acostumbraba. Insistí tocando el timbre y con una moneda golpeé la puerta metálica de su casa, tal vez hice mucho ruido porque una de sus vecinas contestó a mi insistente llamado, que ahora hacía con mi voz. 

—No está. No hay nadie —me gritó desde el interior de su ventana—. Estoy buscando a José, soy su amigo, no sabe dónde está o a qué hora regresa, —le pregunté en voz alta para que me escuchara desde donde estaba. —Espere un momento, voy para allá—. Era extraño que no sé encontrara en casa, nunca salía, se mantenía casi siempre encerrado. 

Cuando la vecina se acercó a mí la saludé y le volví a preguntar sobre Pepe. Se quedó viéndome en una forma extraña, como cuando todos saben algo de alguien y tú no sabes nada, luego, como un suave reproche, me comentó en forma de pregunta: —¿Qué no sabe lo que pasó? —yo le contesté curioso —No señora, no sé lo que haya pasado, hace un buen rato que no lo veo. —Ni lo verá nunca más. —¿Por qué? ¿Pues qué pasó? —pregunté preocupado. —Se murió, se suicidó, en una palabra se mató. —Pero cómo fue, yo no estoy enterado. Podría decirme cómo pasó. —Claro que sí, mire, pase a mi casa, aquí afuera en el jardín tengo unas sillas y una mesa con sombrilla para que estemos más a gusto y podamos platicar mejor. ¿Gusta tomar algún refresco? —me preguntó. —Solo un poco de agua y se lo agradezco. Luego nos sentamos en aquellas cómodas sillas, bajo la sombra de la frondosa sombrilla. 

Comenzó con su relato. —La verdad es que se murió porque él así lo quiso, nadie lo estaba obligando a vivir. Desde que murió doña Chole, su mamá, todo se le vino abajo, se la pasaba diciendo todo nostálgico que ya no quería vivir, que no sabía para qué había nacido, que no quería estar en este mundo, que le iba muy mal en todo. Empezó con esto desde hace poco más de un año, nunca lo entendí, pensé que estaba enfermo o volviéndose loco. 

La interrumpí para decirle. —Es que así era él, siempre se estaba quejando de todo. —Mire, —continuó después de tomar un poco de refresco de cola que le había traído su pequeña hija, yo hice lo mismo con mi agua con hielo para refrescarnos la garganta y calmar los efectos del calor. —Nunca lo entendí —continuó con su plática. —Lo tenía todo. Ahí está su casa, no sé qué va a pasar con ella, su automóvil ya se lo llevó su hermana junto con su perro, además, su madre le dejó algo de dinero en herencia. ¿De su salud? Pues, no se veía que estuviera enfermo, solo eso de estar aborreciendo su existencia a cada momento, pero que yo supiera nunca visitó a algún médico, es más, nunca lo escuché decir que tuviera algún dolor de estómago o de cabeza y mucho menos tomar medicinas para eso—. Quizás estaba muy solo le comenté. —No creo, tenía su perro y siempre venían a verlo algunos amigos que se juntaban a comer o tomar con él, y hasta a mí me invitaba a tomar una cerveza para platicar un rato. Yo veía que a él no le faltaba nada, creo que lo tenía todo, pero tanto repetía que se quería morir y, pues ahí tiene, se le concedió.

—¿Usted sabe si antes de morir le avisó a alguien? —pregunté. —No. Lo encontraron muerto cuando vino su hermana y lo vio cómodamente sentado en su sillón de reposo, donde tomaba sus siestas vespertinas, decía él. Su perrito, a su lado, sin ladrar. Había un frasco de pastillas vacío en la mesa del centro. Quién sabe de dónde lo habría sacado o cómo lo consiguió, tal vez del botiquín de su difunta madre.

