Revolución

Revolución

Por Abraham Campva

Toda se va por la borda. La pipa sofoca los últimos residuos de cannabis, con un suspiro recuerdo que, bajo la cama, tras la penumbra aguarda la cajetilla de cigarros, prendo uno mientras observo sin esperanza la ventana, las luces tintineantes danzan en rojo y azul. El grito de la sirena señala la intensidad de las calles, son las 4:13 a. m. La batería del celular empieza a menguar mientras el vecino altera la contraseña del wifi.  Reina en mí un sentimiento de ofuscación, la única alternativa se encuentra atrapada, el teléfono no cuenta con saldo. ¿Cómo demonios pediré un Uber al Oxxo más cercano? Releo las últimas líneas que Roxanne dejó en el mensajero del Facebook, son claras: “debemos resistir, conoces más banda, hay que juntarnos todos al medio día en la plaza”.

Me levanto de la cama, no hay electricidad, busco a tientas en la arrebujada ropa que circunda la habitación, y en unos jeans tropiezo con un poco de dinero. Salgo a las calles llenas de luces que golpean el rostro con publicidad. Avanzo un rato hasta que por fin se acerca un taxi, repiquetea dos veces el claxon junto a dos parpadeos de sus luces altas, como una señal estandarizada que me dice que esta vacío y de servicio. Levanto mi dedo índice y se orilla un par de metros adelante, me acerco confortado y al decirle la dirección a la que voy me dice que él se dirige a otra. Prosigo con premura hasta divisar el Oxxo. Al entrar compro un poco de frituras y una lata de cerveza, además de la recarga de saldo.

Las sirenas ululan aún, lejanas, pero lo suficiente para perturbar mi corazón.  Mis pies están agotados por la travesía, en los alrededores hay un pequeño parque y las bancas me invitan al descanso; me aproximo y tomo asiento, abro con delicadeza la bolsa de las frituras, llevo a la boca una suculenta hojuela y su sabor artificial me lleva a un éxtasis. Abro la lata de cerveza antes de que se temple y su sabor contradiga el gusto de mi paladar. Me llega la remembranza de Roxanne.

Una noche como todas en las que, a forma de ritual, tomo el teléfono móvil, coloco los audífonos y selecciono mi lista del Spotify, y mi dedo se escurre sobre la pantalla con ojos dispuestos, devorando memes para terminar examinando noticias, justo esa noche posteando en una de ellas se departía del aumento de las jornadas laborales, el argumento: el costo-beneficio. Según un estudio de esos tantos que se comparten en los llamados muros, se mencionaba que la mayoría de la población dedica su tiempo y dinero en compras y ventas en línea, y mientras el gobierno no presidía de regalías por ese servicio, como todos los gobiernos sagaces, creó un nuevo impuesto por usar las aplicaciones móviles, lo cual desató excitación en redes sociales. Dedos mordaces llenaban las pantallas con palabras amenazantes, incluso en aquellos caracteres se escuchaban los gritos; era una de esas protestas que conllevan a las revoluciones, y fue entonces que salió Roxanne, respondiendo mi post, y en ese lenguaje virtual hicimos clic. Cada palabra que plasmaba desataba en mí sentimientos que no encontraba en ningún lugar de comentarios, descubrí a mi alma gemela en esta inmensidad de caracteres y vertiente de opiniones.

La cerveza sucumbe al último sorbo, el teléfono móvil está a minutos de sucumbir al último respiro de su batería, el tiempo tiene una ventana de tregua, suficiente para crear un evento en Facebook: “La Resistencia es de todos”. Ahora solo espero conseguir un cable de datos, cargar la batería y esperar un Facebook live de la banda, levantando sus puños, con las voces al unísono en pos de la justicia, mientras mi corazón henchido y Roxanne los coreamos tras la pantalla.

La herencia de la Modernidad

La herencia de la Modernidad

Por Fabiola Hernández

Si bien con las revoluciones industriales el mundo ha dado grandes pasos hacia el desarrollo científico y tecnológico, siempre ha habido una contraparte humanista que mantiene un frágil pero duradero equilibrio entre la desensibilización total del ser humano y la resistencia. Y este es precisamente el problema al que nos enfrentamos todas y cada una de las personas que hemos habitado el mundo, vivir en un mundo de oposiciones irreconciliables. Si algo no encaja con lo que dicta el canon, está en su contra y debe combatirse sin siquiera tratar de entenderlo. 

