Por El hijo de los hombres
Miro mis ojos frente al espejo
allí está el tiempo que no fue,
el camino que no recorrí,
el sol cansado,
la memoria detenida y breve,
el poema impenetrable,
el árbol sin raíces,
la flor sin pétalos,
la tierra inútil,
la oscuridad que no se puede medir,
las inquietas y desafortunadas hojas,
la palabra sin miel, el silencio insonoro,
la tortura irrealizable
y todo aquello que nadie sabe nombrar.
Frente al espejo no soy más que un cuerpo,
un cuerpo que cae:
algo le falta a este cuerpo.
No me confundo
con el que tuvo que pararse sobre los tejados
a dar gritos llamando a la blancura
o al tiempo que todo perdona.
No tengo similitud
con un paraje relegado a cambiar de estadío
constantemente,
ni con un hombre debilitado por ausencias,
distancias ni desilusiones.
No necesito aceptarme como soy
ni transformarme en un bosque enigmático,
solo permanezco ahí,
silencioso,
contemplando mi vastedad que acuna,
su calendario,
la profundidad de la espina.
Habito este silencio
con la prestancia de ese mismo silencio
mi cuerpo respira profundamente;
evoca el conjuro
y giro la llave.