Qué mal, pero ¿no dejó algún escrito, o algo para decir por qué lo hacía? —Sí claro. Encontramos una carta, digo que encontramos porque cuando llegó su hermana y vio que no estaba dormido sino muerto, salió apresurada de la casa para pedirnos auxilio a los vecinos, pero ya era demasiado tarde. El médico que vino con la policía, dijo que tenía como dos días muerto. —¿Y la carta? —insistí. —Creo que como en todos los suicidios decía que no sé culpara a nadie de su muerte, que lo hacía por voluntad propia, que ya no quería seguir con su soledad en este mundo, que se despedía de todos sin ningún resentimiento, y sin más palabras, claro, con letra muy fina porque escribía muy bonito, estampó su nombre como firma; José Dolores Rodríguez Escápita.

Yo nunca le conocí el nombre de Dolores —le dije. —Yo sí —me contestó. —Algunas veces su mamá de cariño le decía Lolito. Pensé entonces que por su segundo nombre se quejaba tanto. Continuamos platicando un buen rato sobre mi melancólico amigo, pero ella insistía en que se había muerto porque él lo estaba deseando desde hacía mucho tiempo. Que nadie lo había venido a matar. 

Al final me despedí de ella y le agradecí por su información y su refresco, haciéndole saber que me hubiera gustado estar en el funeral de mi amigo, pero al no enterarme qué más podía haber hecho yo. Entonces me dijo. —Ojalá hubieras estado con él porque estuvo muy solo, unos cuantos vecinos fuimos a su sepelio y su hermana que también llevó a su triste perro, que lloró y aulló mucho al despedir a su inseparable dueño. 

Aves en ruta

Aves en ruta

Por Luz Enith Galarza Melo

Las desgracias deberían prohibirse en los días de lluvia, las madrugadas, el calor del medio día y la penumbra, refunfuñaba Miranda, absorta en sus reflexiones. —Agrega los domingos a esta lista —replicó Otto, convencido pero taciturno. 

Entre tanto, Augusto aceleraba el paso para alcanzarlos. Vamos ordenó; acompañando sus palabras con la mano Se hace tarde, replicó suavizando la voz.

¿Para qué la prisa? respondió Otto—. Ninguno de nosotros sabe a dónde va. Pero antes de que él pudiera o al menos intentara responderle, Alfaro también preguntó:

—¿Han notado que tampoco sabemos en qué día o fechas estamos? inhaló profundamente y continuó— ahora solo nos interesan los kilómetros… los recorridos y los que nos faltan. Las cosas empezaron a cambiar desde el momento mismo en que el equipaje esencial pasó a ser lo liviano, útil y pequeño, reconoció exhalando nostalgia, que todos podían respirar. 

Juntos asintieron al unísono,  coincidían en que lo recién dicho era la verdad más triste que habían escuchado. Su verdad. Tenían la sensación de que todo había cambiado y ninguno sabía si alguna vez volvería a ser lo que fue antes. Tímidamente, se escuchó la voz suave de Tatiana —Aquello que ocupa más espacio y pesa más son los recuerdos afirmó convencida —guardo los míos como si fueran tesoros, además logro sentirlos, agregó. 

También a mí me pasa —interrumpió enseguida AugustoSolo de recordar los jazmines en la entrada de la casa de la abuela vuelvo a sentir su delicioso olor e incluso, el aroma humeante del café que ella servía en aquellas tazas de cerámica que le daban un sabor especial —terminó su explicación. 

Miranda con los ojos cerrados parecía haberse transportado junto a él.  Sin poder evitarlo, comenzó a llorar, pero por primera vez, ninguno de sus parientes la recriminaba por hacerlo. Todos en silencio estaban llorando.

También Peregrino había dejado tras de sí los juicios y reproches. Se encontraba deambulando, resuelto a seguir departiendo con todos y cada uno de sus sentidos, a seguirlos distinguiendo por el nombre que se le ocurrió dar a cada uno, para saber quién tomaba la palabra en los diálogos eternos que creaba en su cabeza para sentirse acompañado. Era uno más, una cifra en una multitud de migrantes, entre los que caminaba completamente solo.