Pero la modernidad es un buen ejemplo de que las cosas no son tan simples y de que por mucho que queramos hacerlo parecer así, no hay cortes limpios en la historia ni mucho menos en el hombre. Investigando sobre el tema me encuentro con una gran confusión respecto a la definición, tanto temporal como semántica, del término: Modernidad, modernismo, edad moderna e incluso posmodernidad. 

Para efectos prácticos no vivimos ya en la Modernidad, sino en un periodo más allá, aunque con claras raíces en ella. Sin embargo, para la mayoría de la gente no hay diferencia entre la edad moderna y la modernidad, y ambas concepciones son relacionadas con el progreso, la tecnología y la mejora. Pero ¿cuál es el origen de este pensamiento? Quizá la actitud de superación, conquista y el consecuente sentimiento de vacío, que sigue siendo el mismo y que como herencia cargamos hace generaciones. 

Charles Baudelaire lo supo comprender apenas se asomaba la monstruosa avalancha de los tiempos modernos sobre las calles de París. El que sus contemporáneos entendieron como un problema de división, en realidad era una propuesta de ver el mundo con una visión global y de inclusión. Baudelaire no quería escandalizar por el simple hecho de mirar hacia la oscuridad, sino que pretendía mostrar los peligros de ensalzar el lado luminoso y negar su complementariedad solo por ignorancia y necedad. 

La Modernidad podía ser buena, claro, pero no todo lo que traía consigo lo sería en consecuencia. Y eso, aunque evidente seguimos negándonos a verlo. No entendemos ni una mínima parte de lo que implica vivir en el 2021, con su presente y su historia, no queremos hacerlo, aunque esté ahí irremediablemente en cada acto cotidiano. El contrapeso del que hablaba al inicio lo dan unas cuantas mentes que como Baudelaire saben que las visiones fragmentadas y las divisiones es lo que nos impide abarcar, crear y ser algo nuevo y más grande.

Desde las sombras

Desde las sombras

Por Diego R. Hernández

“El ser humano es un ser diferente porque no piensa”
Mr. pig

Es entendible que existan múltiples maneras de interpretar la modernidad cuando nos enfrentamos a definiciones como la proporcionada por la RAE: “cualidad de moderno”. Entonces rastreamos distintas significaciones desde las superficiales hasta las que demandan una mayor profundidad. Se le considera moderna a la persona o cosa cuya existencia en la vida social tiene poco tiempo, de manera que un adolescente se considera más moderno que un abuelo, al igual que el reggaetón frente al blues, pues bajo esta concepción la modernidad se contrapone a lo antiguo. 

También se le percibe como un sinónimo de actualidad, por ejemplo, los muchachos aficionados a un grupo o género de música en específico o a la política respaldada por algún ismo donde el valor como individuos lo obtienen de la colectividad, entrarían en la definición de lo moderno, aunque lo que representen sea más bien antiguo con la posibilidad siempre eficaz de ampararse con la herencia de la resignificación. 

Además de la antigüedad, también hay una oposición con lo clásico y lo establecido, sin embargo, como el hielo que al sol se vuelve agua también queda la posibilidad de solidificarse de nueva cuenta, es decir, si la humanidad occidental o del atlántico norte dejaron de centralizar sus creencias en un dios para trasladar su pensamiento al paradigma racional, si hubo un traslado de particularidades culturales, sociales y económicas hacia una globalización, también es posible argumentar que la universalización del pensamiento y quehacer humano se ha convertido en lo establecido. 

Para Alain Touraine, la modernidad no puede ser concebida sin tener en cuenta dos elementos fundamentales para el desarrollo social de lo que hasta nuestros tiempos consideramos humano, me refiero a la racionalidad y a la capacidad de que los individuos se consoliden como sujetos. Por su parte, la razón ha sido la corona en el pensamiento colectivo, la luz que les da seguridad a quienes tienen miedo de levantarse por las noches al baño, la misma que deslumbra las retinas cuando miran hacia arriba y creen a ciegas que existe un cielo. 

Mientras tanto los individuos que inclinan su vida hacia la proyección de un sujeto, aunque en menor cantidad, siempre han combatido la homogeneización del comportamiento animal razonado, desde las sombras y a menudo señalados como monstruos, pues lucen jorobados porque cargan el mundo a sus espaldas, sin importarles que la colina por donde andan resulte una cuesta casi imposible de superar. 

Desde el romanticismo de las oscuras y dolorosas profundidades del individuo, más que de los chocolates y las canciones de amor, hasta el dada y por ahí otros intentos más dispersos, ocultos o disfrazados como el esperpento, se ha establecido una resistencia frente a la universalización pretendida de la razón, más impura que pura, más hija de puta que astuta, más antihumana que humana, en fin, más caduca que moderna.

La base moralista que impide disfrutar del mejor manjar sobre la tierra: la carne humana, o poder fornicar con madres, padres, hermanos o hermanas, esa misma que cuelga de las sotanas de padres y jueces cuando se vienen sobre la niñez, base que Pico de la Mirandola, Tomás Moro y compañía limitaron como humanismo es también un lastre para que el homo sapiens sapiens por fin se ponga a pensar, es decir, que subjetive el mundo y no solo se estrelle en el escroto viejo y arrugado de nuestra realidad. Quizás entonces tendría más sentido hablar de modernidad.

Nos ha dejado

Nos ha dejado

Por Víctor Manuel Muñoz Chaves

Lo había dejado todo perfectamente preparado.

Él ya había sido «Ángel de la guarda» en otras ocasiones, de algún amigo que había muerto prematuramente.  Al fin y al cabo, no era la primera generación que moría desde la creación de las redes sociales. Todo el mundo se había acostumbrado a la nueva funcionalidad de Facebook. Legó el privilegio a David, uno de sus mejores amigos, quien se encargaría de gestionar su perfil durante la semana siguiente de su muerte. A diferencia de las otras ocasiones, vio reducido su trabajo a la mitad porque todas las cosas que tenían que hacerse durante el velatorio y el entierro, las más pesadas, se las iba a ahorrar al ser él el fallecido. Quieras o no, es un alivio.

Por suerte la muerte le llegó lentamente, así que pudo twittear desde su cama del hospital cómo se sentía en cada momento. Nunca como ese día tuvo tantos seguidores, y ese es un buen recuerdo para llevarse a la tumba. Todo el mundo estaba ya al corriente de las vicisitudes del acontecimiento, como qué ataúd había elegido, el lugar donde se celebraría el velatorio e incluso las flores que iban a ponerle. Igualmente se tomó la libertad de elegir lo que quería que se leyese en su misa, e incluso hizo una encuesta sobre qué fragmento les gustaba más a sus amigos. No puede decirse, por lo tanto, que su muerte llegara por sorpresa.

Cuando finalmente murió, lo primero que hizo David fue actualizar su estado a «Fallecido» y encargarse de ir colgando fotos que pudieran simbolizar sus últimos pasos: la cama ya vacía, el pasillo por el que se lo llevaron, la sala de espera con los hijos destrozados, el velatorio, etc. Todas ellas se llenaron de «Me gusta» y mensajes de recuerdo al fallecido y ánimo a la familia. Una vez en el velatorio, todos se aseguraron de salir en la foto para ser etiquetados y demostrar que estuvieron allí despidiendo a su amigo. El entierro finalmente fue emitido en directo por internet para todos aquellos que no habían podido asistir.

A la semana el perfil quedaba totalmente cerrado a nuevos comentarios, pero abierto a todos los usuarios que desearan verlo y reconstruir la vida de su amigo. El dibujo de un bebé acompañaba la fecha de su nacimiento, y el de un ataúd (aunque este era personalizable según tu religión) el de su defunción. Un gran «Nos ha dejado» encabezaba la portada de su biografía.

De esta forma pasó a formar parte de los millones de perfiles de gente muerta, que ya superaban a los vivos.